El peligro inminente que acecha al gobierno de los enemigos
La pelea interna paraliza la gestión de un presidente obligado a tomar decisiones antipáticas todos los días; la inflación va ganando la guerra
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“Si explota, explotamos todos”. Un referente del kirchnerismo visceral suelta la frase al cierre de una semana en la que el Frente de Todos coqueteó con una crisis institucional autoinfligida. Como en la guerra fría, solo la conciencia de la destrucción mutua garantizada pudo pausar la batalla interna que tiene empantanado al gobierno de Alberto Fernández.
Al Presidente se lo escuchó vocear en público gestos de autoridad -”el que toma las decisiones soy yo”- mientras enviaba mensajes desesperados al búnker de Cristina Kirchner en busca de un pacto de gobernabilidad. La vicepresidenta le sigue clavando el visto y bendice la andanada de descalificaciones irrespetuosas que a diario lanzan contra él dirigentes del propio oficialismo. Ella deja en claro en sus reuniones privadas que este gobierno no la representa. Pero, aunque no lo diga, asume que no puede dar un portazo. Por su propio bien.
La única línea confiable de comunicación entre ellos es el ministro del Interior, Wado de Pedro, con quien el viernes Fernández se reunió a solas dos horas. De Pedro había sido el único referente del cristinismo en emitir un apoyo público al acuerdo con el FMI, origen de la fractura de la coalición. El jueves participó, fervoroso y visible, en la masiva marcha de La Cámpora por el aniversario del golpe de 1976 que se planificó como un desafío de poder al Gobierno y una condena al Fondo. Un canto a la flexibilidad.
El tratado de convivencia se construye entre sobreentendidos, un mal de origen de la coalición peronista. Fernández presupone que ejercerá el mando con mayor autonomía, sin necesidad de quitar a los opositores internos de sus puestos de poder. La Cámpora y el cristinismo entienden la etapa que viene como una fase de resistencia dentro de un gobierno que les pertenece. “No nos vamos de algo que gestamos”, desafío Andrés “Cuervo” Larroque. Son palabras que combinan con la caracterización de Alberto Fernández como “okupa” de aquel audio incendiario grabado por la exdiputada Fernanda Vallejos.
La teoría del gerente infiel sirve a nivel del relato exculpatorio del kirchnerismo. Pero plantea un horizonte sombrío para el devenir económico. Después de la aprobación del acuerdo con el FMI, ese gobierno de enemigos enfrenta un camino sinuoso en el que todas las decisiones económicas tendrán un componente antipático. Hay que gastar menos, por mucho que el Presidente y su ministro de Economía, Martín Guzmán, insistan con que no hay ajustes en el horizonte.
El propio directorio del Fondo se encargó de poner por escrito que veía un riesgo “excepcionalmente alto” de incumplimiento de las metas a raíz de las diferencias en el peronismo. Difícil encontrar un acto de resignación más grande que la aprobación de este préstamo de 45.000 millones de dólares. Los países acreedores al menos quisieron dejar en claro que no se dejaban engañar y que el próximo gobierno deberá hacer las reformas que la dupla Alberto-Cristina se resiste a considerar.
La llegada de dólares anticipa algo de calma al mercado cambiario al menos hasta el final de la liquidación de la cosecha gruesa, en julio / agosto. Pero la incertidumbre política hace añicos la confianza, un capital ineludible para bajar el riesgo argentino y conseguir las inversiones que podrían moderar los efectos sociales nocivos del ajuste en marcha.
Maletín nuclear
La gestión diaria queda condenada a una fricción permanente. Alcanzar los objetivos de déficit requiere acciones en las que intervienen delegados de Cristina Kirchner dispuestos a llevar a la práctica sus disidencias. Definir la suba de tarifas, las transferencias a las provincias o la velocidad de la devaluación para que no se atrase el tipo de cambio desatará infinitos conciliábulos, sin un árbitro dispuesto a bajar el martillo.
El Gobierno opera la economía con la lógica de los maletines nucleares, ideados para que solo se ejecute un ataque si lo ordenan a la vez varios responsables. Por ahora va logrando el mismo efecto: así como las bombas no se disparan, las medidas económicas se demoran sin remedio. Guzmán, que debería controlar el tablero, vive bajo fuego. La Cámpora exige su cabeza; Alberto lo defiende como si fuera la última colina.
El retrato más fiel de ese pantano administrativo es la “guerra a la inflación” que declaró Fernández hace 10 días. No tuvo municiones ni para empezar. La gigantesca atención que se generó terminó en un anuncio lavado y en una presión desesperada del ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, para que los empresarios revirtieran los aumentos preventivos que desataron las palabras del Presidente. “El mismo gobierno genera las expectativas y la defraudación de las expectativas”, dijeron los “intelectuales” cristinistas en su documento del lunes pasado. Son palabras que le han escuchado a la vicepresidenta en sus odas de desprecio al hombre que ella eligió para representarla en la Casa Rosada. Ella disfruta de la prosa ajena mientras se ata las manos para no escribir otra carta envenenada.
El acuerdo de precios y salarios se postergó una semana porque los sindicalistas no quieren quedar en medio del fuego interno. Esta semana el metalúrgico Antonio Caló perdió sorpresivamente el liderazgo de la UOM después de 18 años a manos de un rival, Abel Furlán, que hoy tiene mejor sintonía con el kirchnerismo duro. Nadie le saca de la cabeza que fue víctima de una traición y que le cobraron su cercanía con Fernández. Justo a él que había sido un instrumento de Cristina Kirchner en 2012 para darle batalla a Hugo Moyano, cuando el camionero se rebeló contra su gobierno.
El Presidente había anticipado que dispararía medidas contra la inflación todos los días desde el sábado de la semana pasada. Se quedó en la primera: la suba de retenciones para financiar un fideicomiso que modere el precio del pan ante la suba del precio internacional del trigo a raíz de la guerra en Ucrania. De tener éxito influirá en la tasa anual de inflación en un 0,2%, según cálculos de economistas de la oposición. En el camino desató otro conflicto con el campo, el socio que necesita para prolongar la estabilidad cambiaria en pleno boom de los precios de los alimentos.
Roberto Feletti sigue empoderado por Cristina Kirchner para bajar la inflación a la fuerza. No se rinde en la cruzada por subir más retenciones a productos agrícolas. Los ministros Kulfas y Julián Domínguez se oponen. No tienen el triunfo garantizado. Los mismos tironeos condicionan la reducción de subsidios a la luz y el gas. Los delegados del kirchnerismo en el área de Energía siguen su resistencia a las medidas que Guzmán se comprometió a tomar con los técnicos del FMI. La Cámpora también puso en alerta a los directivos de empresas públicas que controla, como Aerolíneas. Temen un recorte de partidas para alcanzar el objetivo de déficit. ¡Con la caja no!
En la cercanía del Presidente cunde el desánimo ante lo que perciben como un destino imposible de torcer. No habrá un golpe en la mesa para reordenar la gestión, sino una adaptación del modelo de equilibrios internos, teñido ahora de una hostilidad a cara descubierta por parte del kirchnerismo.
Inflación sin control
El peligro que esconde la continuidad de un esquema disfuncional es que el Gobierno opte por resignarse a que la inflación sea la válvula de escape que permita cumplir con el ajuste y evitar a la vez la ruptura definitiva de la coalición peronista.
La guerra en Europa ofrece una justificación del descalabro. La tentación puede ser grande para un gobierno que colecciona excusas, pero puede empujar a la Argentina a una dinámica difícil de controlar. Las proyecciones que ubican la inflación anual por sobre el 60% encienden alarmas dentro del oficialismo, sobre todo entre los caciques territoriales.
“El daño social es inmenso. Nos va a pasar una factura impagable en nuestra base electoral si no reaccionamos”, dice un intendente peronista del conurbano que estuvo en la reunión convocada el martes pasado en La Matanza para coordinar una postura común de los caudillos kirchneristas del conurbano en la guerra de Todos.
Máximo Kirchner traduce los reclamos que le llegan desde las afueras de La Cámpora. Entiende que su papel de jefe del PJ bonaerense requiere combatir desde adentro para evitar una catástrofe electoral al menos en la provincia que considera el bastión del kirchnerismo.
La marcha del 24 de marzo la concibió como un mensaje de poder, al igual que su renuncia a la presidencia del bloque de diputados del Frente de Todos. Se presenta como un abanderado contra el FMI y le marca la cancha al presidente que firmó el último préstamo. “Es con la gente adentro”, le advierte. Él es lagente y desde esa posición buscará torcer el rumbo de la economía albertista. Oposición y gobierno a la vez.
El hijo de Cristina se permitió hasta la ironía de vestirse con una camiseta que tenía estampados los botones del joystick de la PlayStation. Una alusión a la promesa que él hacía en la campaña de 2019, cuando sus detractores lo retrataban como un pibe que perdía el tiempo con los videojuegos: “Puede ser que estas manos hayan tenido un joystick de Play, pero nunca se levantaron en el Congreso para votar a favor de los fondos buitres, de los ajustes a la gente y los jubilados”. “No fui yo el que cambió” es el mensaje no escrito.
Los caciques del conurbano habían negociado con Máximo que la marcha no tuviera consignas directas de rechazo a Fernández. “No podemos dejar que nos traten de golpistas, justo en este día”, argumentaron. La desescalada es gestual, desprovista de contenido por el momento. También ayudó el “aplauso” para Cristina que pidió Alberto en Entre Ríos el miércoles. De esas nimiedades está hecha la tregua.
La marcha por la Memoria sirvió para exhibir quién está en cada bando. Axel Kicillof posó con Máximo, aunque sospecha de lo que La Cámpora construye a sus espaldas con el jefe de Gabinete provincial, Martín Insaurralde. Cristina Kirchner lo sigue arropando y recibió informes que lo muestran con buenos niveles de imagen en las encuestas. No es casual que diera la orden de sostener por ahora a Sergio Berni, pese a las quejas de los intendentes: es el escudo que protege al gobernador del drama de la inseguridad.
Kicillof igual retomó el diálogo con Fernández. Como a otros gobernadores e intendentes, le aterra que la interna escale y se conviertan en municiones las transferencias estatales. El manejo de los giros discrecionales es un tesoro que resguarda el “dueño de la lapicera”, como alguna vez describió Cristina al Presidente.
“Esto tiene que sobrevivir el 2022. Es impensable que el Frente de Todos se repita el año que viene. Pero primero hay que llegar y en eso empieza a haber conciencia unánime”, explica un hombre con peso propio en la coalición y que trata de no recibir una bala perdida. Una fractura total obligaría a rearmar no solo el gobierno nacional: impactaría en provincias, municipios, gremios y hasta organismos de derechos humanos, donde todo está trenzado con la lógica fraternal de 2019. “Nos van a cagar a palos”, es la síntesis que encontró el ministro Gabriel Katopodis para explicar por qué hay que parar la ofensiva.
El anzuelo que ofrece Fernández es “unidad para que no vuelva Macri”. Esa línea argumental llegó por WhatsApp a sus referentes que hablan con los medios, como Victoria Tolosa Paz. Curioso agradecimiento a los opositores que le salvaron en el Congreso al pie del abismo, mientras Cristina y La Cámpora alentaban la rebelión.
Máximo se hace rogar. Pide injerencia en el rumbo y amenaza con agitar la calle. En la comodidad de una charla con fans presentada como entrevista periodística, el jueves apeló a la Biblia para dotar de una pátina moral su posición política. Citó la Epístola a los Corintios y la afirmación de que “sin amor hasta lo mejor es nada”.
Entre tantas cartas reales e imaginarias que marcan la desgracia del oficialismo, Fernández acaso ruegue que el hijísimo haya leído completo al apóstol Pablo. Aunque más no sea aquello de que “el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
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