El Presidente tiene razón: Rosario es la Argentina
Alberto Fernández dijo que “algo más habrá que hacer” sin reparar que ya transita los últimos nueves meses de su mandato; y Aníbal Fernández concluye que los narcos “han ganado” después de estar al frente de altos cargos de Seguridad
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El dramático proceso de acumulación de muertes y violencia solo termina poniendo en el centro de la agenda la última tragedia que sucede en Rosario. La más reciente, la que más golpea, la más novedosa. Pero la última es posible porque antes hubo más de 2300 homicidios en solo una década.
Estos crímenes fueron traspasando fronteras, rompen récords y anestesian a la opinión pública con su repetición. Hasta que el umbral vuelve a correrse.
Tal vez por eso, y solo por eso, el presidente de la Nación habrá pensado que puede permitirse decir que “algo más habrá que hacer” después del último caso (y no el más trágico). Sin que parezca reparar, como sí lo hace la ciudadanía que ya transita los últimos nueve meses de su mandato, a lo largo del cual se produjeron en Rosario casi un millar de asesinatos asignables a la narcocriminalidad. Y sin que el Estado, del que Fernández es el jefe desde hace tres años, hubiera hecho lo suficiente, como él mismo lo termina por admitir.
Lo rubrica, además, su logorreico ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, al decir que hay que reconocer que los narcocriminales “han ganado”, pero que “hay que revertirlo”. Y lo dice después de haber estado en algunos de los altos cargos nacionales más jerarquizados y con responsabilidad en la materia en dos terceras partes de las dos décadas a las que se refiere. Veinte años en los que los narcos ganaron las batallas y en los que la presencia de Aníbal Fernández en el campo de batalla constituye una rareza.
Es eso mismo lo que, desde hace mucho, le vienen recriminando al Presidente los habitantes y buena parte de las organizaciones corporativas y sociales, de la dirigencia política, de los jueces, de los fiscales y de los periodistas de Rosario y del resto de la provincia.También lo ha hecho el gobernador de Santa Fe, Omar Perotti, que hasta no hace tanto se enrolaba en su mismo espacio, sin lograr resultados.
Sin embargo, Alberto Fernández parece sorprenderse para no dejar nunca de sorprender. Así argumenta que “los rosarinos y los santafesinos son argentinos” y que, por eso, “algo más habrá que hacer”, como si recién cayera en la cuenta de que allí viven y padecen ciudadanos de los que la preservación de sus vidas, seguridad, libertad y patrimonio son parte de su responsabilidad.
La lógica repercusión internacional que este último caso tiene, por tratarse del ataque a un comercio de la familia política del mejor futbolista del mundo, no debería ser un motivo para que este episodio haya motivado la reacción presidencial. Pero no cabe descartarla. Demasiados comercios y comerciantes ya fueron atacados antes, demasiados ciudadanos ajenos a las guerras de bandas ya cayeron en Rosario sin que nada se hiciera para evitar que la situación solo se agravara.
Una vez más, asoman reacciones espasmódicas, como tantas que ya se han escuchado y visto hasta que quedan silenciadas por la rutina o tapadas por las peleas entre funcionarios nacionales y provinciales por soluciones que no llegan.
Expertos en criminalidad y los periodistas especializados en la temática que trabajan en el terreno lo han dicho y contado infinidad de veces. El drama de Rosario y no solo de Rosario es un problema de abordaje complejo, de raíces profundas y ramas que se extienden por toda la sociedad. Para hacerlas sus víctimas o para sumar cómplices.
El consumo creciente y la rentabilísima comercialización ilegal de estupefacientes es solo una de las causas y razones de la expansión del fenómeno, así como de sus secuelas de violencia y muerte.
Más que inseguridad
El sustrato perfecto para el triunfo narco, del que habla Aníbal Fernández, tiene demasiados componentes. Por un lado, un Estado ineficiente para combatir el crimen organizado, con agentes y organismos públicos que, en el mejor de los casos, carecen de capacidad para enfrentar el fenómeno, cuando no son cómplices. A eso se suma una economía informal que llega a la mitad de lo que se produce y se intercambia, con todas las consecuencias corruptoras y la promiscuidad que genera. Todo en un contexto de marginalidad y desigualdad social crecientes.
Solo basta escuchar los relatos de referentes sociales y habitantes de muchas barriadas de Rosario para saber que las zonas liberadas o convertidas en enclaves del narco se han expandido hasta llegar a metros del centro de la ciudad. Los trabajadores y militantes que hasta hace apenas un par de años hacían tareas de asistencia social en esos lugares han sido desplazados por las bandas del crimen, más o menos, organizado.
Otro tanto ocurre con lo que cuentan comerciantes de la ciudad sometidos a la extorsión por las bandas. O los periodistas que deben modificar diariamente sus rutinas para ejercer su trabajo y reducen sus coberturas o las adaptan a las condiciones que les imponen la inseguridad y la violencia. O lo que dicen los jueces y fiscales sobre la precariedad de medios con los que trabajan y la irregularidad de los operativos policiales.
Mucho se habla así de la ausencia del Estado para explicar el fenómeno, a pesar de la presencia en el lugar de más de 4000 agentes de la policía provincial y de unos 3200 gendarmes.
El drama del Estado presente
Sin embargo, cada vez más son los expertos que advierten sobre la necesidad y la urgencia de incorporar el concepto de Estado fallido, en el que organismos y agentes estatales son parte crucial del problema. Algunos datos deberían obligar a revisar preconceptos.
“En 2013 cuando hubo un paro policial durante varios días no se produjeron homicidios”, recuerda Germán de los Santos, corresponsal de la nacion en Rosario y uno de los mayores expertos en el tema,
También cabe contabilizar, como surge de las estadísticas, que hay cientos de policías y media docena de jueces federales condenados por sus vínculos con el crimen organizado. Por no hablar de los procesos con escasos avances en los que están involucrados legisladores y dirigentes políticos de distinto signo y origen geográfico.
La idea de que lo que sucede en Rosario es un problema excluyente de inseguridad puede resultar un error grave de diagnóstico y, por lo tanto, un camino hacia la nada. O hacia la derrota final.
“La violencia en América Latina no es simplemente una cuestión de criminalidad. También está estrechamente ligada a la política y la economía”, afirma el sociólogo Matías Dewey, doctor en Ciencia Política y docente de la Universidad St. Gallen, de Suiza, en su libro El orden clandestino.
La obra es el resultado de una excepcional investigación de campo que muestra cómo “la construcción de poder estatal y gubernamental en la Argentina está íntimamente ligada a la expansión de diversos mercados que operan fuera de la ley: el comercio de las drogas, el mercado de servicios financieros ilegales, el contrabando, el comercio de indumentaria producida ilegalmente o el tráfico de autopartes de vehículos robados”. Debería ser de lectura obligatoria.
Quizá así se entienda mejor por qué el narco vence, según el axioma del ministro de Seguridad, y por qué las autoridades solo responden por espasmos cuando algún caso logra sobresalir por sobre la montaña de hechos que se acumulan diariamente. O, mejor dicho, sobre la lista de ciudadanos que pierden la vida sin solución de continuidad.
No solo en Rosario. El drama mayúsculo es que el Presidente tiene razón: Rosario es Argentina. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat
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