El lento ocaso del reinado de Cristina
En su momento más crítico exhibió su soledad y síntomas de declinación; las fallidas gestiones judiciales de Alberto Fernández y las razones de la inédita crítica a Néstor Kirchner; cómo cambia el escenario electoral con su apartamiento
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Corría diciembre de 2017 y Cristina Kirchner acababa de perder la elección legislativa contra el macrismo por poco margen. Alberto Fernández tampoco había tenido éxito como jefe de campaña de Florencio Randazzo. Los dos, frustrados, volvieron a verse después de mucho tiempo en la casa de la hoy vicepresidenta. Ella, golpeada políticamente, expresó sus temores por el efecto judicial que podía tener aquel resultado. En su lógica, los problemas en la Justicia se resuelven siempre como una ecuación de poder. Él encontró la rendija para ensayar un acercamiento: hizo gala de sus relaciones en los tribunales, desplegó sus contactos con la Corte Suprema y habló de su padrinazgo sobre algunos de los jueces clave de Comodoro Py, especialmente Julián Ercolini, a quien siempre calificó como “su discípulo predilecto”, una herencia por haber compartido la cátedra de Esteban Righi. La reconciliación quedó sellada sobre las tablas de la ley. El pacto judicial fue decisivo para el reencuentro político. Quedaron sepultados allí años de duras críticas y menosprecio que él hizo público en los medios y que ella ventilaba en privado. La última vez había sido dos meses antes, cuando intentó llegar a un acuerdo electoral con Randazzo y lo trató de “traidor” para rechazarlo como intermediario.
Ya como presidente, Alberto Fernández hizo algunos intentos por cumplir su compromiso con quien lo había designado al frente de la fórmula. En algún momento de 2020 se reunió con uno de los ministros de la Corte Suprema con los que tenía trato. Lo recibió con su amabilidad de anfitrión, un té y un escrito que había elaborado Carlos Beraldi, el abogado de Cristina Kirchner. Contenía algunas líneas judiciales y sugerencias relacionadas con las causas de la vicepresidenta. El juez se retiró perplejo y ofendido por tamaña insinuación. Allí empezó a resquebrajarse la relación con el máximo tribunal.
Más cerca en el tiempo, el Presidente se atrevió a llamar a su “discípulo predilecto” para expresarle en tono docente los errores que había cometido en la instrucción de la causa Vialidad. Ercolini siempre se incomodó con esa versión de la historia que lo ubicaba como alumno del presidente. Alberto Fernández en realidad había buscado transmitirle los conceptos que él mismo le había aportado a Cristina cuando escribió el libro Sinceramente. Allí la vicepresidenta ya le dedicaba fulminantes párrafos a Ercolini, a quien ubicaba casi en el mismo nivel de Claudio Bonadio. Fernández contribuyó especialmente con el capítulo judicial, que fue el más complicado, pero al mismo tiempo el que motivó esa exitosa publicación autoexculpatoria.
Mientras estos intentos fallidos demostraban los límites de la gestión disuasiva, durante el primer tiempo de la gestión el kirchnerismo fue consistente en su demanda a Fernández para torcer el rumbo judicial. Dos fuentes muy cercanas a él recuerdan, casi en los mismos términos, cómo durante la pandemia iban a Olivos con recurrencia los dos emisarios principales de Cristina en el tema: el viceministro de Justicia, Martín Mena, y, especialmente, Gerónimo Ustarroz, el representante del Poder Ejecutivo en el Consejo de la Magistratura y hermano de crianza de Wado de Pedro. “Nunca supimos qué hablaban, pero él nos llegó a comentar que el asunto era Cristina”, relató uno de esos funcionarios. Curiosamente, la ministra de entonces, Marcela Losardo, no participaba.
Cuando esta semana se conoció la sentencia contra Cristina por la causa Vialidad ya hacía mucho tiempo que la vía Alberto ya no era parte de la estrategia. Alguna vez se sabrá cuánto pesó en el distanciamiento entre ellos. La mujer que el martes expuso su ira frente a las cámaras también exhibió su profunda soledad. En el momento más crítico que le tocó vivir en materia judicial, emergió dolida y abandonada, primero por su gestor infructuoso. Si bien esperaban hace rato una condena, en el entorno de la vicepresidenta no pueden digerir que la hayan inhabilitado de por vida a ejercer cargos públicos, pero esencialmente que Julio De Vido haya sido absuelto. Es la comprobación más patética de la derrota. Los dos coroneles de Néstor que ella siempre desconfió, Alberto y Julio. Cerca de Fernández replican: “Cristina siempre nos responsabiliza a nosotros de sus penurias judiciales, pero ella se quedó con el Ministerio de Justicia, el representante en el Consejo, maneja la UIF, la Procuración del Tesoro, la OA. Que le diga a Wado entonces que hable con (el fiscal general porteño Juan Bautista) Mahiques, que va comer asados con él en Mercedes”.
El Presidente hizo los deberes para demostrar empatía en el desconsuelo. Organizó una cadena nacional para denunciar el inexplicable viaje de jueces, fiscales y empresarios de Clarín. Después de la condena llamó a Cristina para transmitirle su acompañamiento. En su entorno dicen que Alberto “está afectado en forma personal porque no puede creer lo de Ercolini” y que “no es concebible que la condenen por fraude cuando no está probada una responsabilidad directa de ella en las acciones”. Para el kirchnerismo, son detalles; la congoja presidencial no conmueve. Más allá de las llamadas humanitarias (las de ella cuando él se desmayó en Bali; las de él cuando ella fue condenada), ese vínculo está totalmente roto. Una prueba de ello fue el fallido acto programado para mañana. Nunca se pudo consensuar que estuvieran juntos en el escenario porque no había vocación por compartir una foto. Cuando Cristina comunicó que tenía Covid y que se suspendía, el entorno de Fernández se enteró por los medios. Nadie les había avisado. El espíritu de diciembre de 2017, seis años después, se esfumó.
El mito ya no es intocable
Pero la soledad que evidenció Cristina no solo expuso a los apóstatas. Por primera vez fue explícitamente crítica con Néstor Kirchner, una figura mítica en la construcción del relato. Si bien lo había mencionado al pasar en un discurso anterior cuando recordó que había habilitado la fusión de Cablevisión y Multicanal, ahora fue mucho más directa al referirse a ese episodio porque volvió a la consigna de que Héctor Magnetto (otro vínculo que Fernández prometió aceitar sin resultados) es el titiritero que busca ponerla presa.
En el fondo, se sintió desamparada frente a una sentencia que empezó a madurar al calor de un entramado de negocios que tuvo a Néstor como ideólogo y a sus amigos de intérpretes. Alguien que conoce de cerca a la vicepresidenta y estuvo en la cena del martes a la noche que ella compartió en Ensenada con lo más puro del kirchnerismo, explica: “Ella fue haciendo el duelo, por eso ahora se anima a decir cosas que antes prefería callar”. Es una manera de exorcizar los fantasmas del pasado, que incluyen la conflictiva transición de los pactos secretos que Néstor tenía con sus socios. “Néstor siempre nos decía: ‘Si Cristina te pregunta algo, vos no viste ni escuchaste nada’. Cuando enviudó, empezó a llamar uno a uno a López, a Báez, a De Vido, para reconstruir ese entramado”, relata un protagonista de aquella época.
Según esta versión, ella intuía los negocios pero no intervenía porque era la banda de Néstor, con la que nunca comulgó. Lo que esta narrativa ignora es la explicación de qué hizo después ella con esa organización, que es precisamente lo que la acaba de llevarla hasta su primera condena. “Con Báez yo no tengo nada que ver”, repitió en la entrevista con el diario Folha de San Pablo, un argumento extremadamente simplificado para una relación tan frondosa. El problema de Cristina empieza en 2010, porque si fuera cierto que hasta entonces no gravitaba, no alcanza para explicar cómo ese circuito se mantuvo durante su segundo mandato sin que ella mínimamente tomara una acción para desmantelarlo. Es el gran agujero negro en el relato de todo el kirchnerismo. Y la gran debilidad de la argumentación de la vicepresidenta.
Frente a este escenario adverso, ella decidió confrontar, con la Justicia, con los medios, con los empresarios, lo que ella define como “el poder permanente”, la imagen de Lago Escondido. Aunque está forzada a hacerlo desde una debilidad política que busca administrar para que le dure lo máximo posible. Sus enojos menos efectivos, sus corrimientos simbólicos -primero de la gestión, después de la postulación- la exhiben en un ocaso que intenta demorar, oculto detrás del acompañamiento de los incondicionales y de su caudal electoral residual pero sólido, que le permite seguir siendo un factor indispensable en el rompecabezas peronista. Aunque el lunes próximo apele otra vez a la militancia para llenar las calles y gritar contra “la mafia de Magnetto”. Ella asume que empieza a asomarse al final de su largo reinado.
La galaxia sin centro
Muy pocos en el entorno de Cristina sabían que en su mensaje post sentencia anunciaría su automarginación de la competencia electoral. Fue otro gesto de soledad personal, algo así como: “A todos aquellos que están cómodamente prendidos de mi pollera les digo que les llegó la hora de salir a ganarse el voto”. Los más afectados fueron los intendentes bonaerenses, quienes se habían acercado otra vez a ella con la expectativa de retener sus territorios. Emilio Pérsico, que creyó haber saldado sus deudas en su reciente encuentro con Cristina, se encontró con que su gesto ya no valía demasiado. Incluso el mensaje caló hondo dentro de La Cámpora, porque dejó al descubierto el histórico déficit de la agrupación: la falta de figuras de peso electoral propio. ¿Acaso no surgían nuevos líderes por carencias de los postulantes o porque Cristina los obturaba? Hasta Axel Kicillof, que en otro momento lo podría haber visto como una oportunidad, ahora quedó entre dos escenarios temidos: el riesgo de perder la provincia o, en su defecto, que le pidan ser candidato presidencial. Un referente del kirchnerismo lo sintetizó en una frase: “Hoy el clima es de confusión total, no hay un manual de instrucciones para reamar esto”. Por las dudas, muchos justifican la hipótesis de que es una decisión que Cristina tiene tiempo de rectificar ante un “operativo clamor”. Quienes más la conocen aseguran que no suele prometer en vano.
El problema es mayúsculo para un Frente de Todos que ya venía muy fragmentado, porque si el proceso no es administrado con cierta orden puede derivar en la definitiva fractura de la coalición y el final de cualquier chance electoral. En el entorno de la vicepresidenta interpretan que Cristina busca generar un efecto vacío que permita rearmar la coalición con nuevos actores. “La idea, mirada en el espejo de Lula, es perfeccionar la estrategia de 2019, con amplitud pero con una renovación generacional, y con la provincia de Buenos Aires alambrada”, grafica un dirigente de La Cámpora. Suena demasiado ideal para no creer que Cristina igual va a intentar hacer valer su peso electoral para definir un candidato.
Federico Aurelio, de la consultora Aresco, plantea esta duda al señalar que “la clave pasa por saber si ella va a apoyar a un puro propio que fidelice su voto, o si se abre a otras variantes, como podría ser Massa”. Y aporta un dato nítido para pensar que no se privará de ejercer su poder: “Cristina mide el doble de lo que reúnen Alberto y Massa. Ella suma 22 puntos de intención de voto, contra 5,5 de cada uno de ellos”. Pero si otra vez Cristina impone su decisión, sin abrir un margen para unas PASO, el Frente no sobrevivirá. Alberto Fernández todavía no decidió imitarla, pero ya dijo que su prioridad es que el espacio gane, lo que sus íntimos interpretaron como un adelanto de que no se presentará. Sergio Massa juega al marginado con el argumento del veto familiar. Parece poco para frenarlo si ve que se le abre una ventana. Cree que Cristina ya tenía la decisión tomada hace tiempo y que solo encontró la oportunidad para anunciarla y darle un sentido. Mientras tanto, hace su propio balance favorable de cómo llega la economía a fin de año respecto de julio, y pronostica una inflación de 5% para noviembre. Transmite mesura; también entusiasmo.
Pero el corrimiento de Cristina plantea una alteración de toda la galaxia política, porque como remarca Pablo Knopoff, de Isonomía, “el kirchnerismo, desde que es el centro del poder cuando le ganó al duhaldismo en 2005, fue el eje de la pregunta que definía las elecciones. En 2007 la pregunta era qué hacer con el kirchnerismo y la respuesta fue acompañar la sintonía fina y la transversalidad; en 2009 nos preguntamos qué hacer con el kirchnerismo y la respuesta fue De Narváez; en 2011 nos preguntamos qué hacer con Cristina y la respuesta fue acompañarla en su viudez; en 2013 fue el límite a la Cristina eterna; en 2015 fue un límite a algo parecido a Cristina que era Scioli para la victoria; en 2017 fue un límite al regreso de Cristina. En 2019, Cristina se corre y la pregunta por primera vez es sobre Macri, que había sido una buena respuesta sobre qué hacer con el kirchnerismo pero no para qué hacer con el propio macrismo. Ahora con su corrimiento, Cristina podría lograr no ser de vuelta la pregunta de la elección”.
Del recorrido histórico deriva una pregunta básica para interpretar el nuevo escenario: ¿Sin Cristina pierde fuerza la polarización? ¿Macri puede ser el principal damnificado de su decisión? A primera vista la respuesta podría ser afirmativa. Para el expresidente representa un desafío mayor sostener el sentido de su candidatura sin la amenaza de Cristina enfrente. Pero no está tan claro todavía que eso también represente que el partido electoral del año próximo vaya a jugarse en el medio campo de los moderados. Marina Acosta, de Analogías, sostiene que “mientras continúe la crisis, la polarización se va a mantener porque está arraigada en la sociedad. En los estudios cualitativos surge que la gente demanda liderazgos fuertes por la situación del país”.
El martes turbulento, el del fallo histórico sobre la corrupción, también comenzó a delinearse el escenario electoral de 2023. Justo a un año de la asunción del próximo gobierno, el futuro empezó a correr.
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