El Gobierno, víctima de una estrategia suicida
Fue la que definió Cristina Kirchner, y Alberto Fernández aceptó, en diciembre de 2020: que las negociaciones que se habían abierto con el Fondo se postergarían hasta después de las elecciones
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Alberto Fernández observa con inquietud el endurecimiento del Congreso frente a sus tratativas con el Fondo Monetario Internacional. A tal punto que, en estas horas, el equipo jurídico del Ministerio de Economía estudia la posibilidad de eludir la discusión parlamentaria con un decreto de necesidad y urgencia. Fernández no observa que sobre él se cierne otra tormenta: también el Fondo se endurece. Los compromisos que el Presidente asumirá en China, con un memorándum de adhesión a la Ruta de la Seda y la aceptación de inversiones en el campo nuclear, modificarán el temperamento de potencias decisivas en el directorio de ese organismo. Fernández espera que Pekín ceda ante un requerimiento para el cual, hasta ahora, viene siendo inflexible: que los renminbis que constituyen parte de las escuálidas reservas del Banco Central puedan ser utilizados para operaciones comerciales con la propia China.
En varias cancillerías tomaron nota de otra novedad: el 27 de diciembre el Ministerio de Relaciones Exteriores envió a China un documento solicitando financiación para un listado de 17 emprendimientos de infraestructura. El número 13 se refiere a “proyectos de conectividad y fibra óptica”. ¿Huawei será adoptado como operador de la tecnología 5G?
Este acercamiento es determinante no solo para la conducta de los Estados Unidos. Influye también sobre Japón, vecino de China y segundo socio del Fondo; y sobre Alemania, que es el tercer accionista, después de los chinos. Los Estados Unidos, Japón y Alemania celebraron el viernes pasado el “avance en un principio de acuerdo”. Sin embargo, dejaron claro que todavía falta “un programa fuerte y creíble que garantice el crecimiento de la economía argentina”. Traducido: seguirán negociando, incorporando ahora las resoluciones que Fernández anunciará en Pekín. Un detalle: Gustavo Beliz, responsable de monitorear la relación política con los principales accionistas del Fondo, desistió de viajar a China. Él sabe que el frente diplomático, aunque menos estridente, puede ser un obstáculo mucho más desafiante que el Congreso para alcanzar un acuerdo por la deuda.
El Gobierno está pagando un costo altísimo en la negociación con el Fondo. No se debe a las exigencias draconianas de ese organismo. Se debe a su disparatada manera de tomar decisiones. Un camino que, en la emergencia, podría ahora desembocar en tener que aprobar un eventual entendimiento con un decreto de necesidad y urgencia. Es lo que hoy está estudiando el equipo legal de Martín Guzmán.
El oficialismo está siendo víctima de una estrategia suicida. Fue la que definió Cristina Kirchner, y Fernández aceptó, en diciembre de 2020. En esa oportunidad se resolvió que las negociaciones que se habían abierto con el Fondo, para alcanzar un acuerdo en febrero de 2021, se postergarían hasta después de las elecciones.
Esa decisión estuvo basada en la convicción de que los ajustes a los que obligaría ese entendimiento, en especial un aumento de las tarifas energéticas, conduciría a un fracaso electoral. Como les ocurre a menudo, los líderes del kirchnerismo, sobre todo la vicepresidenta, no analizaron el costo del camino alternativo que estaban escogiendo. La opción de seguir renunciando a un programa en medio de la crisis deterioró todavía más las principales variables económicas. Por encima de todas, la inflación. El consecuente deterioro de los ingresos de la población condujo a la derrota en las primarias de septiembre. Las decisiones de emergencia que se adoptaron después de ese resultado no consiguieron revertirlo. Había sucedido lo que era de esperar. Los ajustes se produjeron igual. Solo que no fueron dispuestos por leyes, decretos o resoluciones. Los dispuso la realidad, por el desistimiento de los encargados de gobernar.
Así se llegó a la situación actual, que es dolorosa por dos razones evidentes. Los desequilibrios que hay que revertir son más graves y exigen recortes más desagradables. Y los recursos del Estado para mantener alguna autonomía en la negociación, son mucho más escasos. Fernández llegó al viernes, la fecha del último vencimiento con el Fondo, con un Banco Central carente de reservas. Para que el pago de 700 millones de dólares no desnudara esa situación, acelerando la corrida contra el peso, tuvo que anunciar que se había alcanzado un arreglo. De ese modo, los agentes económicos entenderían que las divisas de las que el Central se desprendía esa mañana serían recuperadas más adelante.
Fernández montó un simulacro. Leyó un texto desde Olivos anunciando el cierre de la negociación. La verdad es que solo se había acordado un calendario de metas fiscales para reducir el déficit a 2,5% del PBI en 2022, 1,9% en 2023 y 0,9% en 2024. El Presidente se ufanó de que no le hubieran exigido llegar a déficit cero. Que no se le exigiría lo que nunca se le iba a exigir: una reforma laboral y otra previsional. Y que los compromisos asumidos no impactarían en los servicios públicos.
Lo único que había ocurrido es que se había pactado esa contabilidad fiscal. Quedó claro en el comunicado emitido por el Fondo el mismo día. Allí se informó que la vicedirectora para el Hemisferio Occidental, Julie Kozack, y el jefe de la misión para la Argentina, Luis Cubeddu, “han llegado a entendimientos sobre políticas clave, como parte de sus discusiones en curso sobre un programa respaldado por el FMI”. Se detalló además, desmintiendo al Presidente, que “acordamos que una estrategia para reducir los subsidios a la energía de manera progresiva será fundamental para mejorar la composición del gasto público”. La economista del Fondo, Gita Gopinath, enmendó a Fernández, tuiteando que las metas de déficit incluían “0% para 2025″. El paso que se había dado era tan provisorio que, como deja ver la declaración, el director para el Hemisterio Occidental, Ilan Goldfajn, todavía no era parte de las conversaciones.
Quiere decir que Fernández, con tal de demostrar que los 700 millones de dólares que pagó ese día no estaban del todo perdidos, quedó atrapado en la transacción. Renunció a la principal ventaja de haber pagado: mantener cierto grado de firmeza en la discusión. ¿Cómo romper ahora un pacto que ya se había, como él mismo dijo, “firmado”? El poder de negociación de la Argentina se redujo a cero.
En ese intercambio faltan capítulos cruciales. Uno de ellos es el temido recorte de subsidios energéticos, que no debería ser menor a la inflación. En este caso los interlocutores del Fondo serían funcionarios como el secretario de Energía, Darío Martínez, o el subsecretario de Electricidad, Federico Basualdo, que no responden a Martín Guzmán. Otra cuestión traumática, que siempre recuerdan los técnicos de Washington, es que la tasa de interés debería estar por encima de la inflación. La consecuencia de esta decisión es que al Tesoro le sería mucho más costoso financiarse en pesos. Es decir, estaría obligado a emitir más, subir más los impuestos, o reducir el gasto. La suba de la tasa de interés tiene otra consecuencia, acaso la más delicada de todas: aumenta la ya insoportable exigencia del Banco Central para pagar sus letras. Los pasivos remunerados de la entidad rondan hoy los 5 billones (sic) de pesos. Si el costo del dinero aumenta, hacer frente a los vencimientos de esos papeles se hará imposible. ¿Cómo se sale de esa encerrona? Podría haber una desagradable reestructuración, similar a aquel plan Bonex dispuesto por Erman González en diciembre de 1989. Aunque la receta más probable sea una devaluación de la moneda. Para atenuarla, Miguel Pesce aclaró ayer que el Fondo hará un desembolso adicional para fortalecer las reservas de su entidad. Lo tradujo enseguida, fastidiada, Alicia Castro, en un tuit: “Vamos a hacer lo mismo que hizo Macri”. Lo que interesa subrayar: toda esta agenda, delicadísima, está todavía por analizarse con el Fondo.
La pregunta inevitable, que se realiza casi todo el oficialismo, es por qué se llegó a este punto de la conversación en semejante estado de fragilidad. Una respuesta general es aquella decisión de la señora de Kirchner, de evitar medidas antipáticas durante la campaña electoral. Pero hay una razón más específica. El extravagante estilo de negociación de Guzmán.
El ministro de Economía sembró de fabulaciones el microclima del oficialismo. Admitió que podría conseguir un período de gracia de 20 años para pagar el crédito. Que habría un recorte en las sobretasas por lo que excede la cuota argentina. Que se podría pagar parte del pasivo con bonos ambientales. El último Eldorado de Guzmán fue que Rusia o China transferirían a la Argentina parte de sus Derechos Especiales de Giro para mejorar el nivel de reservas y seguir negociando sin urgencias. Pero, como explica un funcionario cercanísimo al Presidente, “a último momento descubrimos que los bancos centrales de esos países son independientes y no obedecen a conversaciones políticas”.
El más irritante de los incumplimientos de Guzmán, el que encendió la hoguera el viernes pasado, es que en 2023 habrá que reducir el déficit en 0,6% del PBI. En el entorno de la vicepresidenta aseguran que él había garantizado un año electoral libre de ajustes. Sarasa.
Guzmán se atrajo el fastidio de todas las tribus oficialistas. Alberto Fernández también se queja de haber sido engañado. Sobre todo después de que, la noche del jueves, Sergio Massa corroboró, en una comunicación con su amigo Juan González, el encargado de América Latina de la Casa Blanca, que los términos del debate con el Fondo no eran los que había informado el ministro. Fernández está agradecido a Massa, porque cree que con esa llamada consiguió una intervención política del gobierno de Joe Biden que salvó al acuerdo del naufragio. A esa hora Guzmán y su alter ego, Sergio Chodos, emitían una foto desde el Palacio de Hacienda, uno con su laptop, el otro chateando con el celular, en la que parecían dos estudiantes atragantándose con la última bolilla del examen que deberían rendir a primera hora del día siguiente.
La indignación con Guzmán aumenta hasta niveles inconvenientes. Un colaborador del Presidente afirma que la propia Kristalina Georgieva pidió a Gustavo Beliz que él mismo haga cargo de la representación del Gobierno para sacar a las negociaciones de un pantano. La novedad fue corroborada por fuentes diplomáticas. Esa información hace juego con este dato: hace ya un mes, Julie Kozack formuló ante más de un interlocutor argentino el siguiente interrogante: “¿El Presidente sabe que su ministro, por lo que nosotros vemos, lo está llevando a un callejón sin salida?”. Milagroso lo de Guzmán: en su contra coinciden los Kirchner, Fernández y Georgieva. Si dura, es porque es imposible coincidir en la identidad de un reemplazante.
La misma incógnita comenzó a predominar en los sectores más combativos del kirchnerismo. Así nació Soberanxs, la agrupación que lideran Alicia Castro, Amado Boudou, Gabriel Mariotto y que integra un socio del Frente de Todos como es el Partido Comunista. Esos dirigentes comenzaron a presionar desde la izquierda con alternativas radicalizadas: ir a La Haya o convocar a un plebiscito, por ejemplo. Ellos no esperan nada de Fernández. Pretenden romper el silencio de la señora de Kirchner.
La controversia sobre el Fondo, por la relevancia que le conceden los actores, es capaz de modificar la geometría del oficialismo. Hasta ahora podía identificarse un polo, el de los que propiciaban un acuerdo, entre los cuales estaban los propios funcionarios del organismo. En el otro extremo, Cristina Kirchner y quienes creen, como ella sostuvo en Tegucigalpa, que el Fondo es un agente del neoliberalismo para debilitar a los Estados, con consecuencias indeseables para las sociedades, como la expansión del narcotráfico. En el medio, haciendo equilibrio, Alberto Fernández.
Desde el viernes, Fernández se asoció a Washington. Del otro lado quedó el kirchnerismo rupturista. Ahora la que hace equilibrio es la vicepresidenta. Este es el contexto en el que se hace comprensible la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de diputados.
Todas las informaciones convergen en que se trató de una decisión personal. Es decir, que no es parte de una estrategia acordada con su madre. Ni el punto de partida de un curso de acción que seguirá La Cámpora. Máximo Kirchner explicó en el texto de su dimisión que no estaba en condiciones de defender una estrategia negociadora y un acuerdo con los que no coincidía. Sostuvo ante sus interlocutores inmediatos que su permanencia al frente de la bancada sería motivo de chicanas y agresiones que perjudicarían al Presidente. Machacó con que es un gesto individual, acaso temiendo que si fuera una convocatoria colectiva no contaría con demasiados seguidores.
Sobre las motivaciones más íntimas y profundas de esta decisión solo caben las incógnitas. ¿Se corrobora aquella versión según la cual el diputado Kirchner tiene una hipersensibilidad al bullying que le hará la oposición, sobre todo la de izquierda, por defender un programa de austeridad? ¿Pesa tanto la mitología de su padre, en especial la relacionada con el Fondo, sobre su comportamiento? ¿Será que estaba incómodo con el rol de jefe de bancada? ¿La renuncia coronó una insatisfacción que había comenzado con el involuntario hundimiento de la ley de Presupuesto? Son especulaciones razonables. Pero no hay respuesta.
Hay, sin embargo, consecuencias objetivas. La más ostensible es que la principal víctima de la renuncia de Máximo Kirchner no es Alberto Fernández, sino Cristina Kirchner. Ella se muerde la lengua con tal de no manifestar su enojo con las tratativas con el Fondo. Ahora el gesto de su hijo, si no la obliga a pronunciarse, la deja expuesta. Lo hizo en privado, con esta explicación: “A Máximo lo hicieron estallar. No estoy de acuerdo con lo que hizo. Pero entiendo muy bien por qué lo hizo”.
Habla de su hijo. Y habla de ella. También con algún derecho. La relación con la Casa Rosada se ha vuelto tan disparatada que el Presidente comunicó a su vice el miniacuerdo que estaba a punto de anunciar solo por la presión que ejercieron, desesperados, algunos de sus amigos. Fernández y su vice casi no se hablan. Para persuadir a ella sobre los beneficios de su negociación, él, en persona, gestionó una declaración de Lula da Silva, quien a las 14:10 del viernes celebró, vía Twitter, que la Argentina haya “conseguido negociar un acuerdo que preserva su soberanía y la posibilidad de desarrollo el pueblo”. Es la segunda vez que Fernández apela a Lula para convencer a la señora de Kirchner: la primera fue en 2008, cuando amagó con renunciar después de la derrota frente al campo.
Algo va mal. En la cúpula del poder se intercomunican a través de un brasileño. La semana posterior a las elecciones, se supo por una carta, las reuniones infructuosas con Fernández habían sido diecinueve. ¿A qué número habrán llegado ahora? Quien, se suponía, era la titiritera, pasó a ser títere. Cristina Kirchner se siente manipulada por el exasperante temperamento passive aggressive de quien, se suponía, era su pupilo.
Leopoldo Moreau entró en escena para darle una salida: dijo que los legisladores del Frente de Todos intervendrían desde el Congreso en la negociación con el Fondo para que no llegue una propuesta imposible de ser votada. Hay que leer esa declaración de Moreau en pendant con las afirmaciones de Goldfajn delante de banqueros, publicadas por Sofía Diamante, ayer, en LA NACION. El máximo responsable técnico de la negociación con la Argentina explicó que se pactaría un programa mínimo. Fue más allá: dijo que no resolvería los desequilibrios económicos del país. En otras palabras, ya todas las concesiones fueron hechas. Goldfajn ratificó que debe ser aprobado por el parlamento. Balance: Alberto Fernández puede correr el riesgo de repetir el calvario de Carlos Alvarado, el presidente de Costa Rica, quien a fines de noviembre se resignó a decir: “El acuerdo con el Fondo peligra, pero ya no está en mis manos. Está en manos del Congreso, que no se pone de acuerdo en aprobarlo”.
La derivación concreta de la renuncia de Kirchner es que Alberto Fernández logró capturar la presidencia del bloque. Quedó para Germán Martínez. Fue la sombra de Agustín Rossi cuando el santafesino ocupaba el mismo cargo. Hoy Rossi está muy cerca de Fernández. Cristina Kirchner, hay que recordarlo, lo enfrentó en la interna santafesina apoyando a Omar Perotti. Pero ella no pudo vetar a Martínez. Hay alguien feliz: Massa. A pesar de la cercanía, siempre le resultó incómoda la presencia de Máximo Kirchner al frente del bloque. Ahora se dispone a tomar el control absoluto de la Cámara. ¿Lo logrará? ¿O habrá una fractura del bloque peronista? Si ese fuera el caso, los números indicarían que la Casa Rosada controlaría alrededor de 85 bancas, contra 30 disidentes kirchneristas. Un detalle que hay que anotar: Axel Kicillof saludó el anuncio de Fernández y, niño mimado de los rusos, acompaña al Presidente a Moscú y Pekín. Habría que observar ese vínculo.
Detrás de la aritmética parlamentaria asoma, brumoso, un gran enigma: ¿tendría viabilidad un gobierno de Fernández sostenido por una parte del PJ y por Juntos por el Cambio, en conflicto con el kirchnerismo? Es una pregunta prematura. Pero ayer en la cúpula de Juntos por el Cambio quedó clara una posición: frente a los que propusieron esperar la Carta de Intención, o votar a consciencia, Mauricio Macri sostuvo que acompañar al Gobierno entraña el altísimo riesgo de quedar pegados a un desastre. La regla es infalible: no hay paz si no la deciden los halcones.
Todo el proceso puede tener otra lectura. Fernández defiende el acuerdo con el Fondo y, al hacerlo, se abraza, por primera vez, a un programa de gobierno. Aníbal Fernández hostiga al hijo de la vicepresidenta: está claro quién le hizo oler el sweater para que sepa contra quién hay que ladrar. Máximo Kirchner entrega una colina importante del sistema de poder. Sin el acuerdo de su madre, que debe tolerar un acuerdo para el que no fue consultada. Para entender este nuevo mundo hay que recordar un dato: el Frente de Todos perdió las elecciones. Y la jefa del Frente de Todos es, hasta ahora, Cristina Kirchner. La polémica económica es el papel de tornasol para que se advierta que ha perdido autoridad.
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