El período psiquiátrico de la política kirchnerista
La falta de un terreno firme institucional, que reconduzca disputas y ambiciones, angustias y miedos, complica la vida de todos
- 8 minutos de lectura'
Cuando falta todavía un año y medio para el fin de su mandato, el cuarto gobierno kirchnerista ha acampado decididamente en el período psiquiátrico de la política. El perímetro de la crisis se sigue expandiendo como un globo cada vez más inflado y se aproxima a una tensión inquietante. En ese límite inédito, el escenario configurado le quita sentido a cualquier intento de explicación racional tradicional a través de la economía o la política. Ya no se trata de una mera puja de concepciones diferentes sobre la macro y sus variables conceptuales técnicas ni tampoco de una disputa de poder clásica al interior de un oficialismo. Ahora, para entender la encrucijada en la que se encuentra la Argentina, es relevante auscultar el humor y las emociones de la vicepresidenta y es una versión con potencia explicativa el rumor de que el presidente lagrimea en público. La pregunta política del momento no es tanto qué piensan Alberto Fernández y Cristina Kirchner, sino qué sienten.
“Superado”. “Desanimado”. “Paralizado”. “Con la voz quebrada”. “Solo”. La situación anímica del presidente Fernández desplazó a cualquier análisis de su visión política del presente y del futuro. Son las emociones crudas las que gobiernan las acciones políticas antes que el análisis frío, aunque cargado de la adrenalina que genera el juego del poder, del costo y beneficio de las decisiones.
Hay más hechos para sumar la casuística de la política kirchnerista en tempo psiquiátrico. A la saga de renuncias intempestivas que inauguró Máximo Kirchner, cuando se alejó de la jefatura del bloque del Frente de Todos en Diputados con gesto airado y desmedido, y siguió con Matías Kulfas, que se dejó llevar por la bronca y el hartazgo de las operaciones y la internas y habilitó la circulación de los ya legendarios chats en off, le siguió el “big resignation” de Martín Guzmán, con carta de siete páginas. Una dirigencia política olvidada de la templanza que demanda la puja por el poder y la gestión de los destinos de la gente y dominada por los llamados de egos y emociones.
La preocupación que atraviesa al kirchnerismo ahora es que ese modus operandi alcance al presidente Alberto Fernández. La novedad es que ese esquema de comportamiento de emociones sin filtro que juega al límite tercia ahora en la interna del poder oficialista. Los dirigentes actúan bajo “emoción violenta”. Un “big quit” pos pandémico pero puesto en juego en el círculo rojo de la política kirchnerista. Quemar las naves como el riesgo con que se amenaza al otro político para mantenerlo a raya. En esa guerra donde nadie gana, se trata al menos de quién pierde primero: que sea el otro.
El discurso de Cristina Fernández en la batalla de Ensenada también es un ejemplo claro de la etapa psiquiátrica de la política kirchnerista: la palabra vicepresidencial, con insinuaciones hirientes contra el presidente Fernández y con la divulgación de rumores de su vida privada, usada como dardo para dañar a su socio en el gobierno y para, también, descargar una frustración vicepresidencial que no encuentra su dique. La “frustración” es la emoción que viene moldeando sistemáticamente la imaginación política de la vicepresidenta. El miedo es la otra emoción que da sentido a las movidas de Cristina Kirchner, enfrentada ahora a la lógica de la justicia penal.
Con el kirchnerismo y su ingreso al período de la política psiquiátrica, la evolución de la crisis que atraviesa la Argentina llega a un momento que implica un cambio de escala o de régimen: el agotamiento de la efectividad de la contención institucional con visos de normalidad. Ni las instituciones de la Nación ni las partidarias están logrando contener la mecánica que se ha disparado. Si hay una diferencia entre esta crisis de la Argentina bajo la presidencia de los Fernández con la crisis de 2019 bajo la presidencia de Mauricio Macri es que en aquel fin del gobierno de Cambiemos, la institucionalidad del Estado y también la partidaria se sostuvieron. El liderazgo de Macri fue el armazón que dio continuidad a la autoridad presidencial en medio de la crisis económica y social y ordenó la institucionalidad tanto del Estado como de la coalición gobernante. La institucionalidad contuvo a esa crisis en el carril de las crisis argentinas normalizadas.
Hubo un momento de aquel 2019, al día siguiente de las PASO, en el que Macri fue Cristina Kirchner, aunque en una versión atemperada: cuando, ganado por las emociones y la desazón por la derrota en las PASO, dio una conferencia de prensa más como candidato que como presidente, advirtiendo a los argentinos sobre los riesgos de un triunfo del kirchnerismo. Fue un reproche a los votantes. Esa reacción emocional tuvo sus efectos y el dólar subió un 2%, que hoy genera una suerte de melancolía por sus dimensiones pequeñas, pero que entonces fue una alerta. “Quiero pedirles disculpas por lo que dije en la conferencia del lunes. Todavía estaba muy afectado por el resultado del domingo. Además, sin dormir y triste”, reconoció Macri. La institucionalidad presidencial y coalicional permitió una marcha atrás a tiempo.
La resistencia de Cristina Kirchner a reconocer su propia derrota electoral en 2015 fue la primera muestra de las emociones condicionando la institucionalidad que, en aquel caos, le encontró la vuelta en la letra de los traspaso de poder.
Sin ese ancla institucional ni en el Estado ni en la coalición gobernante, la opacidad propia de la esfera de poder llega a zonas de oscuridad. La política psiquiátrica quita transparencia a las acciones de gobierno, o al parate de la gestión; esconde su lógica y hace difícil ver información sobre el valor y el sentido de cada acto de gobierno. Es el origen de una escalada de incertidumbre.
La corrida cambiaria de la semana pasada y el riesgo país en un pico disparatado es consecuencia de un escenario político, económico, financiero, social e inclusive geopolítico atravesado por la emocionalidad de la política psiquiátrica. También la sobrerreacción de actores políticos que desconciertan con el abandono de sus estilos protocolares. Ayer, el funcionario de mayor rango de la burocracia de un banco de crédito regional sorprendió con una respuesta fuera de protocolo que se sumó a la escalada de la irracionalidad. El presidente del BID, Mauricio Claver Carone, anticipó en una columna de opinión en The Wall Street Journal la decisión de no otorgarle un crédito a Argentina. También hizo público su juicio sobre la condición crediticia de la Argentina: “El tumultuoso historial financiero de la Argentina afecta de manera única los costos del banco”. Se trató de un hecho atípico para la diplomacia de los organismos tradicionales de crédito, según analiza una fuente que conoce la danza de esos escenarios globales.
Pero Argentina no está sola. La lógica global parece estar marcada por el tempo de la política psiquiátrica. Donald Trump fue pionero en eso de dejar que un temperamento personal impacte en las instituciones de la Nación y en cada una de las esferas de la política pública. La cereza de esa torta llegó el 6 de enero con el intento de toma del Congreso por parte de sus adherentes. La resistencia a reconocer la derrota electoral también se inscribe en ese mismo funcionamiento.
Al principio de la presidencia de Trump, el politólogo Francis Fukuyama dejó abierta una pregunta: si la institucionalidad estadounidense iba a ser capaz de procesar los desafíos al orden institucional que podía implicar el estilo de Trump al frente de la nación. La alternancia electoral y las investigaciones que se llevan adelante en la Comisión de la Cámara de Representantes indican que la institucionalidad tuvo los reflejos suficientes.
La renuncia de Boris Johnson en Gran Bretaña es otro caso donde la institucionalidad termina procesando los desvaríos personalistas. El politólogo Andrés Malamud lo sintetizó bien en Twitter: “No hay razones económicas ni geopolíticas detrás de la caída de Boris Johnson. La causa es la inviabilidad electoral derivada de su falta de integridad”. Se refería a las fiestas que organizó, o a la que asistieron funcionarios de su círculo cercano, en plena cuarentena pandémica.
La pandemia resultó un momento en la que los personalismos y la política psiquiátrica se potenció. Cuando los líderes políticos disciplinan al hombre común sin tener en cuenta sus necesidades, emociones y vulnerabilidades y el tiro les sale por la culata, son los hacedores de las prohibiciones los que, aceptando sus propias debilidades y emociones de hombres comunes, terminan infringiéndolas. A Alberto Fernández también le tocó esa dimensión de la política psiquiátrica cuando se dejó llevar y festejó un cumpleaños prohibido para los otros.
Cuando hay instituciones del Estado o instituciones partidarias que funcionan como engranajes para reconducir disputas y ambiciones y digerir las fallas de la gestión, lo personal se aminora. Sin el freno de ese “lóbulo frontal institucional”, todo lo personal es político, pero en el peor de los sentidos. Es la política psiquiátrica sin muro de contención. La falta de un terreno firme institucional complica la vida de todos. Es la hora de la incertidumbre.
Otras noticias de Alberto Fernández
- 1
El Colegio de Abogados de la Ciudad repudió la fiesta del fiscal Ramiro González
- 2
Alarma en la Corte Suprema. La Justicia investiga una serie de llamados a comisarias de alguien que se hace pasar por Horacio Rosatti
- 3
La Justicia dispuso el desalojo de la ocupación ilegal en el Parque Nacional Los Alerces
- 4
Elisa Carrió pidió indagar a Sergio Berni acusado de contaminar la escena del crimen de Nisman