El cuarto kirchnerismo y la maquinaria oxidada del poder
Primero, hay que ganar. Segundo, con ganar no alcanza. Tercero, hay que volver a ganar, casi sin pausa, en las elecciones de medio término, como en este 2021. Y cuarto, hay que ganar dos veces y que sean seguidas: la alternancia en las elecciones presidenciales es un riesgo que solo se puede llegar a correr después de dos períodos en el gobierno. Aun así, tampoco alcanza: en esta era latinoamericana de “presidentes supervisados”, según la definición del argentino Bruno Binetti, especialista en relaciones internacionales que piensa el país desde la London School of Economics, el cuarto kirchnerismo tiene bien claro que ninguna astucia político-electoral es suficiente en una democracia que acumula y genera deudas reales aunque otorgue triunfos electorales por 12 años más otros cuatro. Lo de “supervisado” apunta a la Argentina bicéfala o a la del “hipervicepresidencialismo”, por el peso de Cristina Kirchner en la presidencia de Alberto Fernández, del politólogo Luis Tonelli. La astucia política por antonomasia que hoy está expuesta a sus límites.
Lo interesante es esto: mientras que la democracia electoral, la de las reglas del juego básico y esencial de la democracia que determinan cómo se conquista y distribuye el poder, se refina cada vez más en la Argentina, la democracia real, la que derrama sus efectos en la calidad de vida de las personas de carne y hueso, se degrada al mismo ritmo. Las PASO, la encuesta nacional más confiable de todas y guadaña del arbusto de la política con apetencias de poder; la consolidación de coaliciones electorales que contienen con orden más que aceptable el descontento popular; los niveles de participación de los argentinos a la hora de votar, y el gran acto de creatividad electoral de Cristina Kirchner es 2019 son prueba de lo primero. El drama de los indicadores de la vida social y económica es prueba de lo segundo. El contraste entre el orden electoral y el desorden de lo real es trágico. En el trasfondo, el escenario que organiza esas cuatro lecciones electorales en torno al “ganar” dice que una cosa es la sofisticación del tablero político-electoral argentino, envidiable en la región, y otra, la capacidad de encontrar soluciones en el terreno real.
Más allá de la letra chica de la política que se dibuja en este y en cada cierre de listas, hay principios estructurales que comienzan a decantar. Los principios, esos cuatro que se organizan en torno al “ganar”, a su cuándo y su cuánto, condicionan las ambiciones del cuarto kirchnerismo, sus posibilidades futuras, pero también, las chances de la oposición de Juntos (por el Cambio).
Son esos principios que saltan del juego de mesa de la política y el poder, un Monopoly autonomizado que se despliega indiferente al ciudadano común, se cuelan en la vida real y empiezan a pesar como anclas sobre la Argentina concreta y su futuro, donde está la gente que se entera, siempre última y siempre tarde, de la política por sus consecuencias y sus efectos. La mayoría silenciosa que no protagoniza nunca ni una gaseosa en la esquina para negociar un puestito en el fondo de la lista, aunque sea.
La cuestión es que hay lecciones que deja una democracia que acumula ya un buen caudal de elecciones presidenciales, votaciones de medio término y un ejercicio del poder cuyo gusto amargo han probado todos los peronismos, siguiendo la lógica de pluralizar sustantivos que le gusta al oficialismo –las infancias, las violencias, etc.– para nombrar mejor las múltiples caras de un fenómeno, en este caso del peronismo y sus facetas más resistidas, como el menemismo. También el radicalismo en sus diversas salidas anticipadas y la fuerza política que alguna vez fue outsider, Pro, es decir el macrilarretismo que llegó al poder, lo sostuvo hasta el final y lo perdió, pero se esfuerza para evitar la implosión estilo Alianza y va por la revancha. Su gran triunfo político es haber roto la racha buena del kirchnerismo. Su gran derrota, no durar más de un mandato.
Estas elecciones plantean un tema: la brecha entre la sofisticación creciente de la política y su incapacidad comprobada y también creciente para resolver problemas. O, lo peor, su capacidad probada para generar nuevos obstáculos en la vida, la que se vive una sola vez.
La máquina electoral vs. la máquina de transformar
Ni siquiera la agudeza táctica de Cristina Kirchner a la hora de elegir a un supervisado como presidente alcanzó para garantizar continuidades electorales y menos para sacar a la Argentina de la crisis. Al contrario, el barroquismo de esa táctica hipervicepresidencialista es la mejor muestra de las novedosas limitaciones que afronta hoy el peronismo en versión cuarto kirchnerismo para ganarse el favor popular.
La desmesura de la magia electoralista no consolida certezas de poder básicamente porque la realidad se impone como nunca con su espejo: pobreza, inflación, pérdida del valor adquisitivo, aulas vacías, muertos por Covid, fallas gravísimas en el plan de vacunación y la consolidación a niveles impensados de una élite kirchnerista que consolida su condición de casta en el ejercicio de privilegios en la esfera sanitaria, toda una novedad en la vida política. Una nueva forma de práctica de la corrupción.
Y por otra cosa: porque los argentinos llevan casi 40 años de aprendizajes acumulados en política electoral y se conocen todos los trucos. Lo que no han visto todavía es una solución sostenible a los problemas de siempre. En la Argentina, el asunto clave no es la brecha del tipo de cambio en la que tanto se insiste. Es la brecha entre la política como máquina electoral, cada vez más refinada, y la política como maquinaria de transformación y mejora social. El presente no podría ser más oscuro para el oficialismo: el cuarto kirchnerismo encuentra oxidada su maquinaria de construcción de poder y vacía su máquina de narrar transformaciones. Ante cada oración oficialista, una realidad que la desmiente.
Ayer, el presidente Fernández intentó insistir en la versión 2021 de la “unidad” inaugurada en 2019. Ahora no solo aplicó el concepto a su espacio político, el Frente de Todos, que Cristina Kirchner unificó con magia electoralista en las presidenciales de hace dos años, sino a la “unidad en la diversidad” de la Argentina en general.
Pero lo cierto es que ni en su propio espacio político el oficialismo logró ese objetivo: hubo quejas en la provincia de Buenos Aires por la bajada de candidaturas y listas completas para alinear la mentada unidad. Se protestó por un funcionamiento cercano al de las democracias de partido único.
En el fondo, para el oficialismo de Cristina Kirchner no es la “unidad” el bien superior, sino la “disciplina” tanto en la coalición donde hegemoniza el poder como en la sociedad donde quiere hegemonizar: el kirchnerismo tiene enormes dificultades para concebir la pluralidad y el juego de las minorías dentro y fuera de su coalición. Unidad y disciplina son dos nociones de naturaleza distinta. La unidad supone la búsqueda virtuosa del acuerdo en pos de objetivos estratégicos, la concreción futura de una visión de país y volver al poder. La disciplina es otra cosa: es obediencia acrítica a quien detenta el poder. El acatamiento disciplinado siempre es de corto plazo: suele hacerse a regañadientes –de ahí la queja de “partido único” – y cambia de rumbo cuando el poder cambia de manos. Es decir, la disciplina es oportunista y cortoplacista. Consolida poderes, pero no transforma realidades.
La derrota de la oposición
Por el momento, la visión de país de la oposición de Juntos (por el Cambio) está más organizada por el horizonte electoral que por las necesidades reales de las personas. El karma pesa: ganar una vez y no renovar en realidad es la gran deuda de la oposición. Abrir las puertas de la alternancia terminó fortaleciendo al partido del poder, el peronismo. El recreo que en 2015 le dieron las urnas al kirchnerismo terminó reforzando sus argumentos.
Pasó con el fracaso anticipado de la Alianza: los vientos de cambio trajeron un peronismo recargado en el ultrapresidencialismo de Néstor Kirchner. Pasó antes con Alfonsín: los vientos de cambio, que desplazaron a un peronismo que sonaba rancio en 1983, construyeron su propia falta de legitimidad con su salida también anticipada.
Pero ganar solo una vez tampoco alcanza. Es el caso de Cambiemos, hoy Juntos. Ganar y no poder durar un mandato: ese es el fracaso de Alfonsín. El triunfo de Macri fue ganar una vez y terminar el mandato. Ahora Juntos se reorganiza en 2021, pero apunta a 2023. El objetivo: ganar otra para volver a ganar dos veces seguidas.
Es decir, es la visión electoral la que articula la propuesta opositora antes que una visión detallada sobre el futuro de la Argentina. El problema, sin embargo, persiste para la política y también para la Argentina: no quedan trucos en la galera política. La pregunta que se dispara es cuáles son los incentivos de los políticos para un ejercicio más efectivo de la política. ¿Se gana solo con la rosca perfecta? La de CFK lo fue en 2019. Pero la astucia del mago hace ver más de lo que promete: Alberto Fernández no habría ganado esa elección si el gobierno de Mauricio Macri no hubiera manejado tan críticamente la economía. El kirchnerismo ganó porque antes había perdido Macri.
Las lecciones hacia el futuro, entonces, se reducen a dos. Son un mensaje arrojado al mar del kirchnerismo político, sobre todo, y su autopercibida superioridad política. Primero, que la alternancia es posible y siempre es un riesgo por más creatividad política que se tenga. Segundo, que con ganar tampoco alcanza: hay que gobernar bien, es decir, aceitar la máquina de solucionar problemas reales.
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