El particular diseño de la Constitución en la mente del Presidente
El Poder Judicial es tan gobierno y la Corte Suprema es tan autoridad como cualquiera de los otros poderes; no es zamarreando a otro poder la manera de construir legitimidad
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La Constitución que nos rige parece tener, en la mente presidencial, un particular diseño propio. En el diseño que todos conocemos, el gobierno federal se compone de poderes autónomos, a cada uno de los cuales la Constitución le asignó una sección específica. La tercera se refiere al Poder Judicial, que -dice el texto constitucional- “será ejercido por una Corte Suprema de Justicia y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere…”. Vale decir, el Poder Judicial es tan “Gobierno”, y su cabeza (la Corte Suprema) es tan autoridad, como cualquiera de los otros poderes.
A partir de esta fragmentación en la distribución del poder, la cual constituye un hallazgo para evitar abusos, se entiende que a los miembros del Poder Judicial, y con más razón a los jueces de la Corte Suprema, deba garantizárseles la más absoluta independencia. Máxime cuando, por un lado, es claro que los jueces dependen de los otros poderes para poder asegurar que sus sentencias se cumplan, y por otro, son los jueces los que tienen la misión de interpretar las leyes y de declararlas inválidas si ellas ofenden a la propia Constitución.
Luego de esta elemental introducción, veamos qué parece estar atravesando la cabeza presidencial, a partir de sus menciones en la apertura del año legislativo. Lo que asoma es en verdad una interpretación paralela, y hasta bizarra, del rol del titular del Poder Ejecutivo y su relacionamiento con la Corte Suprema, como otro poder independiente.
Solo así se explica que, señalando a los dos integrantes presentes y con un elevado tono de voz, el Presidente se haya preguntado, mientras se refería una y otra vez a la Corte Suprema, quiénes atropellan las instituciones republicanas, al par que unió esa pregunta retórica a su decisión de impulsar el enjuiciamiento de todos sus miembros. Solo así se explica, igualmente, que haya dicho que el alto tribunal se arrogó indebidamente la facultad de disponer cómo el cuerpo legislativo puede designar a sus representantes en el Consejo de la Magistratura, organismo que, afirmó, fue tomado por la propia Corte Suprema “por asalto”. Hubo también referencias al fallo dictado en materia de coparticipación de impuestos, donde se le imputó a la misma Corte el asegurarle a la Ciudad de Buenos Aires recursos que no le corresponden y quitarle el dinero a los que más lo necesitan, para destinarlos a la ciudad más opulenta del país.
El discurso presidencial incluyó otras menciones al Poder Judicial, reclamándoseles a sus integrantes que profundicen la investigación del atentado contra la vicepresidenta y que actúen con la misma premura con que se archivan otras causas.
La falta de mesura quedó en verdad evidenciada en todas las menciones relativas al desempeño de otro poder independiente del Estado, cuya cúspide se busca descabezar por la simple razón de que el titular del Poder Ejecutivo está disconforme con los fallos que la Corte Suprema viene dictando. Ese mecanismo de pretendido adoctrinamiento de los jueces es anatema de una república, tal como fue concebida por los fundadores de nuestra nación. La Corte Suprema es un órgano colegiado, integrado en la actualidad por personas designadas por diversos presidentes y con acuerdo senatorial a lo largo de los últimos veinte años. No existen entre ellos las mismas simpatías políticas y tampoco tienen una visión unívoca en temas de teoría constitucional. Sin embargo, en la mayoría de los casos que motivan ahora su pedido de remoción por juicio político, esos jueces se pronunciaron en una misma dirección. Y si a la Corte Suprema le está faltando hoy un integrante, el titular del Poder Ejecutivo solo debería mirarse a sí mismo para encontrar la razón de por qué nunca se inició el procedimiento para el llenado de esa vacante.
Hemos asistido a un discurso que, en lo relativo a la interacción entre dos importantísimas ramas del gobierno, deja una enseñanza muy poco edificante. No es zamarreando a otro poder la manera de construir legitimidad y luchar por el progreso. Cuando los redactores de la Constitución pensaron su Preámbulo como el camino rector de la Nación que estaban edificando y hablaron de afianzar la Justicia, seguramente no tuvieron en mente discursos de esta naturaleza.
El autor es abogado constitucionalista
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