El Presidente, el error y el delito
Alberto Fernández se metió en un galimatías jurídico que podría estallarle en los pies; las tensiones en la Corte y el fuerte mensaje que envió Maqueda
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Cuando el Gobierno anuncia que el país recibirá diez meses tarde la vacuna Pfizer (la única aprobada definitivamente en el mundo), el Presidente se metió en un galimatías jurídico que podría estallarle en los pies. El borrador original del contrato con Pfizer señalaba que las vacunas comenzarían a llegar al país en diciembre del año pasado. Llegarán en octubre de este año. Demasiado tiempo perdido en medio de una pandemia que ya dejó más de 110.000 muertos y 5 millones de enfermos. Los caprichos y las debilidades ideológicas son inservibles cuando se decide entre la vida y la muerte. Justo antes del anuncio sobre Pfizer, el viejo profesor de derecho penal se olvidó del Código Penal. O, lo que es peor, les habló a los que no conocen el derecho para confundirlos con sus interpretaciones. El Presidente cometió un error político, que tras varias idas y vueltas lo reconoció, pero también cometió un delito. Acaba de decir que no fue un delito porque nadie se contagió en la fiesta de cumpleaños de la primera dama, Fabiola Yañez, el 14 de julio del año pasado, en plena cuarentena estricta. La primera pregunta que surge es cómo sabían él y su pareja que nadie se contagiaría. ¿Conocían de antemano que nadie estaba enfermo de coronavirus? ¿Sabían que no había un asintomático entre sus invitados? Nadie dijo nunca que los invitados se sometieron a una prueba de PCR antes de ingresar a la residencia de Olivos. Ya sería demasiado tarde si lo dijeran ahora. El riesgo potencial del contagio se instaló desde el momento en que se decidió cursar las invitaciones.
Ese es el sentido común. La ley va en el mismo sentido. El Código Penal castiga los delitos de peligros abstractos; es decir, castiga una conducta peligrosa aunque todavía no le haya hecho mal a nadie. Los juristas señalan como ejemplo la posesión de armas sin autorización, explosivos, materiales radioactivos o violar disposiciones sanitarias en pandemia; sobre este último caso legisla puntualmente el artículo 205 del Código Penal. Esos delitos no requieren de la constatación de un daño efectivo, como sería en este caso el contagio. Ni siquiera de un peligro concreto. El Presidente se apresuró a dar su interpretación jurídica de los hechos porque sabe que le será muy difícil salir indemne de la causa que se abrió en tribunales sobre la fiesta en Olivos. Prueba de esa dificultad es la iniciativa de proponerle a la Justicia entregar parte de su sueldo como un resarcimiento. El jefe del Estado se apuró también para indicarle al fiscal Ramiro González cómo debe interpretar la ley. En rigor, el respeto a la Justicia es el primer principio que el Presidente violó. Debió callar en una causa que lo involucra personalmente.
Tanto González como el juez Sebastián Casanello, a cargo de la causa, podrían concluir (y concluirían bien) en que cuando la sociedad está en riesgo es necesario castigar ciertas conductas en abstracto. Otra vez el ejemplo: ¿no se castigaría, acaso, la tenencia de explosivos peligrosos en un domicilio solo porque nada explotó? Algunos funcionarios deslizaron que ese artículo del Código Penal es inconstitucional. Si fuera así, deberían caer todas las causas que existen desde el año pasado para perseguir a los que incumplieron las disposiciones del Presidente sobre la cuarentena. Sería inconstitucional para el Presidente y para todos los argentinos. De todos modos, el artículo 19 de la Constitución dice que quedan reservadas solo a Dios las “acciones privadas” que “de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero”. Mala noticia para Alberto Fernández: el potencial contagio en una fiesta clandestina puede eventualmente perjudicar a terceros. La Constitución está más cerca del Código Penal que de la interpretación presidencial. Ahora bien, si ese artículo del Código Penal fuera inconstitucional no serviría para ser aplicado en un supuesto caso de rebrote de la pandemia por la variante delta. Con los argumentos del Presidente, el Gobierno se ató políticamente las manos para organizar los movimientos de la sociedad en casos de peligros extremos. Ya había perdido autoridad moral desde que se difundió la foto de Olivos; ahora está haciendo todo lo posible por perder también autoridad legal.
Algunos exponentes de la oposición también han caído víctimas de la confusión intelectual. Dos diputados nacionales de Juntos por el Cambio, el radical Emiliano Yacobitti y Cristian Ritondo, de Pro, firmaron un proyecto para cambiar el modo en que la Corte Suprema elige a su presidente. Hasta ahora, el máximo tribunal de Justicia elige a su presidente cada tres años con la mayoría de los votos (tres en el caso actual, con cinco miembros). El método está vigente desde hace casi 60 años. La reforma de Yacobitti y Ritondo instauraría un presidente de la Corte según la antigüedad de los jueces supremos. ¿Por qué quieren cambiarlo? ¿Es oportuno hacerlo? Si quisieran, algunos kirchneristas podrían contestarle que si la oposición modifica el sistema de elección del presidente de la Corte, ¿por qué se opone a que el oficialismo cambie el método de elección del jefe de los fiscales, el procurador general de la Nación? Patricia Bullrich suele llamar “librepensadores” a los que firman proyectos sin consultar sobre las conveniencia política de la coalición opositora. Ni Yacobitti ni Ritondo consultaron ese proyecto con nadie.
En rigor, el proyecto es de Yacobitti, al que luego se sumó Ritondo. Yacobitti pertenece al radicalismo de la Capital y es un hombre muy cercano al incombustible operador radical Enrique Nosiglia. La noticia tuvo una sola interpretación: esa reforma se hacía para que la presidencia de la Corte cayera en manos del juez Ricardo Lorenzetti, con la aprobación o no del propio Lorenzetti. Es cierto es que este juez llegó al máximo tribunal de la mano del entonces senador santacruceño Nicolás Fernández (prohijado y luego desterrado del cristinismo) y de los radicales seguidores de Nosiglia. El esquema de la reforma propuesta ahora sostenía que el juez Juan Carlos Maqueda, decano del tribunal, no aceptaría la presidencia, y que lo mismo haría Elena Highton de Nolasco, que le sigue a Maqueda en antigüedad. El tercero es Lorenzetti. El mandato del actual presidente de la Corte, el juez Carlos Rosenkrantz, vencerá a fin de año. Versiones coincidentes señalan que aún el tribunal no se puso de acuerdo sobre la sucesión de Rosenkrantz. Ninguno de los cinco jueces cuenta hasta ahora con tres votos, explícitos al menos.
Pero, ¿alguien le preguntó a Maqueda si tales especulaciones sobre su eventual renuncia a la presidencia eran ciertas? ¿No se trataba, acaso, de inferencias prematuras? Maqueda cultiva el bajo perfil, aunque, en efecto, sus amigos más cercanos aseguran que el juez no tiene ninguna ambición de alcanzar la presidencia de la Corte. “Presidió las dos únicas Asambleas Legislativas de la historia que eligieron a presidentes de la Nación (en la crisis de 2001). Ya no tiene la sensualidad del poder”, dicen. Luego, agregan lo que realmente importa: “Pero si la ley lo impone como presidente de la Corte, será presidente de la Corte. Nunca fue indiferente al mandato de la ley”. En el supuesto caso de que esa reforma fuera pensada para entronizar de nuevo a Lorenzetti en la cabeza del Poder Judicial, el proyecto abortó antes de nacer. Si la reforma de Yacobitti y Ritondo progresara, será Maqueda el presidente de la Corte, no Lorenzetti.
Los autores explicaron su proyecto con el argumento de que ese sistema, la rotación por antigüedad, es el que se usa en la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires. Es cierto, pero hay matices decisivos y distintos. El artículo 162 de la Constitución bonaerense señala: “La Presidencia de la Corte Suprema de Justicia se turnará anualmente entre sus miembros, principiando por el de mayor edad”. El proyecto de Yacobitti y Ritondo mantiene el actual plazo de tres años para el mandato del presidente de la Corte Suprema de la Nación. En la corte bonaerense la rotación es anual. Son dos situaciones muy distintas. El torbellino interno de críticas fue tan intenso que el propio Ritondo dio un paso atrás. Solo seguirá firmando ese proyecto, aseguró, si es idéntico al de la provincia de Buenos Aires, no solo parecido. De todos modos, tampoco dio ninguna señal de que esté entusiasmado por el proyecto que firmó.
El proyecto no maravilló a los seguidores de Cristina Kirchner, que controlan los bloques parlamentarios del peronismo, ni a los principales líderes de Juntos por el Cambio. Por otro sendero, el proyecto también naufragó. Cabe preguntarse si el proyecto es constitucional. Es un poder del Estado el que se está metiendo en cuestiones muy internas de otro poder del Estado. La constitucionalidad de la iniciativa de Yacobitti y Ritondo es muy discutida, pero todos están de acuerdo en que carece de ética institucional. El hecho más condenable es que sean expresiones de la oposición las que cometen los mismos pecados que el oficialismo. No puede ser Nosiglia el que lleve de la nariz a toda la oposición y su estrategia. No puede ser la oposición la que hurgue en la situación de los jueces cuando, al mismo tiempo, critica al gobierno por nombrar jueces propios. Toda crítica necesita de autoridad moral.
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