El desencanto de Cristina ya no es solo con Alberto
La vicepresidenta expresa su frustración con sus seguidores por la “tibieza” en la reacción ante su condena y los fallos adversos al Gobierno; los motivos del relato de la proscripción
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La rebelión quedó a medias. Cristina Kirchner siguió con fastidio el devenir del conflicto institucional que desató el Gobierno cuando anunció que incumpliría el fallo de la Corte que le ordenó aumentar la cuota de coparticipación a la ciudad de Buenos Aires. Vio una claudicación en el giro de Alberto Fernández, que finalmente decidió hacer un pago en bonos y combatir dentro del expediente.
Pero el desencanto no es solo con el Presidente. Cuando el martes calificó al gobierno que ella fundó como la “agrupación amague y recule” estaba recriminando también a muchos sus fieles, incluso a los que tenía sentados enfrente. Desde que la condenaron por corrupción en el caso Vialidad mastica su desazón por la tibia reacción de sus militantes, que la veneran de palabra, pero, a su juicio, no la defienden con acción política concreta.
En una de sus últimas reuniones cerradas con dirigentes pidió “salir de la comodidad de los despachos”. Les habló también de sacar el “bastón de mariscal”, una expresión que soltó en público esta semana. Reclama un “coraje” que no distingue en esta etapa de dificultades. El anuncio de que no sería candidata en 2023 fue un despertador para los propios. “Les quiso decir: ‘Háganse cargo’. Yo no puedo con todo”, traduce un intendente del conurbano que la trata con habitualidad.
En el caso de los fondos porteños, ella había sido enfática en las directivas a Axel Kicillof y a Jorge Capitanich para que empujaran la resistencia al fallo. Son dos de los referentes que rescata de la decepción generalizada que le provoca la tropa del Frente de Todos. Creyeron lograrlo. Pero después del comunicado inicial y de las reacciones nacionales e internacionales que provocó la amenaza de desacato a la Corte, el péndulo albertista inició el camino habitual hacia el lado contrario.
Cristina solo pudo maniobrar para exigir garantías de que los fondos que se le ofrezcan a Horacio Rodríguez Larreta no salgan de la cuota que recibe Kicillof para sostener el bastión bonaerense.
El regusto amargo persistía cuando el martes encaró su último discurso público del año, en Avellaneda. Fue una puesta en escena muy gráfica de su 2022. Se la vio en un ambiente hermético, alejada de sus seguidores anónimos, blindada por un operativo de seguridad muy celoso (cambio drástico desde el intento de asesinato que sufrió el 1 de septiembre) y con un discurso desprovisto de épica. Buscó, más bien, darle un marco racional al declive actual del kirchnerismo.
Vale detenerse en una expresión que le tomó prestada al jurista Eugenio Raúl Zaffaroni: estamos ante un “vacío jurídico”, dijo. Su condena y los fallos de la Corte que contrariaron al Gobierno serían, en esa línea de pensamiento, actos ilícitos que deslegitiman todo el sistema legal del país.
“Si estuviésemos en un planeta sin gravedad, no podríamos decir qué es pesado y qué liviano. Aquí no podemos saber qué es lo lícito y lo ilícito, porque no tenemos Derecho”, escribió Zaffaroni en el artículo que celebró Cristina. Si no hay una línea que divida el bien y el mal, todo es válido. Desaparece el derecho y solo quedan ejercicios de poderes, el caos.
La teoría encaja como un guante en el relato de victimización cristinista. Es el andamiaje doctrinario de la rebelión contra la Constitución que implica desconocer un fallo de la Corte Suprema. No solo eso. También permite tildar de ilegítimo a un eventual gobierno opositor que emerja de las urnas en 2023.
La proscripción
Para que esa operación intelectual adquiera alguna lógica es necesario añadir el ingrediente de la proscripción. Si ella está proscripta el proceso electoral queda manchado definitivamente. Por eso puso tanto énfasis en desmentir que su decisión de no competir por ningún cargo el año que viene haya sido “un renunciamiento o una autoexclusión”.
La vicepresidenta compara su caso con el de Lula Da Silva en la campaña brasileña de 2018, cuando estaba preso por corrupción y no pudo ser candidato a presidente en las elecciones que finalmente ganó Jair Bolsonaro.
La primera curiosidad que aporta ese paralelismo es que confirma que Cristina imagina un futuro inmediato poco venturoso para su partido. Que sin ella -como le pasó hace cuatro años al Partido de los Trabajadores en Brasil- la derecha volverá al poder. Solo en el futuro, con mucho esfuerzo político (el que les reclama a los suyos) se podrá alcanzar una redención como la que tuvo Lula este año, aliviado ya de sus penurias judiciales.
Hay una diferencia central en los dos casos que desnuda el juego discursivo de Cristina. Lula desafío a la Justicia en 2018, intentó hasta último momento ser candidato y solo se bajó cuando agotó todas las instancias legales disponibles. Es una regla básica: ante una proscripción lo que toca es visibilizarla. Ella, en cambio, se declara injustamente impedida de competir cuando ningún tribunal ha insinuado siquiera que carece de derecho a postularse.
La condena a prisión y la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos en el caso Vialidad es en primera instancia y solo se haría efectiva cuando se agoten todas las vías de apelación. El proceso podría llevar varios años. ¿Por qué privarse entonces de demostrar -como se infiere de su discurso- que ella es depositaria de la confianza de una mayoría del pueblo argentino?
Al negar que haya desistido voluntariamente a competir consolida, en realidad, su vocación de ser quien controle la campaña y el proceso de selección de candidatos del Frente de Todos. Por un lado, entreabre una puerta a finalmente competir -si cambiaran las condiciones jurídicas; por ejemplo, con un fallo en segunda instancia que la beneficiara temporalmente-. Por otro, le advierte al peronismo que hará uso de su posición de liderazgo.
Fuentes de su entorno refuerzan que quiere un candidato a presidente en 2023 que represente cabalmente sus ideas. Alguien que defienda la tesis de la conspiración político-judicial-mediática contra el peronismo que ella encarna en esta etapa histórica. El 2019 pedía un Alberto para ganar. Ahora busca un nombre para la resistencia.
El horizonte está plagado de opciones que no la convencen. Wado de Pedro todavía está lejos de despegar. Kicillof sería su favorito si no creyera que puede ser vital para pelear la reelección en la provincia, un objetivo menos ilusorio. No lo descarta aún, pese a que él ruega no tener que cumplir ese papel. A Capitanich lo ve como un armador nacional pero no lo anota en la carrera presidencial.
El papel de Massa
Por encima de todos ellos -por posicionamiento y ambición- se ubica Sergio Massa. Cristina tejió con él una alianza de doble filo. Valora su papel como bombero en un gobierno que se incendiaba por el desmanejo económico. Pero recela del poder que acumula y de sus planes de futuro. El ministro de Economía surfeó la ola de la rebeldía contra la Corte en absoluto silencio y maniobró para que Fernández no se saliera del todo de la cancha institucional.
Massa candidato sería una amenaza seria para la supervivencia del kirchnerismo. Si ganara, construiría sin dudas un espacio propio, a diferencia de lo que hizo Alberto Fernández. Aun si perdiera sus buenas relaciones con Larreta y otros líderes de la actual oposición podrían ser el germen de un nuevo consenso centrista que aleje al peronismo de los extremos. Lo que Alberto tuvo a tiro durante el primer año de la pandemia y al final abandonó, presionado por el kirchnerismo duro y por su propia apatía política.
En esa dinámica, Cristina sube a Larreta al ring, al nombrarlo como el principal candidato de la oposición y acusarlo de ser parte de una “mafia político-judicial” que busca meterla presa. Cree que con Mauricio Macri (o Patricia Bullrich) en el poder la utopía de una revuelta peronista tendría mayor verosimilitud. Por cierto, el pase al larretismo de Martín Redrado –massista reciente- destapó la vena conspirativa de la vicepresidenta.
El discurso del “vacío jurídico” y el aliento a una rebelión incomodan a Massa. Cristina insiste en el rumbo de colisión y quiere sacar a sus seguidores de “la modorra institucional”. Dio la orden de avanzar con todas las herramientas políticas posibles contra el presidente de la Corte, Horacio Rosatti, salpicado ahora por otro capítulo de las pinchaduras ilegales al teléfono de Marcelo D’Alessandro, ministro larretista.
“Es necesario que nuestro candidato en 2023 explique cómo opera el poder judicial y cómo se armaron las causas contra Cristina”, dijo Jorge Ferraresi, el intendente favorito de la vicepresidenta desde que dejó su cargo en el Gobierno. ¿Es viable imaginar a Massa haciendo flamear a la bandera del lawfare?
El goteo de filtraciones de inteligencia clandestina promete ser una constante en las semanas que vienen. Convivirá con las maquinaciones de los peronistas que preferirían evitar semejantes niveles de conflicto. La CGT y un grupo grande de intendentes del conurbano ya mantienen contactos pensando en una era superadora del kirchnerismo. La mayoría de los gobernadores firman comunicados inflamados y los matizan después en voz baja. Moldean su propia supervivencia. Los camporistas incondicionales aplauden a Cristina como quien va a un show a escuchar los grandes hits de su banda favorita, pero debaten qué lugar ocupar en la etapa que viene, después del fracaso albertista.
Presidente en potencial
Fernández mira el caos del oficialismo con un inesperado optimismo. El conflicto con la Corte lo puso en el peor de los mundos: pagó el costo de anunciar que incumpliría (que incluyó un sacudón financiero y consultas de cancillerías extranjeras) y después asumió el desgaste interno de recular, como le reprochó Cristina. Un retrato perfecto de tres años de una presidencia en potencial.
Aunque no resigna el sueño de la reelección, a veces habla como si fuera a competir por su primer mandato. Esta semana, en el éxtasis de un discurso en Santiago del Estero, dijo: “¿No es hora de que nos pongamos a pensar un plan de desarrollo para los próximos diez años del norte argentino?”
Se ve que la idea le gustó y ahora alimenta la expectativa de presentar esa propuesta a la oposición y proponerle un acuerdo, ajeno al clima de diálogo imposible que se está gestando desde la cima del poder. Su propio gabinete se desgaja, como muestran las salidas de Fin de Año de Victoria Donda (Inadi), Felix Crous (Anticorrupción) y Rodolfo Gabrielli (Casa de la Moneda). El ingreso del empresario Antonio Aracre como jefe de asesores busca maquillar la señal de desbandada.
La batalla judicial y las internas políticas han nublado los reflejos de Alberto y de Cristina, al extremo de que nunca supieron cómo gestionar políticamente el extraordinario y unánime clima de euforia social que desató el triunfo de la selección argentina en el Mundial de fútbol.
El cristinismo, en el acto de Avellaneda, llegó al límite de organizar una celebración de los campeones de 1986, a los que veladamente presentó como la contracara de Lionel Messi y los héroes de Qatar. Aquellos, apegados a su tierra; estos, ajenos al compromiso político en su burbuja de riqueza europea. La única vez que se los mencionó -lo hizo el futbolista Héctor Enrique, uno de los homenajeados- el aplauso fue tan tibio que alguien temió que terminara en abucheos.
Pocas veces en sus casi 80 años de historia el peronismo se exhibió tan desconectado del sentir popular.
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