El multicolor Lollapalooza oficialista
Cristalizada la ruptura entre Alberto y Cristina, la coalición gobernante inició un proceso acelerado de desgranamiento; el kirchnerismo pasó a una fase de resistencia activa
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Había terminado la puesta en escena en la Casa Rosada, donde fueron convocados por el Gobierno para que apoyaran la quita de la coparticipación a la ciudad de Buenos Aires. Promediaba la tarde del miércoles y decidieron reunirse un rato después en el viejo CFI, el Concejo Federal de Inversiones que supo ser su guarida en los tiempos duros de la Liga de gobernadores. Allí, sin colegas infieles, los mandatarios peronistas de ocho provincias hicieron una profunda catarsis. Expusieron sin filtros sus preocupaciones por el impacto que está teniendo en sus territorios la crisis económica y social y, fundamentalmente, la percepción compartida de que el presidente Alberto Fernández no exhibe capacidad de reacción ante la situación que se generó tras su ruptura con Cristina Kirchner. “No fue un encuentro en contra de nadie, sino una reunión de subsistencia porque no vemos salida. Queremos apuntalar a Alberto, pero él no se deja ayudar y nos muestra números de que no estamos tan mal. Pero nosotros vemos que el deterioro se acelera y nos inquieta porque ahora nos impacta de lleno en nuestras provincias”. La confesión de uno de los gobernadores presentes refleja el estado deliberativo en el que ingresaron varios sectores del oficialismo que asumen la nueva realidad del Frente de Todos, un escenario sin reconciliación posible entre el Presidente y su vice.
Dos días antes otro sector clave del armado oficialista también había hecho el mismo planteo. Fue en la reunión que el lunes mantuvieron los jefes de la CGT y representantes industriales, al que después se sumó el propio Alberto Fernández. Ese encuentro tuvo una gestación muy curiosa: la semana previa gremialistas y empresarios habían conversado sobre la preocupación compartida por el índice inflacionario de marzo y quedaron en reunirse en la sede de Sanidad. Cuando se lo comentaron al Presidente, les dijo: “Buenísimo, me sumo”. Pareció un juego de roles invertidos. Pero lejos de tratarse de un plan distendido, los gremialistas que más apoyan su gestión le plantearon duramente la necesidad de reaccionar en modo más enérgico. Así lo sintetizó uno de los gremialistas que participó del diálogo: “La falta de certidumbre política impacta en el proceso inflacionario porque todos piensan que los productos van a seguir aumentando. Y si se mantienen estos índices de inflación, no hay destino. Basta de internismos, que nos convoquen a una concertación política para acordar diez puntos centrales. Alberto tiene que reaccionar, si no, algo va a pasar”. En el universo sindical el caso Antonio Caló, realmente caló. Su salida del poder de la UOM después de 18 años a manos del kirchnerista Abel Furlán fue interpretada como una señal inequívoca del destino.
De esa primera reunión salió la idea de la convocatoria del jueves en el Ministerio de Economía, donde se firmó un documento de buenas intenciones. Nadie confía mucho en ese proceso. Tanto sindicalistas como empresarios descreen de los controles en las góndolas y tampoco se entusiasman con un pacto de precios y salarios. La UIA entiende que de esa conversación puede surgir una canasta de productos básicos con valores acordados y algún tipo de coordinación sobre las restricciones al consumo energético. Un bono a los trabajadores privados está fuera de su menú. La CGT reclama un acuerdo político más amplio para dar certezas y que los salarios no pierdan tanto contra la inflación.
Lo más sorprendente es que tampoco en el Gobierno apuestan mucho a esa estrategia y dicen que si la inflación de marzo cierra en 6% descorchan un champagne. No es un tema que sensibilice profundamente a Martín Guzmán, a quien el Presidente puso al frente de esa mesa que comparte con Matías Kulfas y Claudio Moroni. Es más, el ministro de Economía entiende que hoy la inflación es un tema más político que técnico, y que el verdadero responsable de dar certezas es Alberto Fernández porque, según su visión, es la interna la que mete ruido en el clima social y la que dilapidó en pocos días el rédito de haber cerrado el acuerdo con el FMI. Por eso también se dio margen para avalar la propuesta de Fernanda Raverta para otorgar un bono a los jubilados. Está convencido de que, como ocurrió durante la pandemia, en Washington domina una actitud más flexible para entender los datos argentinos por el impacto de la guerra en Ucrania. En clave de Groucho Marx sería algo así como “tengo estos números, pero si no les gustan, tengo estos otros”. Para eso ya acuñó un verbo que simboliza el nuevo contexto: “recalibrar”, casi un homenaje al “reperfilar” de Hernán Lacunza. En la Argentina siempre hay que usar verbos con “re” ante la inestabilidad de la macroeconomía. Un dato importante de la reunión del jueves en el Palacio de Hacienda fue que solo hubo funcionarios albertistas. Ese mismo día, el delegado kirchnerista para la materia, Roberto Feletti, dijo: “Milagros no hago”, en referencia a la inflación. No fue casual. La vicepresidenta ordenó correrse de ese foco y dejar que “los que gobiernan” lo resuelvan solos.
Pero Guzmán tiene un tema que lo obsesiona mucho más: la próxima suba de las tarifas de gas y de luz. Está convencido de que Cristina Kirchner no aceptará de ningún modo el aumento que propone y que eso desatará otra batalla frontal. Es consciente del odio que le tomó la vicepresidenta, pero cree que una reconciliación es posible. Una sobrestimación del componente racional de la señora. Las disputas principales estarán en el porcentaje a aplicar a los sectores medios (él busca al menos un 40% y en el Instituto Patria no están dispuestos a pasar del 20%) y en el esquema de segmentación. Hay una idea de morigerar la carga en domicilios y profundizar la de los sectores comerciales. Por ahora, Guzmán está focalizado en garantizar que no habrá faltante de gas en el invierno para las familias. Las últimas semanas y los últimos viajes los dedicó a eso. Se entusiasma con un acuerdo que firmarían la próxima semana con Bolivia, en el marco de una visita del presidente Luis Arce. Desde hace años que La Paz le vende más volumen a Brasil porque consigue un mejor precio. Ahora se recompondría un poco.
Postales con mensajes
Dos fotos de esta semana encendieron las alertas en la Casa Rosada. La primera fue la de Máximo Kirchner con Pablo Moyano, ausente de las reuniones de la CGT con el Presidente. El mismo líder camionero había encabezado un acto contra el Gobierno hace algunas semanas y firmado un documento con otros gremios para advertir que “ante cualquier ajuste nos convocaremos nuevamente en las calles”. Su padre, Hugo, ya grande y enfermo, llamó al Gobierno para aclarar que solo eran berrinches de su purrete. Y el propio Pablo se reunió el viernes con Julio Vitobello para dar señales de concordia. Pero hay una realidad inocultable: la cúpula de la central está partida y Moyano hijo encarna la resistencia. La otra imagen que hizo ruido fue la de Juan Grabois junto a Eduardo Belliboni en el acampe en la avenida 9 de Julio en reclamo de planes sociales. El líder de la CTEP, que el año pasado compartió la lista con el FDT, participó de una protesta contra el Gobierno. Un calco del accionar de Pablo Moyano en el mundo gremial.
Detrás de estos movimientos hay una estrategia desplegada por Cristina Kirchner, que ha pasado de las críticas verbales a la acción correctiva de un gobierno que, según ella, extravió el rumbo. No hay una voluntad de afectar la institucionalidad, porque ella también se preocupa en mantener a Wado de Pedro como garante y se aseguró de que el acuerdo con el FMI se aprobara (en su entorno subrayan que su proyecto para gravar a los capitales en el exterior es una aceptación implícita del pacto porque apunta a pagar la deuda. Agregan que no es una idea mal vista por EE.UU., que alienta una agenda antievasión y antilavado. De allí la reunión sonriente con el embajador Stanley). Pero en un contexto tan volátil el intento de arrinconar sin empujar puede ser demasiado riesgoso.
Cristina sí ha confesado en uno de los escasos encuentros que tiene (hoy la mayoría de los llamados no pasan del filtro de su secretario Mariano, un consuelo para Alberto) que el recurso de las cartas públicas para intentar cambiar el rumbo está agotado y que es necesario actuar directamente. Busca una rendición incondicional del Presidente para retomar algún tipo de vínculo, lo que traducido en hechos sería el descabezamiento de los tres ministros que se sentaron con gremialistas y empresarios y, fundamentalmente, el archivo definitivo de su proyecto de reelección, un microemprendimiento que enfurece a la señora porque supone que representa la garantía final de una derrota.
Quien interpretó en forma más combativa la nueva doctrina posruptura es Máximo Kirchner, que empezó a recorrer las bases camporistas del conurbano con un mensaje sinuoso. Uno de quienes escuchó su mensaje resume: “Los fogonea, les dice que desde el Gobierno los quieren cagar, que los traicionaron, que nadie debe dejar un raviol (por los lugares que ocupan en la administración pública) y que hay que dar la batalla”. Un dirigente que habló con él en estos días reconoce que “Máximo empezó a juntar a los que están en el borde, como Pablo o algunos movimientos”, y después agrega sin dar precisiones: “Busca operar algo”. La mirada de los intendentes bonaerenses es de desconcierto. No quieren que el diputado vaya a sus distritos porque agita el clima, pero temen desairarlo. Cuando Mayra Mendoza los invitó a la marcha camporista del 24 de marzo fueron 15, sobre un total de 70. Una cosa es Cristina, con su poder electoral residual pero efectivo, y otra cosa es su hijo, de incomprobable sintonía fuera de “la orga”.
La irregular geografía oficialista se terminó de completar con el regreso a las andanzas de Sergio Massa. Después de un período “institucionalista”, que concluyó en el invalorable aporte al Gobierno del acuerdo con el FMI, volvió a elongar para su competencia favorita: carrera en zigzag con obstáculos. Todo el universo del Frente de Todos interpretó sus últimos movimientos como una estrategia coordinada con Cristina y con Máximo, más allá de que él mantiene siempre una relación personal con Alberto. De sus usinas salió la versión de que en la próxima cumbre del Frente Renovador se podría reevaluar su permanencia en el FDT si no había un gesto de unidad (ese noche se sacó una foto sonriente con Horacio Rodríguez Larreta). Dos días después firmó con Máximo Kirchner un proyecto de reparación histórica a excombatientes de Malvinas y ayer posó junto con Cristina en un acto de homenaje por el 2 de Abril lleno de guiños mutuos (también estuvo con Alberto). Además se preocupó por dialogar con Graciela Camaño para encontrar en Diputados un camino que le permita sancionar la reforma del Consejo de la Magistratura que impulsa Cristina. Massa cree que para mantener su proyecto personal debe construir su futuro cerca del kirchnerismo; Alberto es un presente que se desgasta.
La anomia interna
Entre gobernadores que demandan acción y dosifican su compromiso con la Casa Rosada, gremialistas que le piden al Presidente reacción ante la inflación, referentes sociales que pasaron abiertamente a la resistencia y un kirchnerismo en fase activa, la coalición gobernante parece un multicolor Lollapalooza, el famoso festival donde cada artista actúa en un escenario distinto frente a su propio público. Después del trauma de la separación entre Alberto y Cristina sobrevino un gradual proceso de desgranamiento interno, cargado de posturas autónomas y gestos de autopreservación; cierta anomia funcional, marcada por dinámicas que no se generan desde el Gobierno sino de los actores políticos que lo rodean y que perciben una falta de comprensión real de la gravedad de la situación en la cúspide del poder. Hoy hay más riesgos de una larga agonía que de una ruptura formal.
El Presidente enfrenta este proceso con una calma que sorprende a muchos. Confía en los números que le acercan sus ministros más próximos, que muestran una expectativa de recuperación económica este año, a partir del cierre del acuerdo con el FMI. Cuando escucha los diagnósticos amenazantes dice compartir la preocupación por la inflación y sus efectos sociales pero riega la conversación de optimismo. Sin embargo, a veces se sincera puertas adentro. Un intendente que mantuvo una charla larga con él hace algunas semanas escuchó sus desconsuelos. Allí se quejó amargamente de las trabas que le pone el kirchnerismo y relató varias anécdotas que retratan cuan difícil le resulta administrar con ese nivel de obstaculización. La gestión sigue siendo para él un laberinto que no puede atravesar. A eso se sumó que en las últimas semanas volvió a incurrir en un problema que durante la pandemia le generó muchos dolores de cabeza: la improvisación a la hora de comunicar. La secuencia de la “guerra” contra la inflación, los “diablos” remarcadores y la “terapia de grupo” fue vista con inquietud hasta en su propio entorno.
Pero aun en esos momentos de reflexión compartida, no se olvida de que a pesar de todo sigue siendo el dirigente con mayor imagen positiva del espacio y vuelve a hablar de 2023. Algunos lo atribuyen a su particular habilidad para reconstruirse desde su debilidad. Otros, en cambio, aducen un mecanismo de negación y supervivencia.
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