Gabino se ganaba unos pocos pesos cosechando tabaco y vendiendo sandías. No hay muchas otras fuentes de trabajo en ese pueblito de Corrientes. Hoy, Colonia Pando tiene menos de 500 habitantes. ¿Se imaginan lo que sería en 1982, poco antes de la guerra de Malvinas?
Gabino llegó cabalgando su tordillo negro a la casa familiar y se abrazó con sus siete hermanos, con su padre que le había regalado ese caballo maravilloso y con Elma, su madre del alma. El corazón se le salía por la boca. Por la emoción y también un poquitito por el miedo. Jamás un correntino de ley confesaría su temor, pero para Gabino todo era novedad e incertidumbre. Lo convocaban a luchar contra los ingleses. Tenía poca instrucción militar y hasta sus ropas no eran las adecuadas para semejante clima y desafío.
Le cuento un dato: la única foto que se sacó Gabino en su vida fue cuando salió por primera vez de franco. Su corbata, la chaqueta militar y el birrete con la escarapela argentina clavada en el medio.
Su madre lo abrazó profundamente, le deseó toda la suerte del mundo, puso unos pocos pesos en el bolsillo y le dijo: “Tomá, cambacito querido. Tal vez te sirva para algo”. Cambacito es el diminutivo de Cambá, que en guaraní es una forma cariñosa de decirle “negrito”. Comieron como si fuera Navidad: estofado de pollo y fideos. La pobreza todavía no le había arrebatado a la familia numerosa de los Ruiz Díaz la posibilidad de almorzar en forma nutritiva por lo menos una ver por día.
Doña Elma, con una mezcla de orgullo y pánico, vio irse a su soldadito rumbo al cuartel. Tenía un saco azul con botones de madera que ella misma le había tejido. Los integrantes del Regimiento de Infantería 12 de Mercedes se diseminaron en una franja estratégica en la defensa llamada Pradera del Ganso o Goose Green (como le decían los kelpers).
El cambacito Gabino apenas vio como venía la mano le escribió una carta a su vieja. Como una premonición, le dijo -textualmente- con letra temblorosa: “Mami: Si Dios me levanta en este lugar, si ya no regreso, no llore por mi porque estoy luchando por la patria”.
Doña Elma hoy se aferra a esos dos papeles como si fuera el cuerpo de su cambacito Gabino. La carta amarillenta y la foto con birrete.
La noche del 28 de mayo de 1982 fue una pesadilla de fuegos quemantes, y dinamita que caía del cielo y aniquilaba soldaditos. Hubo 50 muertos y más de 140 heridos. Fue la batalla de Goose Green. Los ingleses primero batieron con bombardeo aéreo la zona y, después, cayeron los paracaidistas -que estaban entre los profesionales mejor preparados del mundo- a terminar con toda resistencia. Gabino combatió como un guerrero. Resistió con su fusil y sus pocas municiones. El héroe de Colonia Pando se quebró en llanto al ver a su compañero de trinchera degollado por una maldita esquirla. Siguió disparando escondido, pero finalmente el correntino corajudo regó con su sangre esas tierras argentinas. Y ahí quedó.
Gabino, su muerte temprana de 18 años y sus ilusiones fueron sepultados en el cementerio de Darwin. Era uno de los que estaban a un metro y medio bajo tierra, con una cruz de respeto y una sola identificación: “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Un anónimo cambacito correntino puso el pecho por todos y entregó su vida por millones de argentinos, pese a que el país solo le había dado privaciones y aislamiento.
Su madre nunca pudo tolerar esa idea de no saber qué fue de su cuerpo y, en un viaje que hicieron los familiares, eligió una tumba para dejar allí un rosario y -como no se pueden llevar flores de verdad a las islas- unas flores azules de papel. Optó por esa cruz porque su corazón le dijo que Gabino estaba cerca, con su sonrisa de pibe, disfrutando ese estofado de pollo en familia. Lo sintió en el corazón y en las tripas.
Pasó el tiempo, ella enfermó y la diabetes le amputó sus dos piernas. La tristeza y los ojos secos de tanto llorar se instalaron para siempre en esa casita humilde, tan cerca de los esteros de Santa Lucía y tan lejos de Dios.
Pero un día luminoso, pasó el excombatiente Julio Aro y le contó que habían identificado los restos de su hijo. Ella se estremeció y le rogó al cielo que le diera salud para poder abrazarse a esa cruz de Malvinas.
Aro y el capitán del ejército inglés, Geoffrey Cardozo, fueron nominados para el premio Nobel de la Paz por la tarea titánica y solidaria que realizaron. Junto a otros excombatientes, al aporte invalorable del Equipo Argentino de Antropología Forense y a la Cruz Roja Internacional, lograron identificar a 115 compatriotas caídos en combate y solo les quedan 7 para lograrlo en su totalidad. Aro y otros compañeros fundaron la “Fundación No me olvides”, en Mar del Plata. Este hombre dedicó toda su energía a eso desde el día que su propia madre le dijo que ella no lo hubiera dejado de buscar ni un minuto. Julio jamás olvidó las palabras de su madre, que fue suficiente para que se pusiera el servicio de todas las madres de sus compañeros.
Julio y Geoffrey están contentos porque, con solo haber sido nominados para el Nobel, la tarea que hacen con tanto esfuerzo y sacrificio recibió un gran impulso.
Son un ejemplo de templanza, un mensaje de no rendirse jamás, de apostar a la convivencia pacífica y de demostrar que dos personas que estuvieron en distintos bandos en una guerra, pueden ser amigos como Julio y Geoffrey. Se conocieron en Londres cuando Cardozo, cuyo apellido denota sus antepasados hispanos, fue el traductor en un congreso donde se estudiaron las distintas y mejores maneras de afrontar el stress post traumático de quienes regresan de una tremenda confrontación bélica.
El destino quiso que Geofrrey confiara en la transparencia de Julio y le confesara que fue el creador, por orden de sus superiores, del cementerio de Darwin. Tenía anotaciones, mapas y coordenadas que podían ayudar a identificar a los caídos. En esa época no había ADN y había que guiarse por otros elementos. Hoy, en cambio, ya se dispone de un scanner que puede advertir, por ejemplo, si un soldado tiene algo escondido en sus botas.
El trabajo fue agotador. Pero ninguno aflojó. Fue una guerra permanente contra el olvido y el resentimiento. Una apuesta humanitaria para que todos dejaran de ser un número en una planilla y recuperaran su nombre, su apellido y su dignidad. Para que sus familias supieran en donde descansan en paz, después de la guerra, los restos de sus seres queridos.
Uno de los que estaba enterrado como NN, resultó ser Gabino, nuestro admirado correntino del pueblito de Colonia Pando. El cambacito, como le decía y le dice su madre, tenía en el bolsillo un viejo reloj que su padre le había comprado en la joyería “La Perla” y un pañuelito de mujer. En esa época, las novias le solían dar a los soldados un pañuelito con su perfume para que no olvidaran su amor en el fragor de los tiroteos.
Gabriela Cocciffi, directora del portal Infobae, es una de las personas que más empujó para que todo esto fuera realidad. Puso su pluma, su sensibilidad y su valentía en esta utopía. Ella cuenta que finalmente lograron llevar a doña Elma al cementerio que está a 88 kilómetros de Puerto Argentino. Hubo aportes y colaboraciones de todo tipo. Julio Aro empujaba la silla de ruedas por esas piedritas que tanto significan. Elma llegó y se abrazó a una cruz blanca que estaba al lado de la tumba que ella había sentido que era la su hijo. “Estaba cerca el cambacito. Me latió fuerte el corazón en este lugar”, dijo Elma entre lágrimas.
Los ingleses le pusieron protocolo y respeto a semejante momento. Todos, formados y uniformados alrededor de ella. La trompeta ejecutaba “The Last Post” y ese sonido cruzaba el viento. Un teniente de aviación inglés, con su traje camuflado de combate, que -además- es sacerdote, se arrodilló ante Elma y rezó con ella. Era conmovedor ver a ese gigante soldado inglés, de casi dos metros, abrazado a la madre de un soldado argentino. Ambos lloraban. En ese preciso instante, Malvinas se transformó en una herida y una esperanza. Una llaga abierta y un gesto de hermandad entre seres humanos, sin distinción de nacionalidades.
Elma se quedó un par de horas ante la tumba de Gabino. Cuando se fueron, su cara tenía cierta paz espiritual. Julio Aro le dijo que Gabino no iba a morir mientras todos nos acordáramos de él. Y eso es lo que estamos haciendo. Pero ahora queremos tener memoria por todos los Gabinos que la guerra asesinó. Para que todos los Gabinos sepan que no nos vamos a olvidar. Y solo eso, los hace inmortales. Como dice Alejandro Lerner:
Madre, me voy a la isla, no se contra quién pelear;
Tal vez luche o me resista, o tal vez me muera allá.
Creo que hace mucho frío por allá;
Hay más miedos como el mío en la ciudad.
Qué haré con el uniforme cuando empiece a pelear,
Con el casco y con las botas, ni siquiera sé marchar.
No hay mal que no venga al Hombre, no hay un Dios a quien orar.
No hay hermanos ni soldados, ya no hay jueces ni jurados,
Sólo hay una guerra más.
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