El cristinista Grabois usurpa campos, pero el verdadero problema no es él
Hay que reconocerle dos cosas a Juan Grabois: cumple lo que promete y es obediente. En la campaña electoral que terminó con el triunfo del binomio de Cristina Kirchner y Alberto Fernández dijo que se venía un tiempo en el que los campesinos sin tierra ocuparían campos y los que vecinos sin casa tomarían viviendas.
Como esos anuncios ahuyentaban votantes incautos, desde el oficialismo en ciernes lo escondieron un poco mientras explicaban a los periodistas que era un marginal del espacio y que no representaba a nadie. "Volvimos mejores".
Grabois no solo es persistente, también hace caso, en forma literal y sin muchas distinciones. El 12 de julio de 2015, en la catedral de Río de Janeiro, Francisco dijo a un grupo de jóvenes argentinos: "Hagan lío en sus diócesis". Grabois se destaca por ser consecuente con ese pedido, aunque nadie puede asegurar que sus pasos sean dirigidos desde Roma. Son supuestos de gente que piensa mal.
Grabois es un creyente, quién podría negárselo. Expresó su fe en la inocencia de Cristina acompañándola con devoción varias veces a sus peregrinaciones a Comodoro Py. Así se ganó un lugar.
Grabois es un creyente, quién podría negárselo. Expresó su fe en la inocencia de Cristina acompañándola con devoción varias veces a sus peregrinaciones a Comodoro Py. Así se ganó un lugar en ese universo iconoclasta que tolera y celebra sus desmanes, a la vez que recibe la indulgencia de sus jefes políticos por su cercanía con el Ministerio de Desarrollo Social durante el macrismo.
Cada tanto, como para ganarse un lugar en la agenda pública, Grabois aparece al frente de alguna protesta filmada o tuitea desde el calabozo junto a vendedores ambulantes que fueron detenidos con él.
Ahora fue por más. Desde hace diez días, ocupa un campo en Entre Ríos que reúne todos los requisitos para llenar de lugares comunes un discurso que pretende ser revolucionario, en el que convierte la rapiña en un valor político. La propiedad es de una familia cuyo miembro más conocido es Luis Miguel Etchevehere, expresidente de la Sociedad Rural y ministro de Mauricio Macri. Con esos antecedentes, para Grabois, no puede ser otra cosa que un enemigo.
Luego de tomar parte en favor de los reclamos de Dolores Etchevehere (enfrentada con otra fracción de su familia), Grabois se dispuso a hacer justicia por su cuenta y elevó a escándalo nacional una disputa sucesoria. No está solo en el intento. En la propiedad usurpada y también desde Buenos Aires, varios funcionarios nacionales lo acompañan. No hay muchos antecedentes similares de un hecho así en un país lleno de situaciones delirantes.
No sería más que una cuestión local si el caso no detonara en forma automática, una vez más, la pregunta sobre el exacto valor y respeto que el gobierno de Cristina y Alberto le da a la propiedad de las personas. El problema no son los disparates de Grabois, sino el respaldo oficial que encubre sus maniobras.
Se trata ni más ni menos que del regreso de formaciones paraestatales como forma de acción política. El peronismo de los setenta guarda sangrientos recuerdos de esos experimentos.
Como no puede abarcar todo, el devoto de Cristina aclaró que sus muchachos no eran quienes habían ocupado las municipalidades de Junín y Olavarría, no casualmente gobernadas por opositores al kirchnerismo. Se trata ni más ni menos que del regreso de formaciones paraestatales como forma de acción política. El peronismo de los setenta guarda sangrientos recuerdos de esos experimentos. Es verdad, en otro contexto y otra realidad, pero igualmente elevado a la categoría de ejemplos en estos días.
La reunión de productores rurales de Entre Ríos, el miércoles, frente al campo usurpado, es hermana de las manifestaciones de los vecinos de Bariloche y Villa Mascardi contra las ocupaciones de terrenos privados y públicos por parte de grupos de mapuches que desconocen la soberanía territorial de la Argentina con el mismo desparpajo con el que Grabois decide en Entre Ríos de quién es un campo. Imposible no establecer un vínculo con la idea de estatizar Vicentin, la sexta empresa agroexportadora del país.
La actitud del oficialismo parece distinta en cada caso, pero reconoce la misma raíz ideológica. Y cuando no apoya, lo permite o lo impulsa a cara descubierta.
El Gobierno está desesperado para que el sector agropecuario liquide dólares y poco menos que celebra la destrucción de silobolsas y habilita con su silencio a Grabois. En el sur, con una miopía extraña, deja crecer desde los tiempos de las presidencias de Cristina un conflicto convertido en problema gravísimo en Chile. La única vez que actuó se le ocurrió quedarse con Vicentin en nombre de la soberanía alimentaria.
Los signos decadentes de viejas ideas cruzan como un viento helado las ruinas de un país empobrecido.
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