De no creer, el cruel destino de Cristina Kirchner: vivir en La Matanza
Recoleta se ha vuelto un incordio para la vicepresidenta: ¿por qué contribuir a un distrito donde “hasta los helechos tienen luz y agua”, cuando en el conurbano profundo la votan pese a no saber lo que es una cloaca, el asfalto o la luz eléctrica?
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La principal consecuencia de las elecciones de ayer no es de orden político, sino inmobiliario: en el icónico quinto piso del edificio de Uruguay y Juncal aparecerá en las próximas horas un cartel de venta. Anoche, la dueña de casa entendió que había llegado el momento de mudarse; dejar Recoleta, dejar la ciudad, dejar esa tierra impía. No es que el consorcio la declarara persona no grata o que el departamento de casi 300 metros cuadrados haya quedado excesivamente holgado desde que dejaron de usarlo como centro de acopio de bolsos. La señora se va porque su dramático declive electoral la fuerza a buscar guarida en un entorno más amable; está buscando una buena locación en La Matanza. Sí, su nuevo lugar en el mundo ya no es El Calafate y tampoco Harvard: es La Matanza.
Como todo en su vida, la decisión de mudarse llegó al cabo de un análisis rigurosamente estratégico que empezó después de las PASO. La Cristina que en un momento eureka se había inventado la fórmula de los Fernández podía toparse en el ascensor con vecinos que la detestan y mirarlos desde la arrogancia que dan el poder y los votos. A partir de las primarias de septiembre, esos vecinos le salen al encuentro para hacerle aún más intolerable –ojo por ojo, diente por diente– el dolor de la derrota. Su karma es el señor del sexto piso que el año pasado, durante una masiva protesta contra el Gobierno, colgó en el balcón aquella bandera con dedicatoria inequívoca: “Argentina república democrática”.
Vivir en Uruguay y Juncal se ha vuelto un incordio, solo matizado por el timbre que suena para avisar que llegó el delivery de Rapanui; un poco de helado para compensar la amargura estructural de un barrio irreductiblemente macrista. Siempre la espera un auto en la puerta, no es que tenga que caminar entre caras hostiles, pero igual se sabe sapo, o rana, de otro pozo. La cosa aspiracional de sentirse ciudadana de Barrio Norte ya no justifica la inmersión en el reino de los poderes concentrados. Por ejemplo, la detiene un semáforo en Callao y agradece que los vidrios polarizados la pongan a salvo de gente nada dispuesta a reconocerle su ascenso en la escala social.
Percibe, y le hacen percibir, que la ciudad ya no la contiene. Si el medio es el mensaje, enseñó McLuhan, el domicilio es pertenencia. ¿Pertenece ella a un vecindario que ayer, otra vez, volvió a darle la espalda? ¿Corresponde que los impuestos de su departamento de un millón de dólares paguen la campaña presidencial de Larreta en vez de ir a la caja de su amigo Fernando Espinoza? ¿Por qué contribuir a un distrito donde “hasta los helechos tienen luz y agua”, cuando en el conurbano profundo la votan pese a no saber lo que es una cloaca, el asfalto o la luz eléctrica? Y lo que la terminó de convencer: ¿por qué no vivir más cerca de los Fernández que de los Macri?
En esas cosas venía pensando desde las PASO, y en esas cosas pensó anoche al enterarse del 47% de Heidi Vidal (demasiada afrenta: primero fue su verdugo en la provincia y ahora en la Capital) y de los casi 20 puntos que le sacó el Frente a Juntos en La Matanza. De pronto entendió todo: las elecciones le hicieron ver que su norte estaba en el sur, que su vivienda tenía que ser pensada como refugio.
Se decantó por La Matanza después de sopesar largamente pro y contras. Pro: poder caminar por la calle (y hasta con cierto aire de turismo de aventura), no le colgarán banderas con leyendas ofensivas, si pincha una goma se la cambian los punteros del barrio, en el almacén de la esquina le van a fiar, la vecindad con las más de 150 villas del partido le hará comprender mejor las urgencias de esos sectores postergados, y ante cualquier inconveniente puede pegarle tres gritos a Espinoza. Contras: decir que vive en La Matanza, excesiva vecindad con los sectores más postergados, padecer el desgobierno de Espinoza, la lejanía con el Sanatorio Otamendi y el Hospital Austral, y que el local más cercano de Rapanui esté en Lomas de Zamora: los helados le van a llegar derretidos.
En el camino quedaron otras posibilidades: pasar más tiempo en la infiel Santa Cruz, donde el kirchnerismo quedó ayer en un deshonroso tercer lugar; la incomparable quinta/museo/estadio de Scioli en Villa La Ñata (es Tigre, también ganado por la oposición, y además tenía miedo de que le cayera el dueño de casa), y un country en Pilar, porque si bien el distrito está en manos amigas, en cualquier country de Pilar tienen casas sus vecinos de Uruguay y Juncal.
Volver a Tolosa nunca fue opción, y no solo porque en La Plata reina el neoliberalismo apátrida de Juntos: hay algo, algo que a ella le costaría definir, que no la hace sentir nostalgias del terruño que la vio nacer.
Por cierto, no encargó la búsqueda de su chalecito a una inmobiliaria local, sino a brokers de una multinacional del real estate. Gente confiable: son los que asesoraron a Daniel Muñoz, exsecretario de Néstor, en sus multimillonarias inversiones en Estados Unidos.
Conociendo su cabeza, probablemente también se debe haber planteado que La Matanza la pone a buena distancia del nuevo Senado y de Olivos.
Tolosa, La Plata, Río Gallegos, Recoleta, La Matanza.
A veces el destino está configurado en un mapa.
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