El kirchnerismo pone en juego el último bastión de la democracia
A la consolidación de la crisis económica, a la naturalización de la pobreza en niveles de país en caída, le sigue ahora el turno del regreso de la crisis política
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Con esmero de topadora, el kirchnerismo y la interna que sacude al Frente de Todos está derribando uno de los hechos políticos más consolidados de la Argentina de los últimos años. A pesar de la crisis económica sostenida, desde 2003, la Argentina logró una sustentabilidad política que ahora parece peligrar. De la estabilidad política con crisis económica y pobreza estructural, la matriz que se volvió tolerable en la Argentina después de los fragores de 2001 y el post-2001 inmediato, se llega ahora a la inestabilidad total, ya no solo en la esfera económica, sino también en la política: eso es lo novedoso. La creación más reciente del kirchnerismo es volver al pasado y reponer en el horizonte la incertidumbre generalizada, incluso hasta volver incierta la normalidad institucional electoral. E incluso, construyendo con dedicación su camino hacia convertirse en minoría.
“Ningún gobierno peronista se va sin terminar su gestión”, tuvo que aclarar en una entrevista radial el exministro de Defensa Agustín Rossi, a modo de respaldo a la gestión de Alberto Fernández. Sin dudas, una forma de apoyar a Fernández y de despejar la incertidumbre que termina, paradójicamente, reforzándola. La sola necesidad de la pregunta sobre la debilidad presidencial habla de una inquietud que se instaló en la conversación social. Y la aclaración obligada de Rossi consolida la inestabilidad política: no hace más que subrayar lo que se quiere ocultar, la debilidad de Fernández y los riesgos institucionales que eso implica.
Hay que poner los hechos en perspectiva. En 2019, mientras el cisne negro de la crisis política de representación y de la toma de las calles por la ciudadanía sacudió el orden político del oasis macroeconómico de América Latina, a Chile me refiero, la Argentina de la crisis macroeconómica parecía haber dejado la incertidumbre política atrás. La política argentina balconeaba esa crisis que acorralaba la presidencia de Sebastián Piñera con argumentos que subrayan el valor del peronismo para incluir a los más desposeídos. Se escapaba el dato de que Chile había reducido la pobreza del 39% en 1990 al 8,6% en 2018, que el índice de desigualdad Gini había pasado de 0,54 a 0,45 en el mismo período y que la inflación había pasado del 22% en 1990 al 2% anual en 2018. Pero la calle argentina estaba en orden. Chile pasó de representar el caso de orden político y económico a convertirse en un signo de pregunta en esos dos frentes a partir de esas crisis y la reforma constitucional en marcha.
En Perú, la política coalicionista argentina encontraba otro caso a partir del cual diferenciarse para subrayar, otra vez, la fortaleza del sistema político argentino a la hora de canalizar en elecciones libres demandas sociales vía presidencias estables. El mismo análisis se plantea ahora con la crisis del presidente peruano Pedro Castillo, de extrema izquierda, que deberá enfrentar en el Congreso la posibilidad de su destitución. Perú viene llevándose puestos presidentes desde hace años. Sin embargo, construyó una continuidad no desde el lado del sistema político, cada vez más fragmentado e inestable, sino desde la sostenibilidad económica.
La Argentina va en camino de poner en duda el único bastión de estabilidad que había alcanzado: el de su sistema de coaliciones y su respeto por el orden electoral. El capricho de Cristina Kirchner en 2015, cuando se negó a participar de la ceremonia de traspaso de poder, fue una alerta. Ahora, la puja entre el cristinismo puro y el presidente Alberto Fernández y el perokirchnerismo que le es más afín instala una preocupación sobre cómo impactará esa disputa de poder en la matriz de la democracia argentina y en la continuidad presidencial. Atenta, paradójicamente, contra un logro que en parte fue de Néstor Kirchner, la consolidación de la autoridad presidencial y una continuidad democrática indiscutida. Pero la interna peronista no se detiene y llega para revivir un cisne negro que parecía extinguido: así lo dejan ver las versiones de salida anticipada del Presidente que se escurren desde el Frente de Todos por la afirmativa, en off the record; por la negativa en forma pública o por las alusiones veladas.
“Los que estábamos allí entendemos que hay que fortalecer el Frente de Todos, fortalecer la unidad, el liderazgo del Presidente y la gestión”, dijo también Rossi sobre el encuentro que organizó el fin de semana en Santa Fe, en apoyo de Fernández. Solo necesita fortalecerse lo que está débil. Y en el caso de la gestión kirchnerista, la debilidad es de la unidad, el liderazgo presidencial y la gestión. La fortaleza, parece, está del lado del liderazgo vicepresidencial y de su poder para dividir en medio de la interna.
Fue la misma Cristina Kirchner la que, en el acto del 2 de abril, alentó implícitamente esa lectura de debilidad presidencial y riesgo de una gestión interrumpida en la comparación que planteó con la presidencia de Raúl Alfonsín y el peso del FMI como factor clave de esa salida. En lugar de una carta, la vicepresidenta aprovechó el libro del sociólogo Juan Carlos Torre, Diario de una temporada en el quinto piso, para hacerle saber al Presidente su debilidad y los riesgos que vislumbra.
Desde el gobierno de la Alianza que la política no plantea tan abiertamente la posibilidad de una salida anticipada de un gobierno. Ni siquiera la crisis económica y social que se disparó en los últimos dos años de gestión de Cambiemos alcanzó esos niveles de exhibición de versiones en torno a la ruptura de la normalidad democrática. La presidencia de Mauricio Macri logró revertir la maldición de los gobiernos no peronistas que no habían logrado hasta ese momento terminar sus presidencias. Y atravesó esas aguas sin pasar por un clima de inquietud tan generalizado como el que atraviesa ahora a una presidencia peronista. Toda una novedad. Y todo por fuerza de la disputa de poder descarnada dentro del mismo peronismo. Todo el pasado por delante: en este caso, el de las internas peronistas y su impacto en la política nacional.
A la consolidación de la crisis económica, a la naturalización de la pobreza en niveles de país en caída, le sigue ahora el turno del regreso de la crisis política. El kirchnerismo y su interna vienen horadando una utopía que parecía hecha realidad en diversos sentidos. Por un lado, la de una Argentina de coaliciones flexibles que degluten las demandas cambiantes de la ciudadanía con inteligencia electoral; que digieren la insatisfacción de los votantes por cada gestión que no les cumple: una nueva recombinación de aliados habilita nuevas promesas, y también nuevas insatisfacciones, pero, al menos, la rueda de la continuidad democrática sigue girando. Por otro lado, que la política venía logrando en la Argentina el control de la calle y de la crisis social, a pesar de una economía que vuelve siempre a la crisis, a partir del armado territorial, legado por los gobiernos peronistas, que administra el conflicto social y sostiene la paz social a pesar de todo.
Hasta hace poco, la Argentina parecía haber solucionado problemas que países vecinos todavía padecen, aunque no lo haya hecho tan bien como Uruguay, por ejemplo. Para la organización V-Dem, que ausculta la calidad de las democracias en el mundo, en 2020, Uruguay estaba segundo en América Latina en el ranking de democracia electoral y democracia liberal, después de Costa Rica.
El caso de Perú merece detalles por el contraste con la Argentina. Julio Velarde se mantiene desde 2006 como titular del Banco Central de la Reserva del Perú y ha sobrevivido a la caída de siete presidentes. El mismo Castillo lo confirmó en su cargo. La cuestión es que Perú compensa inestabilidad política extrema –con expresidentes suicidados, presos o destituidos– con paz económica y financiera sostenida: en 2021 el crecimiento fue el mayor de Sudamérica, con un 13%, y la inflación anual llegó al 6,43%.
Los últimos terremotos sociales y políticos de la Argentina se retrotraen a 2001 y luego, a la crisis del campo. Después, los cimbronazos de quiebre de la paz social se canalizaron con eficiencia con política social: no disminuyó la pobreza, pero sí se consiguió su control.
La sociedad argentina naturalizó la convivencia con la crisis económica: toda generación tiene su inflación, su corrida cambiaria, sus dólares en el colchón. También se las arregló para convivir con niveles de pobreza de 30% como mínimo. No toda flexibilidad es buena: la flexibilidad para digerir la decadencia es un trampolín hacia la nada. La cuestión es si ahora, además, se va a naturalizar la inestabilidad política. Si es así, el vacío puede no encontrar su fondo.
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