El dilema que angustia a Cristina Kirchner
El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que Alberto Fernández enviará al Congreso en las próximas horas, encierra un verdadero problema para la vicepresidenta: estar sometida a la auditoría de una burocracia que obedece a otros países
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El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que Alberto Fernández enviará al Congreso en las próximas horas, tiene atrapados al Gobierno y a su principal oposición en un incómodo dilema. Para entender las dificultades que enfrenta cada actor hay que mirar más allá de los detalles monetarios y fiscales de ese documento. Cada grupo mira esta operación económica pensando en las consignas de campaña que pretende llevar a las elecciones del año próximo.
Es difícil imaginar que el oficialismo pueda enfrentar una encrucijada más determinante. El modo en que la resuelva definirá el rostro con el que ingresará a los libros de Historia el experimento ideado por Cristina Kirchner cuando, el 18 de mayo de 2019, postuló a Fernández como candidato a presidente.
Hace casi dos años, Fernández confesó delante del Financial Times que él prefería prescindir de un programa económico. Sabía bien lo que decía. El Frente de Todos no es una alianza. Es, para usar un sustantivo de Graciela Camaño, un conglomerado de componentes muy diversos. Con dos peculiaridades que desafían cualquier ley de la organización humana. El segundo tiene más poder que el primero. Y el primero se ufana de pensar distinto que el segundo. Un artefacto diseñado de ese modo sólo puede sobrevivir bajo una condición: que no sea sometido al estrés de grandes decisiones.
El problema es que Fernández ha tomado una determinación que es estratégica porque pone en tela de juicio núcleos centrales de la concepción de la vida material que profesa el kirchnerismo. El programa con el Fondo supone aceptar la restricción presupuestaria; presume que la energía es una mercancía que debe ser pagada por quienes la consumen; establece que la remuneración por los ahorros debe ser superior a la tasa de inflación, aun deteriorando los niveles de consumo; interpreta que la carrera de los precios tiene entre sus múltiples razones un desorden monetario. Todos estos son detalles si se los compara con el verdadero problema que enfrentan la vicepresidenta y su feligresía: el acuerdo significa que el Gobierno va a estar sometido a la auditoría de una burocracia que obedece a otros países.
Cualquiera que repase los discursos en los que Néstor y Cristina Kirchner se refirieron al Fondo comprenderá el dramatismo con que desde ese sector se observa este entendimiento. Ese dramatismo es mayor por una razón elemental: con un Banco Central que ha agotado sus reservas, la señora de Kirchner carece de un derrotero diferente para proponer a su grupo.
La disyuntiva ya produjo algunas fisuras. El sector más radicalizado del Frente de Todos, integrado, entre otros, por Alicia Castro, Gabriel Mariotto, Eugenio Zaffaroni, el Partido Comunista, Amado Boudou y Hebe de Bonafini, ha repudiado la iniciativa de Fernández. Bonafini fue, como siempre, la más explícita: contó a través de Youtube su enojo con Gabriela Cerruti, “que me visitó en su carácter de vocera presidencial, para decirme que estaba equivocada y que no habría aumentos” (https://twitter.com/prensamadres/status/1496954994897137672?s=24=). Los demás disidentes, agrupados en Soberanxs, difundieron un mensaje del exministro de Economía de Grecia, Yanis Varoufakis, recomendando que el acuerdo con el Fondo sea descartado.
En un pasaje de su consejo, Varoufakis concede que, a pesar de que sea despreciable, ese entendimiento era el mejor que se le haya arrancado al organismo internacional. El diputado Eduardo Valdés enfureció a los admiradores del griego cuando recortó ese párrafo y lo citó como un elogio a Guzmán. Era verosímil porque, en octubre pasado, Guzmán había compartido tribuna con Vaorufakis. Era un momento en el que la falta de un plan concreto dejaba algún espacio a la sarasa. Ingenuidad de Varoufakis, que pretendió señalar algún matiz. Ingenuidad de Guzmán, por haber querido acercarse a Varoufakis, y no mantenerse leal a la rebeldía chic de Joe Stiglitz.
Varoufakis encabeza una organización denominada Frente Europeo de la Desobediencia Realista. Una indecisa utopía del oxímoron. Desde esa plataforma, los sectores más ortodoxos del kirchnerismo interpelan a Cristina Kirchner. Ella está ante una situación que para cualquier líder es angustiante: no puede ofrecer una hoja de ruta alternativa al programa que Fernández negoció en Washington. La vía china es una quimera de gente mal informada. Lo sugirió el embajador en Pekín, Sabino Vaca Narvaja, en una entrevista con DiarioAr: China espera que la Argentina se entienda con el Fondo, del que esa potencia es el tercer accionista. A un sector muy amplio del kirchnerismo le cuesta entender que Xi Jinping no aspira a destruir el orden internacional. Lo quiere gobernar. Acaba de demostrarlo en el Consejo de Seguridad de la ONU: no convalidó la invasión rusa a Ucrania. Se abstuvo.
El camino que le queda abierto a Cristina Kirchner consiste en someter el problema de la deuda a la Corte Penal Internacional y convocar a un plebiscito para que sea el pueblo el que decida la suerte de las finanzas públicas. Es una aventura revolucionaria que, en el corto plazo, requiere transitar por un incendio. La trayectoria del propio Varoufakis es un espejo que adelanta: en 2015 debió alejarse del gobierno griego porque su partido se resignó a hacer un ajuste, aun cuando una consulta popular había decidido lo contrario.
Aquí está el conflicto que no deja dormir a la señora de Kirchner. Con el acuerdo y sus ajustes el Frente de Todos puede perder las elecciones de 2023. Sin el acuerdo, puede no llegar a las elecciones de 2023. Es una opción mortificante porque, a diferencia de los milenaristas de Soberanxs, el peronismo real que integran los gobernadores, intendentes, sindicalistas y dirigentes sociales, la seguirá obedeciendo sólo si ella consigue victorias en las urnas.
La vicepresidenta tiene una ventaja: salvo en caso de un empate, de altísima improbabilidad, no tiene que votar. Eso colabora con su estrategia de silencio. Hay que reconocer que su plasticidad es admirable. Mientras gobernaba, se servía de cadenas nacionales interminables para inundar las tardes de palabras. Ahora no emite sonido. Parece una imitadora de Hipólito Yrigoyen. Sin embargo, ha habilitado dos pronunciamientos. El más importante es el de Máximo Kirchner. Renunció a la jefatura del bloque de diputados oficialistas y resolvió no asistir a la apertura de sesiones del Congreso. La razón principal es que, según él, Alberto Fernández tuvo una pésima estrategia frente al Fondo. El error más importante, cree el diputado, es que el Gobierno no fue todo lo enfático que tenía que ser para que al electorado le quede claro que el Frente de Todos se estaba haciendo cargo de un problema creado por Mauricio Macri. Ese motivo puede ser aceptable. Pero es extemporáneo. Para que los ajustes por venir puedan ser imputados a Macri, Fernández y Guzmán deberían haberse apresurado a cerrar su transacción en pocos meses. Por ejemplo, en abril de 2020. Tenían, además, le enorme oportunidad de la pandemia. Pero prefirieron procrastinar más de dos años. Y, en el medio, perder una elección. Ya es tarde para hablar de la herencia recibida. Ahora el kirchnerismo está como Macri en abril de 2018, cuando en medio de la corrida cambiaria, y después de haber derrotado a Cristina Kirchner en las legislativas, quería explicar que sus dramas se debían a un legado demoníaco que olvidó denunciar en su momento. Hoy el electorado responsabiliza al Gobierno por cualquier penuria de la economía, según todas las encuestas.
Las huellas de la señora de Kirchner quedaron impresas en otro pronunciamiento: el de José Mayans, presidente del bloque de senadores y, al revés de Varoufakis, militante de la obediencia irrealista. Mayans adelantó que la aprobación del acuerdo dependerá de los números que envíe Fernández. Quiere decir que, cuando aseguró que “Cristina apoya el acuerdo con el Fondo”, el Presidente tenía un error de información. Porque, como aclaró anteayer, él no miente.
El problema principal del Presidente se encuentra en el Senado. Desde hace una semana tomó una decisión audaz. Encomendó a Juan Manzur minar el poder de la vicepresidenta sobre la bancada oficialista a través de una negociación con los gobernadores. En esa microfísica se libra una gran disputa de poder. Si Fernández consigue partir a ese bloque, habrá dado un paso gigantesco en favor de su propia autonomía. El riesgo que toma es proporcional al premio que busca. Los jefes provinciales quieren despejar una incógnita: ¿es verdad que el Fondo exigió un recorte sobre los giros discrecionales que ellos reciben de la administración central? Las gestiones de Manzur dependen de esa cláusula.
La dificultad principal para un acuerdo dentro del oficialismo sigue siendo el aumento de tarifas. Este capítulo es de la máxima importancia por dos motivos. Primero: todas las crisis que se han desatado en la región, desde la de Brasil en 2013 a la de Chile en 2019, nacieron de un ajuste en el precio de los servicios públicos. Si se examinan las encuestas sobre la impopularidad de Macri, la principal recriminación fue el encarecimiento del gas y de la luz. Segundo: esa suba afecta al conurbano bonaerense más que a cualquier otra región. Es la cantera electoral de Cristina Kirchner. Esta razón ahora está reforzada, ya que algunos estrategas de la vicepresidenta aconsejan replegarse en la provincia de Buenos Aires, promoviendo allí para 2023 una elección anticipada. Sería el desenlace electoral de la divergencia con Fernández.
La discusión por el costo de la energía, o por el peso de lo subsidios en la ecuación fiscal, se ha vuelto teórica desde hace una semana. La invasión a Ucrania provocó un salto inédito en el precio del gas. El millón de BTU, que durante la pandemia costaba US$3, y que en el invierno pasado se pagó US$8,30, ayer valía US$55. El 56% de la matriz energética nacional está ligada al gas. Para este año habrá que comprar 70 barcos de GNL. Hace un mes costaban US$3800 millones. Ayer costaban US$5500 millones. Es una aritmética que altera por completo la contabilidad negociada con el Fondo. No sólo porque la cuenta de los subsidios se vuelve imposible de pagar. Tampoco están los dólares para esas importaciones. Las cosas podrían estar mucho peor si no fuera porque los precios de todos los productos que exporta la Argentina, de la soja al aluminio, también tuvieron una suba llamativa. Aún así, el principal inconveniente del acuerdo con el Fondo no proviene de la vicepresidenta, sino de la despiadada intrusión de Putin sobre Ucrania.
En el entorno de Cristina Kirchner se esgrime un argumento fantasioso. Allí especulan con que Fernández cuenta con los votos para aprobar el acuerdo porque la oposición está obligada a acompañarlo. Suponen que Juntos por el Cambio asumirá su culpabilidad por el maldito endeudamiento, y aportará la solución. Suponen también, con un mecanicismo candoroso, que el empresariado presionará en ese sentido. Es una pretensión alucinada. Equivaldría a que, al llegar al poder, Macri hubiera dicho que los aumentos de tarifas y los recortes en los gastos debían ser votados por los kirchneristas, porque fueron ellos quienes generaron el déficit que obligaba a esas restricciones. En aquel momento ocurrió lo contrario. Agustín Rossi adelantó a Emilio Monzó: “Ni se tomen el trabajo de pedirnos. No les vamos a aprobar nada”. Hoy Rossi busca, en las sombras, votos para su ahijado Germán Martínez, quien quedó a cargo de la presidencia del bloque de diputados.
El de los seguidores de la vicepresidenta puede ser un razonamiento psicodélico, pero trabaja sobre un fondo de verdad. A Juntos por el Cambio le cuesta muchísimo rechazar el acuerdo con el Fondo por motivos conceptuales. “No podemos enviar al país al default”, dice Macri. Y es el halcón de los halcones. Pero allí tampoco quieren quedar asociados a un programa que, como el mismo Ilan Goldfajn, el responsable de la negociación dentro del Fondo, admitió ante banqueros neoyorkinos, no resolverá los problemas económicos. En la última reunión de la conducción de la coalición opositora Horacio Rodríguez Larreta, con su legendario pragmatismo, definió esta posición: “Lo primero que debemos lograr es mantener nuestra unidad. Lo segundo, estar lo más lejos posible del Gobierno”. Larreta se mira con espanto en el espejo de aquel Antonio Cafiero que, llevado por la responsabilidad de quien se sentía el inevitable sucesor de Raúl Alfonsín, acompañó medidas impopulares que le dejaron el camino abierto a Carlos Menem.
El deseo unitario de Larreta está lejos de realizarse. Gerardo Morales procura, como siempre, acompañar al oficialismo aportándole el quorum y los votos. La Coalición Cívica de Elisa Carrió fijó por escrito otra posición: que el Congreso sólo trate lo que es de su estricta competencia. Aprobar o rechazar el endeudamiento. El programa asociado a esa negociación es asunto del Poder Ejecutivo. Alberto Fernández no aceptó el salvavidas que le facilitó Carrió. Pretende que se trate el empréstito y el programa de ajustes que lo acompaña. Es una receta riesgosa porque cada vez que haya un desembolso habrá, es lo más probable, una nueva carta de intención. ¿En todos esos casos la Casa Rosada deberá conseguir la aprobación en el Congreso?
Al lado de Macri aparece otra estrategia: dar quorum y votar en contra. En ese sector se considera que el país sólo saldrá de su estancamiento después de una gran crisis, que justifique emprender las reformas que sólo se vuelven tolerables mediante una convulsión. El macrismo especula con que esa tormenta traerá consigo una reivindicación inapelable de su líder. Aparece aquí una paradoja: las resistencia kirchnerista a un programa pactado con el Fondo trabaja para Macri. Más sintético: Cristina Kirchner trabaja para Macri.
El camino más práctico de los legisladores de Juntos por el Cambio para zafar de las contradicciones internas es indicar a Alberto Fernández que tomarán posición cuando él consiga el beneplácito de su vicepresidenta. Alfredo Cornejo lo sintetiza de este modo: “No es razonable que pretendan ir a las elecciones con la bandera del ajuste y con la bandera de la resistencia al ajuste. O son gobierno o son oposición”. Para cualquier proyecto opositor de mediano plazo es crucial que la señora de Kirchner acepte el programa pactado con el Fondo. Sería el reconocimiento de que no hay un sendero alternativo. Un golpe a la narrativa populista. Un punto de partida para emprender, a partir de 2023, otro tipo de reformas.
En vez de enredarse en el ajedrez de la economía, en la oposición prefieren castigar con más claridad donde más duele: los compromisos del Gobierno con la Rusia de Putin, que reveló Mariano De Vedia el viernes pasado en LA NACION. No se trata de las genuflexiones de Fernández ante Vladimir Putin. Se refieren a compromisos más concretos e inquietantes. En diciembre último el Ministerio de Defensa firmó un convenio para que las Fuerzas Armadas rusas formen militares argentinos. Y hace poco más de un mes, hubo una visita de oficiales procedentes de Moscú para afinar los detalles para la venta de aviones Mig-35. Sobre la base de estos antecedentes, la comisión de Defensa de la fundación oficial de la UCR, Leandro Alem, que preside José Luis Vila, propuso ayer “la suspensión de todo vinculo militar con las Fuerzas Armadas rusas, hasta la completa finalización de la agresión a Ucrania y el logro de un acuerdo con las autoridades legítimas de ese país”. La propuesta sostiene que “las FFAA argentinas no tienen nada que aprender de un Ejercito invasor, violador de la integridad territorial de un país soberano y que ataca a la población civil. Tampoco debemos comprarle material bélico, para no generar dependencia tecnológica con un Ejercito impredecible”.
El planteo de los radicales demuestra que el compromiso oficial con un régimen que está convulsionando el orden internacional tiene ataduras mucho más firmes que las de la retórica de Fernández ante Putin. Nada menos que en el plano militar, donde ese régimen está mostrando su rostro más atroz.
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