Murió Carlos Menem: 2003, el año en que descubrió que su tiempo había pasado
Todo en él era una postal de otra época. Sus trajes cruzados en tonos pastel, las corbatas anchas estridentes, la camisa a rayas con las iniciales CSM, la teatralidad regia de un hombre rodeado de acólitos que le susurraban al oído, el exceso de confianza contra todo pronóstico.
El Hotel Presidente, en la calle Cerrito, era la torre blindada donde Carlos Saúl Menemsoñaba en 2003 con el regreso al gobierno de un país empobrecido y con rabia que ya no era el que él había dejado tres años y medio antes. Desde la 9 de Julio subían a su oficina del primer piso los estruendos de las protestas que trajo el estallido del modelo impuesto en los dorados 90, la década en la que él parecía seguir anclado. "Pero, a ver, ¿vos con qué presidente conociste Miami?", le podía preguntar como si tal cosa a un periodista que ponía en cuestión el éxito de su administración.
El ocaso se filtraba en las palabras de aquel hombre de 72 años que llegó a tener una montaña de poder. "Voy a arrasar. El único que puede sacar a la Argentina del pozo se llama Carlos Saúl Menem", repetía, aunque los números de las encuestas fueran descorazonadores: el rechazo a su figura era abrumador, hasta un límite aparentemente inviable para ganar unas elecciones presidenciales.
Nadie le iba a quitar el intento de mantener el invicto electoral con el que tanto se pavoneaba. Pese a todo, tenía mejor intención de voto que nadie en carrera. Disfrutaba de su "nueva juventud", casado con la exmodelo Cecilia Bolocco y a la espera de otro hijo. Le armaban actos bajo techo, en los que atronaba una cumbia machacona llamada "Que vuelva Carlos (¡que vuelva ya!)". La desunión del peronismo lo hacía ilusionarse con el retorno en banda de sus antiguos seguidores.
Menem había lanzado la campaña presidencial el 20 de noviembre de 2001, el día después de haber sido liberado de la prisión domiciliaria por la causa Armas. El desgaste de su figura ya era inmenso, y el estallido de diciembre pareció ubicarlo del lado de los jubilados del poder. Él no pensaba lo mismo.
Eduardo Duhalde sufrió todo el 2002 el pánico de perder contra Menem. El tembladeral económico acentuaba la crisis del peronismo y no surgían candidatos al premio mayor. El próximo presidente iba a ser quien ganara las elecciones internas del PJ. Y el riojano sabía jugar en esa cancha.
Confiado en que todo se definía en el peronismo, Menem sumó a la fórmula a un peso pesado del partido: Juan Carlos Romero, gobernador de Salta. Descartó la idea inicial de buscar un extrapartidario que limara su mala imagen en el electorado independiente.
Su campaña era un festival a destiempo en un país en llamas. Hacía actos multitudinarios con música de Rodrigo y rodeado de artistas como Horacio Guarany. Prometía volver al 1 a 1, eliminar el impuesto a las ganancias, bajar el IVA. Se reía de sí mismo cuando repetía eso de "Síganme, no los voy a defraudar", como un Elvis en Las Vegas entonando viejos rocanroles.
Él debía saberlo. Un peronista que gobierna tiene herramientas institucionales que no salen en la Constitución. Duhalde primero forzó la máquina para suspender las internas abiertas y simultáneas que se habían aprobado por ley. Después, postergó la interna cerrada del PJ. Y por último, en enero de 2003, impuso un sistema de "neolemas": el partido no tendría un candidato único, sino que todos podrían competir, sin sumar los votos. Quedaron Menem, Adolfo Rodríguez Saá y Néstor Kirchner, el elegido del presidente en funciones.
La senadora Cristina
La decisión se cristalizó en un convulsionado congreso del partido, en el club Lanús. Los delegados menemistas se retiraron indignados por la maniobra, mientras les cantaban: "¡Llamen al gorila musulmán / paraaaaa que vea...!". Una congresal estrella toreaba desde el estrado a los derrotados: "¡Se es democrático cuando se es minoría y se banca la opinión de los demás!". Era la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner.
Menem se resignó a pedirle el voto a una ciudadanía que mayoritariamente lo consideraba culpable de una crisis sin precedente y que repudiaba la corrupción noventista. Seguía rodeado de caras de otra época: Alberto Kohan, Eduardo Bauzá, Alberto Pierri, César Arias, Fernando Galmarini, Ramón Hernández, Luis Patti. Armó un equipo técnico de exfuncionarios jóvenes (ahí estaba, por ejemplo, Rogelio Frigerio) que se esforzó por ofrecer un plan económico moderado, más allá de los coqueteos de un sector ortodoxo que agitaba la dolarización.
Las encuestas le mostraban un techo de hierro, imposible de perforar. Lo poco que hablaba con los medios era para acusar a Duhalde ("dictador", le decía). A Kirchner lo despreciaba, lo tildaba de "montonero" y hasta se permitía burlarse de él. "La gente se lo confunde con Tristán", decía. Después hacía una pausa, sonreía y aclaraba que el cómico, en realidad, era candidato suyo en Pergamino. No era broma. Le costaba digerir que en la fórmula rival se hubiera anotado como vice Daniel Scioli, uno de los pocos dirigentes que lo visitaban a diario en los días de prisión domiciliaria de 2001. "A ese lo inventé yo", decía, con desdén.
Flaca de ideas, la campaña se jugaba un pleno con un spot surrealista en el que gente de lo más diversa gritaba: "¡Vaaaaamos, Menem!".
Del Hotel Presidente –donde se movía como el dueño– volaba semanalmente a La Rioja –donde el gobernador Ángel Maza también lo trataba como el dueño–. El acto de cierre de campaña fue allá, en su tierra, rodeado de una liturgia caducada. "Vamos a ganar por 20 puntos", prometió a la multitud en el único lugar donde se animaba a dar discursos al aire libre.
Era consciente de la exageración. Las elecciones del 27 de abril se anticipaban parejísimas, con Kirchner expectante y un ascendente Ricardo López Murphy, que tentaba a votantes de centroderecha poco dispuestos a perdonar la corrupción menemista.
Carnaval triste
La noche electoral, el Hotel Presidente fue un carnaval triste. En el búnker se apiñaban para el festejo, entre candidatos de todos los calibres: Moria Casán, Gerardo Sofovich, Herminio Iglesias, Víctor Alderete, Liz Fassi Lavalle, Matilde Menéndez. Sonaban los bombos de El Tula. Pero los números eran todo menos alentadores: Menem salió primero, con 24,4% de los votos, 2 puntos arriba de Kirchner. Todo el mundo sabía que el ballottage era imposible de ganar desde esa base.
"El triunfo está garantizado", dijo Menem después de salir al balcón del primer piso del hotel, ante una audiencia con ánimo de velorio.
Lo que siguió fueron días de furia, reproches y volantazos. Decidió anunciar un "gabinete", con Carlos Melconian como estrella, en Economía; Francisco de Narváez estaría en Acción Social, y mencionó también a Beatriz Nofal (Comercio Exterior), Jorge Castro (Cancillería) y Pablo Rojo (Defensa). Arañó el apoyo de Rodríguez Saá (cuarto en las elecciones), a quien en la campaña había fustigado por declarar festivamente el default. Quería pelearla. Decía que "solo un borracho" podría pensar que se iba a rendir.
Encuesta tras encuesta se corroboraba que la derrota era irremediable. El 14 de mayo, Menem se recluyó en La Rioja, con el país en vilo. Voló en un chárter con De Narváez, Castro y un puñado de colaboradores. Encerrado en la residencia del gobernador, grabó un mensaje cargado de rencor que sería su despedida como político de primera línea. Antes de que llegara a emitirse la noticia se la dio a los periodistas que se arremolinaban en los jardines. Entre frases sueltas e inconexas, gritó: "¡Que Kirchner se quede con su 22 por ciento; yo me quedo con mi pueblo! Gané la primera vuelta y me voy". Y también: "Había dos fórmulas; una, la de un integrante del montonerismo, y otra, la mía, que combatí a los montoneros".
El día siguiente ha sido quizás el más triste en su trayectoria como dirigente político. Había que verlo bajo la sombra de la derrota. No quiso jugar al golf. Sus últimos fieles lo llevaron de recorrida por los pueblos de su infancia. Iba con Kohan, el médico Alejandro Tfeli, el empresario riojano Tico Nash y el inseparable custodio Rafael Aguirre, un boxeador retirado que era capaz de todo por el jefe. Lo llevaron a una parrilla en la ruta a Anillaco, jugó al pool con cara de compromiso. Visitó una granja zoológica en Aminga, donde lo vistieron con un overol de nylon blanco con capucha y botas de goma. Vista hoy, la foto lo asemeja a un médico en combate contra el Covid-19. "Y sí, astronauta también", bromeó él, intentando fingir normalidad ante los periodistas.
Cuando, una hora después, llegó a Anillaco, nadie lo esperaba en las calles del pueblo. Era la escena de un western sin extras. Entró a la casa del empresario Carlos Spadone, enfrente de la célebre La Rosadita, y se perdió en sus recuerdos. El país se sumergía en otra era, en la que él resultaba ajeno. A la Argentina, Menem empezaba a dejar de importarle.
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