El Monopoly de la Patria Grande y judicial
El Gobierno se muestra incapaz para concebir las relaciones internacionales como juegos pragmáticos de intereses comerciales, mientras sobreideologiza y judicializa los vínculos internacionales
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En la misma semana que se enfrenta con Uruguay por las diferencias en torno al futuro comercial de la región y del Mercosur, el gobierno de Alberto Fernández afronta tensiones con Ecuador en el terreno diplomático judicial. Detrás de esa divergencia hay una falla estructural del kirchnerismo en su cuarta versión: su incapacidad para concebir las relaciones internacionales como juegos pragmáticos de intereses comerciales y, por otro lado, su tendencia a la sobreideologización y judicialización de los vínculos internacionales.
Como sucede en el terreno de la política local, también en la arena regional e internacional al cuarto kirchnerismo le falta un foco en su visión económica que le sobra en su visión diplomático-judicial. Es la batalla judicial llevada al terreno de la geopolítica como dadora de sentido cuando se impone la dificultad para generar resultados contantes y sonantes en la esfera económica y comercial.
Los datos corroboran las limitaciones de la gestión exterior en materia económico-comercial. Desde 2015, la cantidad de empresas exportadoras de bienes cayó en un 15%. Mientras que en 2007 había 14.444 empresas, en 2021 quedaron reducidas a 9567.
Horas antes de que se conozca la sentencia en la causa Vialidad, Cristina Kirchner insistió en ese mapa de sentido, concentrado en lo judicial, que une puntos de la Patria Grande y la suerte judicial que corren expresidentes. “Lo que le pasó a Lula en Brasil, que es lo que le pasó a Rafael Correa en Ecuador, que es lo que me pasa y nos pasa”, le dijo al diario Folha de S. Pablo. “Lo que le pasa” a la vicepresidenta es el “Partido Judicial”.
El conflicto con Ecuador está centrado en el asilo que el gobierno argentino quiere otorgarle a una exministra de la presidencia de Rafael Correa, condenada por corrupción. Desde 2020, la embajada argentina en Ecuador le abrió las puertas a María de los Ángeles Duarte, la exfuncionaria de Correa que se refugió desde entonces en la sede diplomática.
Esa batalla internacional representa un mojón más en el relato geopolítico del lawfare. Sostener el asilo para la exministra de Correa es reforzar una lectura política en torno a las condenas por corrupción de gobiernos populares, en la jerga kirchnerista. Es decir, es insistir en un argumento político para la defensa jurídica de la vicepresidenta justo cuando se va a conocer su sentencia. Es la geopolítica kirchnerista en clave alegato de la defensa.
El conflicto con Ecuador por ese asilo es un sucedáneo de la tríada en la que Cristina Kirchner busca inscribirse para dotar de un sentido heroico la sentencia que hoy se dará a conocer en la causa Vialidad.
En la concepción kirchnerista, renovada por la vicepresidenta en esa entrevista, la explicación causal es: caída del Muro de Berlín, oleada de “gobiernos neoliberales” y despliegue de una nueva caja de herramientas para contener a los nuevos gobiernos populares, el lawfare.
En esa matriz conceptual, la geopolítica kirchnerista ve “poderes fácticos” en lucha contra “los gobiernos que fueron más allá de lo que el establishment les permitía”. No es la primera vez que la gestión de los Fernández salta las fronteras nacionales para inmiscuirse abiertamente con definiciones en torno a causas judiciales de otros países de la región. La lógica es idéntica: toda figura política del “campo popular” acusada por la Justicia en hechos de corrupción se convierte automáticamente en perseguido político. En julio de 2019, en su condición de candidato presidencial, Alberto Fernández visitó a Lula en la cárcel. “No dudo de su inocencia”, dijo entonces.
La intromisión en Chile
En Chile, el presidente argentino fue todavía más lejos: en su calidad de abogado, Alberto Fernández se presentó como amicus curiae ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y presentó un “análisis jurídico” en relación con la investigación judicial que se seguía en Chile contra Marco Enríquez Ominami, fundador del Partido Progresista, amigo de Fernández y figura central del Grupo de Puebla.
El presidente Fernández encontró en el lawfare, llevado al terreno geopolítico, el marco para una intervención indebida en asuntos de otro país.
A Ominami no lo persigue la Justicia chilena por desafiar al establishment, como plantea Cristina Kirchner en su argumentación. Fuentes independientes de Chile dejan clara la cuestión: Ominami y otros políticos chilenos no están perjudicados en una causa judicial, sino, al contrario, beneficiados. Se trata de una investigación judicial por delitos tributarios cometidos en el financiamiento de su campaña presidencial. Ominami y políticos de otros partidos quedaron sobreseídos por un tecnicismo. La polémica en Chile no se dio en torno a un supuesto lawfare, sino al beneficio judicial que representó ese tecnicismo para la clase política.
La saturación de sentido judicial sobre el mapa regional genera reparos diplomáticos. En Chile, este año, una filtración de documentos elaborados por el Estado Mayor Conjunto chileno dejó expuesta la visión que generó en Chile la actitud de Alberto Fernández. “Tiene la costumbre” de “inmiscuirse de algún modo en la política de algunos países vecinos”, decía uno de los documentos divulgados.
La intencionalidad puesta a la dimensión diplomática judicial contrasta con la debilidad de la visión comercial internacional. En octubre, en la cumbre de la Celac y la Unión Europea, Fernández llevó al límite esa falta de foco estratégico en la agenda comercial global de la Argentina. Fue en su discurso ante el alto representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell. “Hablando con Josep me enteré de que en el año 90 la Argentina y la Unión Europea firmamos un acuerdo de cooperación del que ni el canciller (Santiago Cafiero) ni yo ni nadie tenía idea que existía”, dijo Fernández, y desconcertó a la opinión pública. Fernández ensayó una causa para ese desconocimiento: el presidente de la Argentina –y, según él mismo, también su canciller– reconoció ignorar las negociaciones y el acuerdo marco del Mercosur con la Unión Europea de 1995, una de las pocas políticas de Estado que la Argentina ha podido sostener.
La tensión con Uruguay se enmarca en esa falta de coherencia y de sentido de una diplomacia sin norte económico y comercial. En 2019, el economista Ernesto Talvi, quien luego fue el ministro de Relaciones Exteriores no bien asumió Luis Lacalle Pou como presidente de Uruguay, ya planteaba una concepción del Mercosur y de la diplomacia completamente orientada a lo comercial. En la llamada “diplomacia constante”, Talvi planteaba la diplomacia como “una gran fuerza de ventas con oficinas comerciales en todos los mercados estratégicos para abrir el camino a nuevos productos”. Ayer, el canciller uruguayo, Francisco Bustillo, también tomó distancia de un “Mercosur que languidece en discusiones bizantinas”.
Lejos del relato de una Patria Grande ideologizada, en este caso Uruguay apuesta a una “soberanía comercial” basada en tratados internacionales y con un Mercosur flexible que tenga preferencias en las relaciones comerciales, pero que no ponga límites con sesgos ideológicos que frenan. Esto aparece en las antípodas de una visión kirchnerista que insiste en buscar en el mapa regional las falacias que confirman sus sesgos locales.
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