El peligroso juego de Alberto Fernández: de unir a los argentinos a unir al peronismo
Cualquier intento de acuerdo con la oposición sufrió un duro golpe en pos de la necesidad del Presidente de unir a la base de sustentación del Gobierno
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Alberto Fernández experimentó el domingo a la noche la ilusoria sensación de empezar de nuevo y lo expresó anteayer en la Plaza de Mayo. Aunque ya tenga demasiados kilómetros recorridos y un enorme desgaste de materiales (e inmateriales).
A pesar de su carácter excéntrico, lo ocurrido no debería sorprender. El paso de la terapia intensiva a la habitación común produce euforia. Más si los pronósticos no auguraban mejoras. Suficiente para festejar. Mucho riesgo de exagerar.
En esa precaria resurrección, el Presidente de la derrota festejada asumió la situación como si se le hubiera abierto la puerta para un nuevo mandato. Aunque con una notable corrección a la baja de sus propósitos iniciales, expuestos en el acto de asunción (formal), hace dos años. Lo confirmó en su discurso del Día de la Militancia.
De unir a los argentinos, Fernández pasó a tratar de unir al peronismo. Un peronismo al borde de la fractura después de las PASO. Aunque sea un juego pequeño y peligroso para el presidente de un país con demasiados problemas irresueltos, que las elecciones no mejoraron y en las que el oficialismo recibió el rechazo de las dos terceras partes de los votantes.
Para el 66% de los electores que les dieron la espalda a los candidatos del oficialismo y, por ende, a su gestión, no hubo escucha ni reconocimiento. Solo negación, invisibilización y críticas. Una plataforma exótica, como mínimo, para lanzar un intento de diálogo con las fuerzas de la oposición. Como promete iniciar.
En este contexto de déficits, ubicarse en el centro de la escena y volver a unir al espacio que llevó a Fernández a la Presidencia se transformó en un objetivo impostergable e ineludible para enfrentar lo mucho que le falta con un capital político menguado, una imagen prematuramente gastada y una fragmentación de su espacio político, agravada por la ausencia y el silencio elocuente de la jefa política de la coalición gobernante. No hay prestidigitaciones dialécticas que puedan ocultarlo.
Anteayer, sostenido por el oficialismo territorial no kirchnerista, Fernández se propuso recrear la ilusión para un peronismo que apenas tres días antes se veía casi desahuciado, a merced de un milagro. No solo la mayoría daba por perdida la elección de medio término por un margen igual o peor al de las PASO. También se apresuraba a dudar de sus chances para la próxima disputa presidencial.
Por eso, el Presidente lanzó la extemporánea propuesta de abrir unas PASO generosas para dentro de un lejanísimo 2023, a riesgo de volver a instalar la campaña electoral cuando la sociedad, hastiada, solo reclama buena gestión, soluciones y no más disputas ni fuegos artificiales.
Por eso, también el Presidente expuso sin maquillaje el enojo que le había causado escuchar a su (detestado) antecesor, Mauricio Macri, hablar de “transición” o leer “en letras de molde” las especulaciones sobre una eventual asamblea legislativa ante un vacío de poder. Sabía que no eran elucubraciones exclusivas de sus adversarios o de la prensa crítica. Los malos augurios surgían de oráculos cercanos.
Fernández tiene demasiada tarea por delante, más allá de la temporaria revitalización que le dio el baño de multitud de anteayer o del módico respiro otorgado por una derrota menos estrepitosa que la augurada. No hay tiempo para relajarse.
Si cualquier intento de acuerdo con la oposición sufrió ayer un duro golpe en pos de unir a la base de sustentación del Gobierno, los hechos demostraron que el objetivo se cumplió a medias y que aún le queda mucho por hacer al Presidente en los exigentes frentes que tiene abiertos.
A la ausencia de Cristina Kirchner se sumó anteayer la escenificación reticente de La Cámpora. Como chicos obligados a ir a la fiesta de un tío no demasiado querido, la militancia maximista llegó tarde a la celebración en la Plaza de Mayo, después de hacer la previa, exclusiva para los suyos, en el Obelisco. Para que todos los vieran. Solo falta ahora que un tuit de la vicepresidenta vuelva a romper la frágil armonía. Dicen que se lo reserva para momentos más importantes. Hasta ahora solo hubo puestas en escena.
El equilibrista presidencial ha vuelto y le sobra trabajo, aunque ahora ensaya un tenue desafío desde lo alto y sobre la cuerda floja, empoderado por el apoyo de los gobernadores, los sindicalistas anti-K y los dirigentes de los movimientos sociales que le disputan el territorio y los espacios de poder al camporismo.
“Alberto se demostró y les demostró a todos que es imprescindible para mantener la unidad y el poder”, dice una de las personas con las que el Presidente más habla y, sobre todo, una de las que más escucha. No todos piensan igual ni lo aceptan con agrado.
Facturas y bollos
Los pases de facturas están a la orden del día, a pesar de la “victoria”. Los cuestionamientos del cristicamporismo a la gestión presidencial no se han acallado, aunque estén asordinados por la distancia física que tomó la vicepresidenta amparada en convalecencia. Como en los primeros meses del mandato albertista, se recluyó en Cuba.
A sus críticos internos el albertismo (nonato pero con intención de resucitar) les responde con duras acusaciones.
En el entorno presidencial dicen que tanto la vicepresidenta como Máximo Kirchner y su organización habían enterrado toda expectativa de recuperación y que solo trabajaron para ellos mismos en la campaña que sucedió a las PASO. Además, los hombres y mujeres del Presidente todavía no le perdonan el vacío de poder en el que sumieron a Fernández durante 72 horas, tras la debacle del domingo 12 de septiembre.
Los reclamos y planteos no se reducen a la antinomia albertistas-cristicamporistas. También puertas adentro de las huestes juveniles kirchneristas volvieron a aflorar recelos y riñas.
La más espectacular y resonante de esas disputas es la que, según varios testigos, habrían protagonizado en la noche del “festejo” un jefe de La Cámpora y Axel Kicillof. Dicen que el primero le enrostró al gobernador el “favor” que le hicieron al haberle intervenido el gobierno provincial con intendentes para mejorar las chances electorales, después de casi dos años de hermética endogamia kicillofista.
El mandatario, cuentan, le reprochó al jerarca maximista la ausencia de apoyo en el territorio bonaerense, fuera de los feudos camporistas, y se ufanó de haberle sacado la primera minoría a Juntos en el Senado provincial, que atribuyó a las recorridas realizadas por él junto con la vicegobernadora Verónica Magario.
Atrás de ese encontronazo, que lo música no logró acallar, aparecen viejas rencillas y nuevas aspiraciones: La Cámpora sigue ilusionada con gobernar la provincia de Buenos Aires con Wado de Pedro, a pesar de la dura derrota que sufrió el ministro del Interior en su terruño mercedino (Juntos le sacó al Frente de Todos más de 11 puntos de diferencia). Los problemas de la sociedad pueden (o deben) esperar es el mensaje.
Más allá de las desmesuras presidenciales, que incluyen el autoempoderamiento albertista, y al margen de las rencillas que no cesan en casi todo el arco político, el resultado electoral dejó un escenario menos inquietante que el que podía presumirse antes del domingo.
Ni hegemonía ni colapso
El rotundo triunfo opositor, que las exageradas expectativas previas terminaron minimizando, y la remontada oficialista, que matizó una derrota sin precedente del peronismo unido, oficiaron como un estabilizador del sistema. No hay lugar para sueños hegemónicos. Tampoco hay perspectivas de colapsos institucionales.
A diferencia del escenario creciente de fragmentación regional, las dos fuerzas políticas más grandes siguen concentrando casi el 75% de las preferencias y ambas continúan siendo opciones de poder. Aunque se haya adelgazado el caudal de votos, especialmente el del peronismo. No solo hay un equilibrio premenemista en el Congreso sino también de orden territorial, como no se había visto desde los tiempos iniciales del alfonsinismo, con el notable avance geográfico de Juntos.
A eso debe agregarse que estas elecciones de medio término no consagraron ningún nuevo liderazgo en el universo cambiemita y mucho menos en el perokirchnerismo. Todos están obligados a construir y ninguno está en condiciones de romper ni de tomar por asalto las cúpulas partidarias. Un baño de humildad para todos. No es poco para un contexto de extrema fragilidad y ante una sociedad que ratificó su indisposición a otorgar cheques en blanco tanto como a saltar al vacío.
El crecimiento de los extremos a derecha a izquierda opera, además, como un centrificador de las mayorías. Más allá de los coqueteos macristas con el derechista antisistema Javier Milei, del avance territorial de la izquierda trotskista o de cierto dogmatismo extemporáneo del cristicamporismo, no parece haber margen para desmesuras sino más bien para la búsqueda de acuerdos. La retirada de escena de Cristina Kirchner y hasta la asistencia a desgano de La Cámpora a la fiesta albertista reafirman ese cuadro. Lo mismo que el repliegue sobre la gestión porteña de Horacio Rodríguez Larreta.
Falta aún que se disipe la espuma electoral que el sentimiento de resurrección albertista demora y que el apuro del ala dura del macrismo complica con la embestida sobre Rodríguez Larreta. El avance sobre el alcalde porteño lo protagoniza Patricia Bullrich sin disimulo, pero detrás de ella se encolumnan varios dirigentes amarillos, como el primo presidencial Jorge Macri, quien no deja de responsabilizar a Larreta de que Juntos haya perdido su condición de mayoría en el Senado bonaerense.
Ninguna de las urgencias que había antes de las elecciones se han diluido. El acuerdo pendiente con el Fondo Monetario, la inflación que no afloja, la brecha cambiaria que asusta, la pobreza y la precariedad que afecta a casi la mitad de los argentinos acechan.
Mucho más temprano que tarde el Gobierno deberá ocuparse de esas amenazas. Y, difícilmente, pueda abordarlas solo. Aunque Fernández haya pasado en las horas de embriaguez de su elevado propósito de unir a los argentinos, al modesto y excluyente objetivo de mantener unido al peronismo.
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