El exceso de candidatos y la falta de líderes complican a la oposición
Las dos principales fuerzas de la coalición, en lugar de estabilizar el funcionamiento interno, como hicieron en el proceso virtuoso de 2015, operan como elementos de desequilibrio
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Las diferencias atraviesan y sacuden a la principal coalición opositora sin solución de continuidad. Parece imposible que pase una semana sin que las disputas internas de Juntos por el Cambio no interrumpan el show de conflictos, tropiezos y enfrentamientos del Gobierno y del oficialismo todo para ofrecer su propio espectáculo.
La recurrencia y la intensidad de las discusiones pueden llevar a una conclusión errónea, y a darle una resolución aún más equivocada, que las profundice hasta el borde de lo irreparable. Cuando se indaga en lo que piensan y proyectan los principales actores en pugna se advierte que las diferencias son más personales que conceptuales, más subjetivas que objetivas y más de formas que de fondo. Aunque de estas últimas existan suficientes.
Las discrepancias de proyectos y planes de Gobierno o los posicionamientos electorales no son la última razón que explica el estado de tensión y enfrentamientos constantes que tienen cada vez más impacto sobre una ciudadanía con demasiados problemas y cada vez más desacoplada de las discusiones de los políticos.
Lo que termina por poner a Juntos por el Cambio más cerca de ser un problema que una solución para la sociedad parece ser, por sobre todas las causas, la notable sobreabundancia de candidatos y la falta de líderes que conviven en el interior de una alianza en proceso de reacomodamiento (o de fractura).
La convicción (o la ilusión) anticipada de que la elección presidencial está ya ganada o, lo que es lo mismo, de que el oficialismo está condenado a perder, precipita acciones, definiciones e intentos de marcar la cancha sin que nadie esté en condiciones de ordenar el colectivo que los llevaría a los comicios.
Las dos principales fuerzas de la coalición, en lugar de estabilizar el funcionamiento interno, como hicieron en el proceso virtuoso de 2015, operan como elementos de desequilibrio. Los que deberían ser sus principales referentes son hoy actores con sus propios intereses en juego y sin la autoridad suficientemente reconocida por todos para cuadrarse detrás de sus posicionamientos. Más bien todo lo contrario.
Con Mauricio Macri más en el centro de la escena que nunca desde que dejó el poder, sin dilucidar si se presentará o no como precandidato por el Pro, y con el presidente de la UCR, Gerardo Morales, enrolado en la lista de postulantes a integrar el binomio presidencial, todo se hace más complicado.
En ese contexto resulta un agravante que hoy ambas fuerzas no son las mismas de hace siete años. El macrismo no representa la esperanza virgen del cambio. Ya tiene las máculas imborrables del fracaso económico final de su gestión, aunque también cuenta con un anclaje geográfico en casi todo el país del que antes carecía.
En tanto, el radicalismo ya no es aquel furgón de cola que ofrecía como principal activo una federación de partidos provinciales con arraigo territorial, pero sin potencial nacional. Hoy luce y se autopercibe como un socio en igualdad de condiciones y de derechos, gracias a su resurrección en territorio bonaerense.
Paradójicamente para los antecedentes que sobresalen en su currículum, apenas los espasmódicos arrestos de la jefa de la Coalición Cívica, Elisa Carrió, logran por la fuerza (literalmente) cada tanto parar la pelota y volver las aguas cambiemitas a su cauce. Aunque, generalmente después de haberlas encrespado también ella misma. Hasta que el agrietado continente se vuelve a desbordar.
Intereses y proyectos cruzados
La más visible y ruidosa de todas las disputas internas es, sin lugar a dudas, la del Pro, pero no es la única. Sobre ella operan y la retroalimentan las diferencias de proyectos, de enrolamientos, de convicciones, de ambiciones y de visiones que anidan en el seno del radicalismo. Es que no se trata de dos espacios destinados a resolver el dilema de competir o asociarse. En cada conjunto partidario existen subconjuntos que se cruzan, se mezclan, se acercan y se repelen. Tampoco se resuelve todo en el clivaje de halcones y palomas.
En el caso del Pro sólo la disputa frontal de Patricia Bullrich con Horacio Rodríguez Larreta se resuelve en el marco de esa dicotomía, que está alimentada por las formas, pero también por las diferencias de fondo en cuanto a políticas. Pero no solo no es la única que sacude al submarino amarillo, sino que ni siquiera es la más compleja de resolver.
La recuperación de la centralidad de Macri, su descubrimiento tardío del disfrute por el contacto físico con los votantes de a pie que se le acercan y la representación del rol de precandidato (sin afirmar ni negar lo que al final terminará siendo) adquiere más densidad e impacto por las definiciones tajantes, radicales y nítidas que expresa respecto de las políticas que debería adoptar un eventual gobierno cambiemita y las formas de llevarlas a cabo.
El expresidente las presenta como si fueran los mandamientos y el catecismo que todo candidato de su espacio debe adoptar y hacer respetar a riesgo de convertirse en un hereje en caso de contravenirlos.
Frente a ese marco conceptual y manual para la acción, Rodríguez Larreta parece encarnar un reformismo acuerdista, destinado a contradecir lo que el padre fundador pretende imponer desde un liderazgo cuestionado, pero renovado.
Llamativas coincidencias
Sin embargo, existen algunas coincidencias profundas demasiado llamativas entre ambos que confirman que la naturaleza de las discrepancias hay que buscarla no tanto en algunas políticas públicas centrales que uno y otro adoptarían de llegar al Gobierno, sino en la forma en las que uno y otro pretenden llevarlas a cabo. O en el diagnóstico del contexto en el que podrían ejecutarlas. El optimismo de Macri choca con las prevenciones de Larreta. Los diferencia más el cómo que el qué.
De lo que uno y otro dicen en público y en privado cabe concluir que las diferencias más evidentes son de velocidad y de profundidad. Y, en el mientras tanto, son subrayadas en función de los públicos a los que se dirigen, de estrategias electorales, de construcción de escenarios y de búsqueda de aliados.
La más relevante de las coincidencias entre Macri y Larreta tiene nombre y apellido. Cuando se les pregunta quién sería su ministro de Economía en caso de llegar a la Presidencia ambos dicen, sin dudarlo, que ese lugar lo tienen reservado para quien en 2019 le permitió llegar a puerto a la escorada nave cambiemita. Hernán Lacunza es el elegido por los dos y también por María Eugenia Vidal, la tercera precandidata que Macri subió al podio de postulantes amarillos, para incomodidad (o para incomodar) del alcalde porteño y de Bullrich.
La definición de Macri despeja dos incógnitas al mismo tiempo. Primero, que él no abandonó aún la posibilidad de volver a intentar un “segundo tiempo” y que no es casual que al hablar del futuro lo haga desde el lugar casi de presidente electo. La segunda revelación es que el “para qué” lo haría está menos alejado de lo que transmite Larreta.
Cuando se marca la aparente contradicción entre lo que dice Macri y lo que propone el economista, más cercano en el fondo y en las formas a lo que expresa y representa el jefe de gobierno, en el entorno del expresidente lo minimizan y dejan entrever cuestiones tácticas.
“Algunos economistas pecan de exceso de prudencia, pero hay que ser muy claros para que la sociedad sepa desde ya a lo que se va tener que enfrentar y lo que hay que hacer”, les dice el expresidente a sus interlocutores. “Haciendo lo que hay que hacer” sigue tan vigente como cuando hace seis años Marcos Peña lo instaló como el dogma cambiemita, fruto de una revelación irrefutable. También es la constatación de una realidad incómoda para el fundador del Pro: ya no puede imponer sus opiniones como cuando era el dueño de su espacio. No es un líder indiscutido, pero trabaja para volver a serlo.
Ese es el lugar que busca aun si, finalmente, no se decidiera a ser candidato. Por si acaso en los dilemas entre el confort actual y los riesgos del futuro, y entre la posibilidad de la reivindicación final y el temor al fracaso definitivo prevalecieran los aspectos negativos de las ecuaciones. En ese caso, se imagina en el rol de consejero esencial y, también, de guardián del dogma del cambio. “Lo que habría dado yo por tener a alguien a quien consultar que tuviera la experiencia de haber sido presidente”, suele decir con menos añoranza que con aires de papa emérito que no se resigna a ningún retiro.
La “prudencia” y la falta de nitidez en el camino del cambio por ejecutar es, en definitiva, lo que Macri le reprocha a Larreta y sobre lo que Bullrich se monta para marcar diferencias aún más profundas. Sin embargo, a pesar de esa coincidencia con la aguerrida precandidata, el fundador del Pro no se decanta por ella.
Macri no solo evita definiciones porque busca mantener abierto su propio menú de opciones electorales del que no se excluye, sostener el rol de árbitro o recuperar el papel de líder indiscutido. También, porque con la presidenta del partido tiene diferencias de formas, de metodología y de fondo. Entre la tibieza larretista y la temeridad bullrichista se ubica en el medio de ambos, aunque siempre un poco más cerca de la audacia de la precandidata. Para incomodidad de todos. Y para postergar cualquier intento de jubilarlo. Convencido de que el clima de época le es benévolo y le permitiría hacer cosas que no logró concretar entre 2015 y 2019, aunque el nivel de imagen negativa que no lograr revertir parezca contradecirlo.
La UCR potencia la interna
Todas las disputas amarillas se retroalimentan con las diferencias que atraviesan a la UCR. En su seno crece una corriente destinada a imponer a algunos de los suyos como precandidatos a vicepresidentes en fórmulas cruzadas encabezadas por los postulantes del Pro que están en carrera antes que a pelear por el liderazgo en los binomios.
La excepción sigue siendo Facundo Manes, que a pesar de permanecer aún rezagado en las encuestas no se resigna, casi en solitario, a ser el segundo de los macristas, de los que lo separan rencores sin cicatrizar.
Esa creciente coincidencia consensual del radicalismo tiene, no obstante, suficientes matices que no allanan el camino para pacificar la coalición cambiemita. La inveterada tendencia al debate interno se potencia con la ausencia de un liderazgo indiscutido y las diferencias de posicionamientos, ambiciones y visiones.
Así, mientras Morales sostiene su potencial precandidatura, envía guiños acuerdistas a Larreta, al igual que el gobernador correntino Gustavo Valdés, quien por las dudas ofició de buen anfitrión de Macri la semana pasada. Por su parte, el mendocino Alfredo Cornejo es consecuente con su historial y su imagen cercana a lo que expresan los halcones Bullrich y, también, Macri.
Pero además de los posicionamientos personales y las ambiciones electorales subyace una discusión no saldada por debajo de esos referentes. “No estamos dispuestos a ser acompañantes silenciosos de una deriva neoliberal en lo económica y conservadora en lo político y social”, advierten algunos radicales porteños y bonaerenses. Son los que reivindican sus raíces alfonsinistas, revitalizadas por el revival ochentista, que tendería a crecer al cumplirse en 2023 el 40° aniversario de la recuperación democrática y el triunfo de Raúl Alfonsín.
Frente a la magnitud de las discrepancias y la agudización de las problemas del país, las definiciones solo tienden a profundizarse y a postergarse. A Juntos por el Cambio más que sobrarles caciques y faltarles indios, le pesa la sobreabundancia de candidatos y la escasez de líderes.
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