El embajador-espía y una incógnita inquietante sobre su influencia en la Argentina
El destino de Manuel Rocha, el diplomático de EE.UU. detenido bajo sospecha de ser agente de Cuba, desató una intriga política de primer orden, a partir de su cercanía con Duhalde
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“Caras vemos, corazones no sabemos”. Con ese proverbio de los antiguos mexicas respondió este miércoles un diplomático de los Estados Unidos cuando se le comentó el caso de Manuel Rocha, el exembajador de ese país que durante 42 años estuvo al servicio de Cuba como espía.
La novedad, que tiene consternado a todo el servicio exterior norteamericano, obliga ahora a una relectura de la conducta de Rocha a lo largo de su historia profesional. ¿Cuáles de sus iniciativas obedecieron a planes de La Habana? ¿Cuáles de las informaciones que suministró a sus superiores en Washington habrán sufrido deformaciones para servir a sus verdaderos jefes? ¿Cuáles de los juicios o datos expuestos ante interlocutores de países en los que estuvo destinado no tuvieron una deliberada tergiversación?
El ejemplo más corriente de esta relectura ha sido, en estos días, aquella declaración de Rocha como embajador en Bolivia, en 2002, favoreciendo la carrera electoral de Evo Morales. Rocha había dicho: “Quiero recordarle al electorado boliviano que, si elige a los que quieren que Bolivia vuelva a ser exportador de cocaína, ese resultado pondrá en peligro el futuro de la ayuda de los Estados Unidos al país”. Gracias a esa condena, se pensó entonces, Morales pasó del tercer al segundo puesto en una competencia en la que se impuso Gonzalo Sánchez de Losada. Nadie entendió en aquel momento cómo un diplomático podía cometer la torpeza de ayudar de ese modo a un candidato enemigo de su país. Ahora está claro que él se proponía impulsar al candidato amigo de Cuba. Una jugada que, acaso, le costó la carrera en el Departamento de Estado. Desde La Paz fue trasladado a Washington y, al poco tiempo, debió retirarse.
La participación del embajador-espía en la política latinoamericana instaló en las últimas horas una incógnita inquietante en la Argentina. Rocha estuvo destinado en Buenos Aires entre 1997 y 1999. Como no había embajador, él era el Encargado de Negocios, es decir, el máximo representante de su país ante la administración de Carlos Menem. Funcionarios de aquel gobierno recuerdan un vínculo especial del diplomático: su estrechísima relación con Eduardo Duhalde, sobre quien ejercía una enorme influencia y a quién siguió frecuentando desde Bolivia. Uno de esos colaboradores de Menem, amigo de Duhalde, se pregunta ahora lo siguiente: “Muchos de nosotros nunca entendimos la razón del empecinamiento de Duhalde en postular a Kirchner como presidente. Se le sugirió que fuera con ‘el Gallego’ (De la Sota) o con Lavagna, pero descartó todas esas recomendaciones e insistió con Kirchner, aun cuando no estaba bien en las encuestas. Ahora creo que esa decisión puede haber sido recomendada por Rocha. Y que él la aceptara como una forma de congeniar con los Estados Unidos”.
Duhalde tal vez tuvo una razón tan poderosa como son las razones electorales para, siguiendo las recomendaciones de Rocha, alinear a su candidato con Washington: Néstor Kirchner era el rival de Carlos Menem, cuyos vínculos con el poder norteamericano eran insuperables.
¿La candidatura de Kirchner fue, en un ajedrez secreto, un proyecto cubano? ¿Hay una línea recta, aunque oculta, entre esa postulación y la Cumbre de las Américas, del año 2005, cuando Kirchner y Hugo Chávez humillaron en público a George Bush en Mar del Plata? Con más precisión: cuando Kirchner, Chávez y, con mayor discreción pero más empeño, Lula da Silva, voltearon el Área de Libre Comercio de las Américas, el más ambicioso experimento continental que Bill Clinton había lanzado en Miami en noviembre de 1994. Kirchner tuvo desde temprano una relación estrechísima con Cuba, entre cuyos mediadores se destacaba un periodista: Miguel Bonasso, acaso el más íntimo amigo de Fidel Castro en Buenos Aires. Bonasso ingresó a la Cámara de Diputados en 2003, como parte de una lista promovida por Kirchner.
Hay otros episodios que reclaman ahora una nueva interpretación. Por ejemplo: Carlos Ruckauf recuerda que, siendo canciller de Duhalde, le aconsejó a su entonces colega norteamericano, Colin Powell, observar la evolución de Evo Morales, que podía salir segundo, e incluso triunfar, en aquellas elecciones de 2002. “No tengo la misma información”, le contestó el secretario de Estado. “Ahora se entiende -razona Ruckauf-, Rocha nunca se la hubiera dado”.
El rol en Argentina
Quien ahora emerge como espía del castrismo tuvo un rol relevante en la Argentina. Entre otras responsabilidades, fue el encargado de supervisar una de las operaciones empresariales de mayor volumen comercial y político de la historia reciente: la venta de las empresas de Alfredo Yabrán al Grupo Exxel, liderado por Juan Navarro, pionero del negocio del private equity en el país. Rocha fue quien debió garantizar a los fondos de inversión que apostaban a esa adquisición de Navarro que las compañías de Yabrán no estaban alimentadas por dinero ilegal, sobre todo del narcotráfico. Fue una operación electrizante, porque se llevó a cabo mientras Yabrán estaba en el ojo de la tormenta por el asesinato del periodista José Luis Cabezas.
La relación de Rocha con el empresariado local fue muy amplia y duradera. Cuando se radicó en Miami, estuvo al frente de un estudio que se hacía cargo de auxiliar al despacho Kissinger-McLarty, liderado por el fallecido Henry Kissinger, en sus asuntos latinoamericanos. Esa posición lo mantuvo en contacto con los principales hombres de negocios de la región. En el caso argentino, por ejemplo, con uno de los mayores jugadores del sector petrolero. También a un empresario de Buenos Aires debió Rocha su incorporación como presidente a la filial dominicana de la minera Barrick Gold, en Santo Domingo, donde había tenido su primer destino diplomático, en 1981.
Es difícil encontrar un caso de espionaje de la dimensión del que encarna Rocha. El mítico Kim Philby, a través de quien los soviéticos infiltraron el servicio de Inteligencia británico (el célebre MI6), fue descubierto al cabo de 29 años de trabajo clandestino. Rocha se desempeñó en el mismo oficio a lo largo de 42 años. En ese lapso ocupó posiciones estratégicas. No sólo representó a su país en Bolivia y la Argentina. Trabajó en el área cubana del Consejo Nacional de Seguridad entre 1994 y 1995. De allí fue destinado a la embajada de Suiza ante Cuba, que era la encargada de los intereses de los Estados Unidos en la isla. En 1997 llegó a Buenos Aires.
En su desarrollo académico, estuvo al frente de un programa sobre transición del régimen cubano en la Universidad de Miami. Fue asesor del Comando Sur del Pentágono, donde se diseña la política de Defensa de los Estados Unidos hacia América Latina. E integró el Kissinger’s Council on Terrorism. En sus confidencias con el agente del FBI que lo grabó y filmó, determinando su detención, Rocha aporta un detalle interesante: los cubanos lo ayudaron en su carrera profesional. Es probable que, en el interés por verlo escalar hacia posiciones más decisivas de la burocracia norteamericana, el servicio de Inteligencia de Cuba haya provisto a Rocha información relevante, que lo fue convirtiendo en un funcionario cada día más valioso para el país al que, en las formas, servía.
La versión oficial de la caída de Rocha parece pueril. Un agente del FBI, haciéndose pasar por espía cubano, lo citó en un bar de la zona de Brickell, cerca de donde él tenía su despacho, para, después de algunas prevenciones, hacerle confesar cuatro décadas de infiltración ilegal en los Estados Unidos. Es impensable que alguien que tuvo la disciplina de mantener una doble identidad a lo largo de 42 años baje la guardia de manera tan negligente.
Los expertos que interpretan lo que sucedió con Rocha apuestan por otra explicación. Es muy probable que su interlocutor de aquel bar, apodado “Miguel”, fuera en realidad un agente cubano. ¿Alguien a quien, incluso, Rocha conocía? Alguien frente a quien no se necesitaban demasiadas contraseñas. Es posible que ese antecedente haya garantizado la confianza de la conversación. Lo que no sabía Rocha era que ese miembro del servicio secreto cubano había sido “doblado”, es decir, convertido en agente encubierto del FBI.
Rocha será sometido a un juicio por jurados a partir del 29 de enero. La fiscalía pidió, en principio, 60 años de prisión. El acusado tiene 73. Le queda sólo una esperanza: beneficiarse con un eventual intercambio de espías con los cubanos. Hipótesis de difícil cumplimiento: Rocha es estadounidense por opción y sus delitos son más graves por pertenecer al servicio exterior.
Es el segundo gran escándalo que provoca el espionaje de Cuba, legendario por su calidad, infiltrando lo que José Martí llamaba “las entrañas del monstruo”. El anterior fue el de Ana Montes, quien entre 1985 y 2001 se desempeñó al mismo tiempo como analista de Inteligencia en el Pentágono y como informante clandestina de la dictadura castrista. Montes fue condenada a 20 años de prisión, una pena que terminó de cumplir a comienzos de este año.
El enredo es parte de un paisaje más amplio. La crisis del régimen cubano, que está facilitando la cooptación de personal de Inteligencia por parte del sistema de seguridad norteamericano. Sobre ese curso de la historia se recorta la caída de Rocha, que está esperando, ansiosa, una serie en alguna plataforma audiovisual.
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