El estallido fue una expresión de bronca contra los atropellos de la clase política
Tucumán reaccionó después de dos días de haber estado sitiada por el caos y la incertidumbre. Ardió durante horas, atravesada por muertes, saqueos vandálicos y barricadas de autodefensa montadas por los vecinos. La provincia despertó de su eterna siesta al percibir que las pesadillas del pasado eran secuencias de la realidad: calles militarizadas de uniformes verde oliva, civiles armados, una sociedad fracturada y la sensación angustiante de vivir inseguro.
Detrás de los motines y las revueltas existen razones para entender por qué el estallido social de Tucumán alcanzó dimensiones impensadas. A su manera, los tucumanos tal vez expresaron su bronca ante los atropellos de la clase política, la debilidad de las instituciones y la corrupción policial.
Frente a la Casa de Gobierno, volvió a escucharse con fuerza el grito de guerra "¡Que se vayan todos!", contenido desde aquellos días tormentosos de 2001. Sucedió justo cuando se conmemoraron tres décadas corridas de democracia. Pero podría haber sucedido mucho antes. O incluso después.
Los tucumanos tal vez no creen más en la autoridad policial, cuya cúpula está bajo sospecha por supuesto encubrimiento y falsificación de pruebas en el crimen de Paulina Lebbos, un episodio que salpica al gobernador José Alperovich y que metaforiza lo peor del feudalismo. La confianza a las fuerzas se nubla de toda credibilidad cuando se divulgan videos en los que reciben coimas o cuando se hacen públicos los abusos sexuales en las comisarías, como sucedió hace unos días con un travesti.
Los tucumanos tal vez se sienten inseguros cuando caen a la realidad de que a Marita Verón se la devoró el oscuro mundo de la trata.
Los tucumanos tal vez no creen más en la clase política que toma decisiones desde una playa del Caribe o montada a un camello. Quizá se cansaron de las candidaturas testimoniales y de las gestiones a control remoto. O los hartó la concentración del poder absoluto y depender siempre directa o indirectamente de la caja del Estado.
Los tucumanos tal vez no creen más en un Poder Legislativo en el que 42 de sus 49 integrantes votan leyes por conveniencia más que por convicción.
Los tucumanos tal vez no creen más en un Poder Judicial cuya Corte Suprema mantiene estrechos lazos con el gobernador. En diez años, Alperovich construyó su "mayoría automática", que avaló las contrataciones directas por parte del Estado en obras públicas y que dinamitó los alcances de la fiscalía anticorrupción y el Tribunal de Cuentas.
Los tucumanos tal vez se sienten despojados de las libertades cuando les restringen ver la señal de televisión TN o el programa de Jorge Lanata. Se sienten desinformados cuando en el medio de los saqueos los dos canales locales continuaron con su programación habitual de novelas y entretenimiento.
Los tucumanos tal vez no creen más en las promesas electorales. El empleo genuino escasea, el salario no alcanza, hay hambre y las obras públicas son de corto alcance, como un maquillaje de ocasión que siempre huele a pintura fresca. Y los jóvenes eligen otros rumbos porque el futuro se vislumbra difuso.
Los tucumanos tal vez no creen en la justa distribución de la riqueza cuando los subsidios sociales y de la educación se reparten de manera discrecional entre aliados.
Los tucumanos tal vez no creen más en la ayuda económica de la Nación cuando comprueban que la ruta a Concepción sigue con su eterna remodelación o que los vagones de tren descansan olvidados en vías muertas de algún taller de Tafí Viejo.
Los tucumanos tal vez se sintieron excluidos de los festejos por los 30 años de democracia al ver a la Presidenta bailar sonriente en la Plaza de Mayo mientras la provincia era arrasada por una ola de caos y violencia.
Tucumán siempre ha sido un banco de pruebas. De lo bueno y de lo malo. Fue cuna de la independencia y forjó a ilustres pensadores. Pero en su geografía también se sembró la muerte y la tortura. Más contemporáneo, ya en democracia, se hizo tierra de caudillos políticos capaces de soportar impávidos la muerte de niños por desnutrición, duras acusaciones de corrupción o, mucho peor, las responsabilidades que tal vez les caben por la desaparición de personas o por los crímenes que aún están impunes.
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