El país fracturado
La Argentina llega al Bicentenario fracturada en mil discordias, un país en el que los aprietes, los agravios y las causas judiciales reemplazaron al diálogo político.
El país dejó de ser una polis, sociedad política: quedó reducido a un conjunto de astillas sociales, de intereses inconexos y agrupamientos dispersos, incapaces de saber recomponerse para construir un único futuro.
Lo que vemos en estos días son sólo ejemplos de la mezquindad que domina a buena parte de la clase política, mezquindad y miopía:
La presidenta Cristina Kirchner no va al Colón, ofendida con Macri.
El Gobierno organizó el tedeum oficial, en Luján, porque la Presidenta quiere esquivar al cardenal Jorge Bergoglio, como si la Iglesia no hubiese sido parte de la historia del país.
La Iglesia, desairada, organizó su propia ceremonia en la catedral de Buenos Aores, porque en la Plaza de Mayo ocurrieron los sucesos patrios.
La primera mandataria tampoco invita al vicepresidente Julio Cobos a la comida oficial que hará en la Casa Rosada, olvidando que Cobos, sea oficialista u opositor, es el vicepresidente y tiene un rol institucional.
Y seguramente habrá más ejemplos de la discordia.
En un país normal, los políticos, a pesar de sus naturales diferencias, deberían saber conversar y consensuar. En esos Estados serios, ricos o pobres, los políticos comprenden que son "representantes de la gente" y que sus diferencias no pueden llevarlos a creerse los dueños del país y de la historia. No se necesita vivir en el Primer Mundo para saber que un funcionario es nombrado es ungido como tal para ayudar al desarrollo del bienestar general.
En la Argentina, eso no ocurre. Algunos políticos no reconocen sus límites, porque se creen amos. No asumen que son representantes de los demás, porque creen que son los únicos merecedores de dirigir al país.
Esos políticos no escuchan, porque creen que tienen una sabiduría inmanente, que no necesita de interlocutores, sino de súbditos.
Vivimos en un país donde la política se construye con un solo ojo, donde un relato pretende hacernos creer que la historia comenzó en los 70, y olvida que antes pasaron Moreno, Alberdi, Rosas, Rivadavia, Mitre, Sarmiento, Roca, Perón, y otros muchos hombres, con sus más y sus menos.
Vivimos en un país donde el cemento de la política son las amenazas, las palabras airadas, los carpetazos de la SIDE, las escuchas telefónicas y denuncias penales que no buscan investigar casos de corrupción, sino que tratan de convertir a políticos y empresarios en rehenes.
La Argentina, es cierto, siempre tuvo problemas para buscar el camino del diálogo.
Pero la crispación que introdujo la administración kirchnerista tuvo éxito en eliminar la libertad de expresión, como cauce de debates e ideas; en anestesiar a los partidos políticos, que fueron reemplazados por simples políticos sin ideas ni programas partidarios, y acallar al Congreso, como eje del diálogo.
Quizá, el Tricentenario no nos pueda encontrar peor que ahora.
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