El mal manejo judicial de la deuda refuerza la importancia de pensar en un cambio
En economía hay diferentes caminos para arribar a soluciones, pero ninguno de ellos recomienda la negación del problema y la refutación de la realidad. El Gobierno manejó mal la cuestión judicial de la deuda , relativizó el problema y ahora, cuando hay un hecho consumado, lo niega una y otra vez. No estamos frente a un problema semántico, el término es lo de menos, la realidad es lo que debiera preocupar y ocupar a los funcionarios.
Un combo de tres vértices afecta la economía: inflación, recesión y aumento del desempleo. Una tiene que ver con otra y todas tienen que ver con el futuro.
Estamos ante una crisis de confianza. Los trabajadores no tienen certezas con respecto a su estabilidad laboral, nadie cree que su sueldo valga a fin de mes al menos lo mismo que al empezarlo, los emprendedores desconfían de arriesgar y los inversionistas deciden no invertir. Esta crisis de confianza no arrancó ayer ni hoy. Hace dos años decimos que el valor del salario se deteriora paso a paso inflación mediante, que se crean más puestos de trabajo en el Estado que en el sector privado y que la presión impositiva vuelve inviables muchas actividades.
Tenemos la segunda inflación más alta del mundo, el crecimiento de nuestro PBI en los últimos quince años es mucho más bajo que el de la mayoría de los países de la región, ostentamos una larga historia de corrupción pública (el caso del Indec es paradigmático y el de Boudou, vergonzoso) y el nivel de la educación argentina se deterioró notablemente en los últimos diez años.
Como dice Facundo Manes, tenemos un problema de miopía del futuro. Vemos sólo lo inmediato, actuamos sobre la coyuntura y a menudo equivocamos caminos porque los elegimos privilegiando la inmediatez.
Esta situación es difícil, pero no terminal, y tenemos que tomarla como una oportunidad para ponernos frente al espejo. Nada aprenderemos como sociedad si luego de este episodio retomamos ese estado emocional pendular que nos lleva a ser un día los mejores del mundo y al otro día a sentirnos un desastre.
La Argentina no es ni una ni otra cosa. No es una potencia, pero tampoco es una nación fracasada que esté destinada a sólo sobrevivir en un mundo cruel.
Tenemos muy buenas perspectivas en el mediano plazo. Nuestros recursos naturales y el potencial agroindustrial, emprendedor e innovador nos abren puertas. La clave para aprovechar esas oportunidades pasa por recuperar confianza.
En ese sentido, hay una hoja de ruta para el Gobierno: primero, decirle la verdad a la población: la economía está mal por una sucesión de errores que debemos enmendar con celeridad; segundo, que este revés judicial no afecte un solo puesto de trabajo; tercero, mirar más allá de mañana y notar que la mejor contribución que puede hacerle al futuro del país es normalizarlo para que desde 2015 podamos emprender de una buena vez el camino del progreso.
La inflación, la recesión y el desempleo son problemas urgentes que debemos resolver sin perder de vista las enormes oportunidades que nos ofrece el mundo. Para empezar, debemos recuperar la confianza y, para ello, nada mejor que ocuparnos de la realidad.
Estos días, más que nunca, queda claro cuál es el dilema que tiene la Argentina: cómo vamos a cambiar.
El cambio es inevitable, pero podemos cambiar de ciclo y entrar en una nueva etapa de populismo decadente, donde la impunidad, la incertidumbre y el patrioterismo ineficaz nos vuelvan a frustrar. Ese cambio sería la confirmación de un rumbo circular que periódicamente nos devuelve al punto de partida.
El cambio que necesitamos es más que una renovación de liderazgos. Debemos dar un paso adelante, hacia un futuro distinto y mejor; tenemos que iniciar una nueva época, donde la decencia política y la independencia de los poderes sean sagradas, las reglas de la economía, estables, y la igualdad de oportunidades para progresar, una realidad.
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