El favor involuntario que Vladimir Putin le hace a Alberto Fernández
Las grandes potencias decidieron un salvataje vía el FMI para evitar el default argentino, a pesar de las inexplicables acciones del Gobierno para evitar ese beneficio
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Una de las rarezas que presenta la vida internacional en estos días ocurre en la Argentina. Nunca se ha visto que el Fondo Monetario Internacional y sus principales accionistas estén tan empecinados en ofrecer el salvataje de un país. Y tampoco que las autoridades de un país desarrollen un plan tan sistemático para evitar ese beneficio. En la semana decisiva para lograr el acuerdo con el Fondo, el Presidente se inclinó delante de Vladimir Putin para criticar a ese organismo y a su socio decisivo, los Estados Unidos. Después viajó a Pekín para ofender al segundo miembro del directorio, Japón, sugiriendo que las telecomunicaciones nacionales serán confiadas a los chinos. La vicepresidenta, en un homenaje tan inesperado como tardío a Julio Cobos, desafió al Poder Ejecutivo ordenando al presidente del bloque oficialista del Senado que aclare que lo que se negoció en Washington será revisado en el Congreso. Su hijo, presidente de la bancada peronista de Diputados, fue más lejos: renunció al cargo en protesta por una gestión que venía desarrollándose desde hace dos años. El Gobierno enfrenta una emergencia parlamentaria por falta de votos, pero el ministro del Interior, su responsable político, se fue a pasear a España. El ministro de Economía abandonó Buenos Aires para pasar en los Estados Unidos las horas en que lo legisladores discuten la principal iniciativa de su gestión. Está en Houston, asistiendo a una conferencia sobre energía. Pocas veces se vio a un equipo político tan empeñado en fracasar. Pero no lo logrará. Las principales potencias no toleran una gota más de inestabilidad en el planeta. Por eso auxiliarán a Alberto Fernández muy a pesar suyo. El kirchnerismo se escandaliza por la ayuda que el Fondo prestó a Macri para facilitar su reelección. Pero Macri hacía todo para merecerla. El caso de Fernández es mucho más curioso: ha desplegado una estrategia muy consistente para hundirse y, aún así, lo sostienen a flote. La Argentina está en deuda con Putin. Fue su decisión de quebrar todas las reglas la que, al poner al sistema global al rojo vivo, obliga a evitar el default.
La crisis que se abrió el tirano ruso con su desgraciada invasión a Ucrania es de una gran complejidad. Putin agravó un conflicto que hunde sus raíces tres décadas atrás y en el que se entrelazan factores de distinta naturaleza. Esa densidad asegura que, más allá del desenlace militar de la guerra, la crisis será multidimensional y de larga duración.
Una de las motivaciones de la injustificable agresión sobre Ucrania radica en la relación entre ese país y Rusia. El español José María Castañé, que se ha especializado en historia rusa, lo explica así en su ensayo Ucrania, los lados menos visibles de la crisis: “El hundimiento de la Unión Soviética y la posterior división del territorio ruso en tres partes, Rusia, Bielorrusia y Ucrania, sucedió al mismo tiempo y guardan similitudes importantes entre ellos. Para la población de la Federación Rusa, el hundimiento de la URSS constituyó una magna convulsión inevitable y necesaria, mientras que la rotura territorial de lo ruso fue una verdadera tragedia histórica muy difícil, si no imposible, de reparar. Desde la óptica de la Federación y sus ciudadanos es importante distinguir y diferenciar los casos de Letonia (exrepública de la URSS no rusa) o Polonia (exrepública Popular no rusa controlada por Moscú y miembro del Pacto de Varsovia) frente al caso de Ucrania (ex república de la URSS tan rusa o más que la República Socialista Soviética Rusa de entonces). Para los rusos la diferencia entre lo no ruso (sea exsoviético o no) y lo esencialmente ruso es determinante. Es la que distingue lo propio de lo ajeno”.
El derrumbe del socialismo real, en 1991, fue el punto de partida de un convulsionado ciclo de creación de Estados post soviéticos. Rusia asistió a la escena con gran debilidad. Pero, una vez que Boris Yeltsin entregó el poder a su Secretario General de Seguridad, el exespía y militar Putin, comenzó a configurarse un poder doméstico que, hacia el exterior, pretendía recuperar las antiguas áreas de influencia de Moscú. Algunos nuevos estados, como Bielorrusia y Kazajistán celebraron ese patronazgo. Otros, como Georgia o Ucrania, lo resistieron.
Putin sueña con reconstruir el imperio de los zares. Tanto en Georgia como en Ucrania ha utilizado el mismo método, que consiste en soliviantar a movimientos separatistas. La intervención sobre Georgia, en 2008, fue facilitada por la reivindicación nacional de la región de Osetia. En el caso de Ucrania, la invasión en curso utilizó como excusa la necesidad de proteger a las pretendidas repúblicas independientes de Donetsk y Lugansk en la región del Donbass. En la percepción de muchísimos rusos, Ucrania es el corazón atávico de su propio país. Entre ellos está Putin. La experta Fiona Hill, que conoce bien sus impulsos conspiranoicos, propios de la atmósfera del espionaje que respiró toda su vida, contó en una excelente entrevista publicada por Político.com que el presidente ruso pasó buena parte de la pandemia revisando en los archivos del Kremlin los mapas que mostraban las antiguas y más amplias fronteras de Rusia.
Putin explicó durante una reciente conferencia de prensa que en Ucrania hay que corregir un error de Lenin, que fue el creador moderno de ese Estado. Stalin, después, lo sometió. Pero Nikita Krushev, que era ucraniano, volvió a alimentar el orgullo autonomista de su pueblo, al que entregó como un regalo la península de Crimea. El estatus de Ucrania fue motivo de tensiones en el Comité Central a lo largo de toda la era soviética.
Como apunta Castañé en otra de sus monografías, Rusia entre China y Occidente. ¿En el fiel de la balanza?, la pérdida de Ucrania para las aspiraciones imperiales de Moscú no es sólo una amputación imaginaria. Con ella los rusos perdieron 14% de su PBI; 3 ciudades de más de un 1 millón de habitantes; 8 de más de 500.000 habitantes, y 21.733 kilómetros de vías férreas.
Dos modelos
Al factor nacionalista se agrega la confrontación de dos modelos políticos. La caída de la Unión Soviética fue para Ucrania, igual que para Georgia, el comienzo de una transición hacia el pluralismo democrático. En cambio Rusia, una vez que Putin llegó al Kremlin, fue consolidando una autocracia centralizada y vertical.
La democratización supone la introducción indirecta de otro motor central en el conflicto: la seguridad. La constitución de una sociedad abierta lleva a los ucranianos a pretender la integración con la Unión Europea. En su excelente libro Ukraine and Russia: From Civilied Divorce to Uncivil War, Paul D’Anieri detalla cómo los movimientos de liberalización de Georgia y Ucrania fueron vistos por Putin como maniobras de Occidente para instalar allí gobiernos inspirados en un nacionalismo anti-ruso. La invasión de Crimea se produjo después de uno de esos movimientos. Quiere decir que la democracia de los vecinos es percibida desde Moscú como un arma que amenaza al propio Estado. También porque esas movilizaciones podrían contagiar a la sociedad rusa.
Este paisaje ofrece un interrogante dramático. ¿La paz a Ucrania sólo llegará cuando Putin vea en Kiev un gobierno autoritario y amigable? ¿Puede Occidente concederle esa pretensión después de sus crímenes? Se trata de saber cuál será el orden que emergerá al cabo de una guerra durante la cual Ucrania se ha convirtiendo en una bandera de alcance universal.
La relación íntima entre transición democrática y tensión geopolítica con Occidente se vuelve más pronunciada cuando se introduce la dimensión militar: la posible incorporación de Ucrania a la OTAN, con la consiguiente instalación de misiles occidentales en el límite occidental de Rusia. Putin teme lo que temía Kennedy frente a la instalación de armamento soviético en Cuba. O lo que teme Israel ante la eventual implantación de una base iraní en Siria. Con una diferencia gigantesca: resuelve su temor cometiendo atrocidades que suponen una regresión intolerable para cualquier civilización que aspire al imperio de la ley.
D’Anieri hace notar que la invasión a Georgia y la creciente inestabilidad ucraniana, provocada por el respaldo de Putin a los separatistas del Donbass, se desencadenaron después de la cumbre de la OTAN en Budapest, donde los Estados Unidos proponen sumar a Ucrania a esa alianza de Defensa, a la que ya se habían afiliado otras exrepúblicas soviéticas, como Lituania, Estonia y Letonia, y antiguos miembros del Pacto de Varsovia, como Polonia, Hungría, Bulgaria y Rumania. La invitación quedó congelada por el veto de Francia y Alemania, pero alcanzó para motivar en 2014 la absorción de Crimea por parte de Rusia. La situación de Crimea está muy relacionada con la invasión actual. La península carece de agua. La recibe por barco. Es crucial para Putin conectarla con el territorio ruso y eso explica su avance sobre Jersón. Como puede advertirse, el actual ingreso de los tanques rusos en Ucrania es la escalada de un proceso en cámara lenta que entre 2014 y 2021 ya se había cobrado 14.000 vidas.
Estamos ante una discusión neurálgica que se extiende desde los orígenes de la guerra fría: la conveniencia o no de que la OTAN se expanda hacia el Este. Un diplomático como George Kennan, que por años inspiró la política del Departamento de Estado frente a la URSS, fue reacio a la creación de esa liga militar. Su ampliación hacia la frontera rusa sería, según él, “un error estratégico de proporciones potencialmente épicas”.
Henry Kissinger escribió en 2014, a propósito de la anexión de Crimea, un artículo cuya relectura ilumina el contexto actual. Kissinger, para quien Rusia jamás volverá a ser un imperio si no recupera Ucrania, afirmó: “Con demasiada frecuencia, la cuestión de Ucrania se plantea como un enfrentamiento: si Ucrania se une al Este o al Oeste. Pero si Ucrania quiere sobrevivir y prosperar, no debe ser un puesto de avanzada de ninguno de los lados contra el otro, debe funcionar como un puente entre ellos. Rusia debe aceptar que tratar de forzar a Ucrania a convertirse en un satélite y, por lo tanto, mover las fronteras de Rusia nuevamente, condenaría a Moscú a repetir su historia de cíclica de presiones recíprocas con Europa y Estados Unidos. Occidente debe entender que, para Rusia, Ucrania nunca puede ser simplemente un país extranjero. La historia rusa comenzó en lo que se llamó Kievan-Rus. La religión rusa se extendió desde allí. Ucrania ha sido parte de Rusia durante siglos, y antes de eso sus historias ya estaban entrelazadas. Incluso disidentes tan famosos como Aleksandr Solzhenitsyn y Joseph Brodsky insistieron en que Ucrania era una parte integral de la historia rusa y, de hecho, de Rusia”.
El fantasma de Trump
La discusión de la que habla el hiperrealista Kissinger recalentó el debate entre Donald Trump y Joe Biden sobre política exterior. La verdadera ruptura entre ellos no se refiere a la relación con China sino a la relación con Rusia. Biden propuso una diplomacia anti-rusa que Trump, fiel a su estilo, relacionó con los negocios que el hijo de su sucesor ha realizado en Ucrania.
Este es el marco en el que se produjo la brutal invasión de Putin, desencadenando una crisis que desnuda problemas de percepción de los dos lados. Europa no pudo prever que el tirano cruzaría el Rubicón. Sólo los Estados Unidos e Israel lo presumieron y ordenaron evacuar a sus nacionales desde Ucrania. Putin, por su parte, menospreció la vocación por resistir del pueblo ucraniano. Esperaba ser recibido como un salvador por ciudades deseosas de ser rusas. Al encontrarse con lo contrario, se enfrentó a un problema complicado: avanzar le exige ejecutar una masacre entre civiles equipados desde Occidente con armamento ligero. Aparecen, en consecuencia, más interrogantes sobre el agotamiento de la guerra: ¿cuántos muertos “tolerarán” a Putin los países occidentales? ¿Cuántos sus amigos en Pekín? ¿Cuántos el propio pueblo ruso?
Putin tampoco calculó que su desborde terminaría con esa dispersión occidental que reaccionó con pereza en el caso de Crimea. Esta vez Alemania abandonó su prescindencia en conflictos bélicos y envió armamentos a Ucrania. No ocurría desde 1945. Suiza dejó su invariable neutralidad y bloqueó fondos rusos en sus bancos. La Unión Europea se propone fortalecer su sistema de Defensa, lo que hace prever un incremento en el gasto público. En los Estados Unidos se debate una reorganización del Pentágono y un reequipamiento militar.
Esta reacción frente a la guerra iniciada por Rusia está, por supuesto, plagada de dificultades. En principio, porque estamos ante una potencia nuclear. Como consigna Castañé, la Federación cuenta con 4322 cabezas nucleares; los Estados Unidos, con 3800; China con 320. Se trata, además, del segundo productor de hidrocarburos del planeta. En especial de gas. El 40% del que consume Europa llega desde Rusia. Igual que el 16% que importan los chinos.
Las sanciones contra Putin incluyeron el bloqueo a las compras de gas. El gobierno chino, que se abstuvo en el Consejo de Seguridad de la ONU ante la invasión, denunció como ilegales esas represalias. La urgencia por almacenar gas desencadenó una especie de subasta entre China y Europa que produjo una suba de precios estratosférica. El gas licuado, que costaba 8 dólares en el invierno pasado, cuesta ahora 55 dólares por millón de BTU.
La aceleración inflacionaria está garantizada, en especial por el creciente costo de los fletes. El gas encareció, pronto podría estar faltando, y los demás combustibles también ajustaron sus precios. Europa ya comienza a sentir en carne propia el rigor del castigo a Rusia. En España se declaró una huelga del transporte por la suba de la gasolina. El “canciller” europeo, Josep Borrell, llamó a los ciudadanos a “apagar el gas” y a disciplinarse en contra de Putin como se disciplinaron frente al coronavirus. En cambio, en Alemania, el ministro de Economía, Robert Habeck, alertó sobre las consecuencias que puede tener el embargo energético contra Rusia. “Puede afectar la cohesión de las sociedades europeas”, alertó. Habeck se está preguntando qué reacción política habría en los electorados de Europa, proclives desde hace tiempo a las opciones radicalizadas, si se prolonga un período de restricciones energéticas y alta inflación. Putin debe sonreír ante esa incógnita.
La incógnita china
La otra gran pregunta se refiere a China. La asfixia sobre Rusia y las dificultades en el suministro de hidrocarburos le otorga un gran protagonismo. Pero también pone en evidencia sus límites. Pekín puede conectar a los bancos y empresas rusas con su sistema de pagos. Sin embargo, no compensaría ni de lejos las alteraciones que ocasiona la exclusión de las redes financieras de Occidente. Entre otras cosas, porque ese sistema chino todavía es deficiente. Algo parecido sucede con la energía. Para que Rusia quede satisfecha con su cliente chino debería terminar de construirse un gasoducto de 3500 kilómetros. Se prevé que eso sucedería en, mínimo, tres años. Es relevante para quienes miran los futuros del mercado del gas. Con independencia de estas misteriosas modulaciones de la crisis, se está produciendo lo que Kissinger siempre recomendó evitar: una alianza entre China y Rusia.
La mutación se hace sentir también en Medio Oriente. El bloqueo ruso acelera la distensión del vínculo de los Estados Unidos con Irán. Para espanto de Israel, que se mantiene equidistante en el conflicto: las tropas rusas están a 40 kilómetros de su frontera, prestando un servicio invalorable al control de Siria. El ajedrez que se está jugando compromete nudos centrales de la política global. No promete un desenlace en el corto plazo.
Estas inquietudes dominan la cumbre energética de Houston a la que asistieron Guzmán y varios funcionarios de Energía. Desde allí, el especialista Daniel Gerold esbozó un balance para LA NACION: “La transición energética tiene un punto de destino indefinido, que no conocemos. Al que se llegará en 30 o 40 años. Por lo tanto, los grandes consumidores de energía se van a enfocar en el presente inmediato y concreto. La seguridad energética es crítica para Europa, para China y para India, que son totalmente dependientes. Por eso la guerra debe parar, para lo cual Putin querrá lograr algo. Porque las sanciones no van a afectar a Rusia y Europa, sino a China y los Estados Unidos. China está preocupada por el corte de abastecimiento de productos energéticos, minerales y metales. Y eso paraliza la economía americana. Estamos en un cuadro que no le sirve a nadie”.
La Argentina es otra víctima de esta tormenta, que convierte en un ensayo imaginario toda la contabilidad acordada con el Fondo. En la superficie, aparece una ventaja: los ajustes tarifarios pasarán a ser culpa de Putin, que el kirchnerismo transformará de benefactor en verdugo. En realidad, la crisis cobija un mensaje doloroso. Si se tuviera una política energética estimulante de la producción y se hubiera desplegado la infraestructura de gasoductos y plantas de licuefacción necesaria para exportar el gas como commodity, la encrucijada sería luminosa. Vaca Muerta y la cuenca austral son grandísimos reservorios de gas, cuando escasea ese producto. Pero el gas argentino no está disponible. Eterno Séneca: no hay viento favorable para quien no sabe a qué puerto se dirige.
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