El ocaso argentino en la etapa del barroco kirchnerista
El desembarco de Massa en el Gabinete es otro rizo que se suma al rizo en el que se enredó la política kirchnerista cuando Cristina Kirchner inventó una fórmula presidencial invertida
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Hay una línea de puntos que conduce de “la planera” mediática al juego enrevesado de poder que convirtió en ministro de Economía a Sergio Massa y de allí a la vicepresidenta Cristina Kirchner, enfrentada ahora al espejo de la corrupción, escuchando un alegato resonante que expone a todas luces la escala de los delitos que se le imputan. Se trata de tres postales de agotamiento de un ciclo político que se adentra ahora, a su pesar, en su momento de saturación por acumulación y exacerbación de sentidos y se encamina hacia su declive. Es el ingreso de la Argentina a la era del barroco kirchnerista.
En esa especie de “Juegos del Hambre” que se libra en el territorio político que va de Casa Rosada a la quinta de Olivos y al Congreso, el desembarco de Massa en el Gabinete es otro rizo que se suma al rizo en el que se enredó la política kirchnerista cuando Cristina Kirchner inventó una fórmula presidencial invertida en la que el presidente terminó subordinado a la vice. Ahora, el dispositivo de poder arrincona definitivamente al presidente Alberto Fernández, desnudado de potencia real de gestión, para delegar la gestión en un ministro. Es irrelevante si de aquí en adelante Fernández se convierte en lo permanente que dura, en el caso de que Massa fracase, aunque no pese, es decir en una figura protocolar o “presidente florero”, como lo denominó Martín Rodríguez Yebra, que adorna una institucionalidad cada vez más débil, o si Fernández es socio igualitario de la venia dada a Massa. En la práctica, ahora preside un ministro. Es el artefacto político electoral de 2019 sobregirado que llega al límite de sus posibilidades. Más que un barroco kirchnerista, su neo.
Massa aporta lo suyo a esa espiralización y enredo de la lógica del poder que adquiere una velocidad mayor que la de los precios. Lo anunció por Twitter el domingo: “El martes se trata mi renuncia a la Presidencia de la HCDN y mi renuncia como Diputado Nacional”. Massa, el arquetipo de la ambición política, el cálculo, la astucia y el pragmatismo, se despoja de la independencia política que le da haber sido elegido por el voto popular como diputado para entregarse a la dependencia política del dispositivo pergeñado por Cristina Kirchner. “Doy este paso con convicción y compromiso, sin dudas, ni especulaciones”, tuiteó. Un ministro es siempre un fusible, aunque se autoperciba “superministro”.
Un análisis ve en esa apuesta de Massa su última oportunidad política: perdido el caudal de votos que lo acercaban a la Presidencia de la Argentina y con una imagen negativa récord, la contención de la inflación podría resultar su campaña política en camino a las elecciones de 2023. El riesgo político personal vale la pena para Massa. Es decir, sigue habiendo cálculo en Massa: su renunciamiento no es sacrificio, eso de “servir al país” como también sostuvo en su tuit, sino una cuenta distinta. Ya no dividir sino multiplicar. Massa ya no divide o diversifica el riesgo de sus movidas políticas entre acercamientos y distanciamientos tácticos a y de los polos de la grieta, sino que ahora opta por elevar el riesgo a la enésima potencia ante la oportunidad política. Toda una vida esperándola.
Javier Milei lo tradujo al lenguaje Pyme: “Como un empresario cuya empresa está a punto de quebrar, Massa le metió riesgo”. El problema, también lo señaló Milei, es que esa apuesta a todo o nada para Massa es nada para la sociedad. Los riesgos de que la movida salga mal son palpables. Después de llevar esa jugada al extremo, sólo queda el vacío para el oficialismo. El agotamiento que sobreviene a la saturación de sentido. Eso en el plano de la mentalidad kirchnerista. En el plano de lo real, un corto o mediano plazo de alto riesgo para todos.
Si algún momento de lucidez táctica tuvo el presidente Fernández fue cuando puso en palabras el dilema de su situación asumiendo como propia la conclusión de una nota de Martín Rodríguez: “Liderar implicaría romper con Cristina y no lo voy a hacer”, reconoció hace dos semanas. Ese riesgo sigue latente. Si liderar es romper, ¿qué márgenes puede tener Massa? Por el momento, el único súper ministro es Santiago Cafiero, que sobrevive a todo, inclusive a los aviones que se toma: cuando aterriza no tiene WhatsApp comunicándole su renuncia.
Massa enfrenta el mismo dilema que el Presidente saldó con la subordinación a la vicepresidenta, según surge de sus palabras. También de los hechos: la salida de Martín Guzmán y de Silvina Batakis del ministerio de Economía es una prueba del poder obstructivo del que es capaz Cristina Kirchner apretando la botonera del dispositivo que inventó. La forma en que se dieron esas salidas se enmarcan en la era del barroco kirchnerista: otras postales de una esfera de la política adquiriendo una autonomía desprendida de cualquier racionalidad que la conecte con las necesidades de la gente. La lógica del poder en el barroco kirchnerista se autosatisface en la interna absoluta. La interna en fase hiper.
Hay lecciones que la política deja y los políticos aprovechan o no según las tramas que los condicionan y, también, según sus disposiciones personales. Una es que la tierra se distribuye pero el poder no: el poder se toma. Alberto Fernández pagó caro desoír esa lección. ¿Pudo haber hecho algo distinto? Difícil: como jefe de Gabinete del esposo de su vice, Néstor Kirchner, y luego de su misma vice, entonces presidenta, el hábito político que marcó a fuego a Alberto Fernández es el de operador. La cancha del poder ya estaba armada de antes y sobre ella, Fernández operaba obediente a un poder delegado. Tomar el poder es otra cosa: se toma ganándose un lugar en un fórmula a partir de una interna que se pelea en la rosca con el cuchillo político entre los dientes y ganando una elección. En el aparato político del barroco kirchnerista esas dos cosas nunca funcionaron. El Presidente fue postulado por su vicepresidenta.
Massa se mueve distinto. Viene construyendo su propia cancha con errores y aciertos y con persistencia. La toma del poder ahora se pronuncia “unas ganas de jugar bárbara”. Así lo felicitó Sebastián Galmarini, su cuñado, hermano de Malena y también funcionario como su hermana, en su caso, director del Banco Provincia: “Mucha audacia. Mucha decisión. Muchas horas de laburo. Mucha experiencia y vocación de servicio y poder. Unas ganas de jugar bárbaras!”
La gravedad de la crisis no logró empañar la euforia de los Massa-Galmarini-Casán. Todos celebraron en Twitter la llegada de Massa al gabinete. Como un jugador que al fin sale del banco de suplentes y su familia lo festeja desde la tribuna. Como alguien que se arma la fiesta de cumpleaños sorpresa y se sorprende al llegar. El humor popular opositor captó el sentido del barroco kirchnerista protagonizado por Massa: “¿Qué te hacés el presidente?”, sintetizó una señora opositora que le manifestaba a Massa a la salida del Congreso el jueves a la noche, cuando el todavía diputado y futuro ministro de Economía abandonó su despacho sin sigilo premeditado y con aires presidenciales.
En algo se parecen Massa y Daniel Scioli: en eso de tener un objetivo y hacer como si lo que pasa y los perjudica, no pasa. Esos dos cuchilleros del ego bajo control se batieron a duelo a la vista de todos cuando en plena conferencia de prensa Massa lo desairó dejándolo solo, estocada que Scioli le devolvió con tuit develando uno de los secretos que el nuevo Massa en modus estadista pidió respetar, el secreto en torno a futuras medidas y nombramientos. Scioli sopló vía redes el nombre de José Ignacio de Mendiguren. Quizás Massa tache ese nombre para no darle la victoria a Scioli. Un “nido de víboras” que recuerda al de Gustavo Beliz, otro actor del barroco kichnerista, en pleno menemismo.
Como fingiendo que el poder es él cuando el problema real es que el único poder independiente que existe es el de obstrucción y lo tiene Cristina Kirchner. El poder, en definitiva, ni se distribuye ni se traspasa. Eso en condiciones normales. Pero el barroco kirchnerista implica un cambio de escenario.
El espejo de la corrupción en el que se vio reflejada este lunes la vicepresidenta puede sumar componentes nuevos en la lógica del poder en este ingreso a la era del barroco kirchnerista. Ayer, desde las mismas oficinas del Senado de la Nación desde donde escuchó, vía Zoom, la lectura del alegato en su contra en la causa Vialidad, Cristina Kirchner recibió a Massa. Y hubo tuit aunque no desde su cuenta personal sino desde la cuenta del Senado. “La presidenta del Senado Cristina Fernández de Kirchner recibió hoy al presidente de la Cámara de Diputados Sergio Massa, quien asumirá el miércoles como ministro de Economía, Producción y Agricultura de la Nación”. No se trata de una sutileza. La política saturada de sentido se vuelve oscura: alejada de la racionalidad de los actos, cada gesto implica una expresión de poder.
El exdirector ejecutivo ante el FMI Héctor Torres lo señalaba ayer. Cuando el miércoles asuma Massa, hay que atender a tres señales: quién se queda con la secretaría de Energía, quién con el Banco Central y si Cristina Kirchner asiste a la asunción del nuevo ministro. Los tres son indicadores de si lo de Massa será ejercicio del poder por delegación o se parecerá más a la toma del poder.
La corrupción kirchnerista que vuelve a ocupar la mesa de la opinión pública y los temores de la vicepresidenta pueden jugar a favor de Massa: Cristina Kirchner corre riesgos judiciales concretos y más que nunca necesita aliados. Por ejemplo, que un socio político le asegure chances electorales para 2023. Si Massa es capaz de domar la economía y con eso, crear un futuro político posible para el kirchnerismo en declive, para Cristina sí será superministro.
El presente está lleno de paradojas. La lógica de Estado presente que el kirchnerismo alentó acaba de dar el arquetipo de sus efectos colaterales en “la Planera” que recorre los medios y personifica todos los estigmas que caen sobre las organizaciones sociales que, paradójicamente, Cristina Kirchner contribuyó a construir en su decisión de terminar con la “intermediación” de los planes.
En este barroco kirchnerista no queda lugar ni para la pretensión de feminismo. Una mujer ministra, la única excluida, y todos hombres los nombrados hasta el momento en los cargos principales. No hay ni espacio para el reclamo testimonial de feminismo y paridad. Cuando las papas del poder queman, no hay lugar para el lujo de lo políticamente correcto. El poder se traga a la superioridad moral en medio del tsunami del barroco kirchnerista. La interpretación que ve en Malena Massa y el espacio que da a mujeres políticas es otro exceso interpretativo propio de tiempos que se agotan.
El kirchnerismo se está encontrando, de alguna forma, con el mismo fin de ciclo con el que se topó el menemismo. Aquel dio fenómenos como el de Moisés Ikonikoff, funcionario del menemismo, que a fines de los ‘90s se subió a un escenario en el teatro Astros para hacer de capocómico. La semana pasada, la televisión transmitió en vivo el recital del exministro Matías Kulfas, en el centro Torquato Tasso, cuando arreciaban los cambios en el gobierno. Horacio Verbitsky señaló en su programa de radio que Gustavo Santaolalla pasa sus días en la Quinta de Olivos produciendo los temas que el presidente compone. Es la hora del ocaso por exageración y autopropulsión desembozada de la máquina kirchnerista de producir intangibles y narrativas que dio sentido a la Argentina que se empezó a delinear con la llegada del kirchnerismo al poder.
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