Para quienes lo vivieron, recordar el lejano 1969 es fácil. Casi nadie en este planeta olvidó qué hacía, dónde estaba, cómo se sintió impactado aquel lunes de julio en el instante en que Neil Armstrong pisaba la Luna. Sin embargo, los nativos que entonces tenían edad como para manipular dinero pueden aprovechar un recuerdo vivencial extra que enseguida les arrancará una exclamación: 1969 fue el año en el que quedaron sepultados los pesos moneda nacional. La plata que corría desde la primera presidencia de Roca. ¿Cómo olvidar los "pesos ley 18.188" de Onganía con los que se esfumaron dos ceros y cundió el desconcierto por la cohabitación de billetes nuevos, billetes viejos y billetes resellados?
Había una dictadura, hasta el pelo largo estaba prohibido, el Congreso se hallaba clausurado desde hacía más de tres años, la vida intelectual y cultural era burdamente acallada, pero por cada peso hasta para ir a comprar un chicle se debía decir "ley". A los argentinos, que eran por entonces 23 millones y medio, muy poco más que la mitad que ahora, lo de reformular la moneda para lidiar con los estragos de la inflación acumulada les resultaba una novedad inquietante.
Después se hizo costumbre. Cuando terminaba la siguiente dictadura, Bignone dispuso que 10 mil pesos ley 18.188 se transformaran en un peso argentino, luego Alfonsín creó el austral, que equivalía a 1000 argentinos, Menem inventó con cada 10 mil australes un peso-dólar y en el colapso de 2001 tuvimos cuasimonedas y repusimos el trueque por algunos meses.
La inflación es anterior a 1969 (ya el primer Perón había tenido un promedio de 18,7% anual), pero en estos 50 años solo paró de subir por un tiempo considerable durante la convertibilidad de Menem. De los 16 presidentes civiles y militares que hubo entre Onganía y Macri (exceptuados del registro Cámpora, Lastiri y Rodríguez Saá, por breves) nueve tuvieron promedios anuales de aumento del Índice de Precios al Consumidor de dos dígitos. Otros seis presidentes registraron variaciones promedio de tres dígitos (sólo uno, De la Rúa, exhibe una marca negativa, de 1,1, atribuible a la recesión).
Lo llamativo de aquel primer cambio de nominación, visto con ojos de hoy, es que no provino de una hecatombe hiperinflacionaria, sino todo lo contrario. Quien tuvo la idea, Adalbert Krieger Vasena, un ministro de Economía de alta calificación técnica, quiso consolidar la estabilidad, lograda en gran parte, claro, con un estricto congelamiento de salarios y de tarifas públicas. En todo 1969, la inflación fue de 7,6%. El PBI creció ese año 6,9. El dólar estaba quieto en 350; después, 3 y medio. Y esto duele decirlo, la pobreza era del 3%.
Al mes siguiente de que se dictase la "ley" 18.188, se produjo lo que algunos autores han llegado a llamar la mayor protesta obrera en la historia latinoamericana de la posguerra: el Cordobazo. Que entre otras cosas provocó la inmediata salida de Krieger Vasena. Suceso complejo, marcó el ingreso en una era de política revolucionaria que de algún modo incentivaba esa dictadura tosca, autoritaria, paternalista, paradójicamente bautizada "Revolución Argentina". Su efecto más dañino: se le atribuye haber ayudado a fraguar en vastos sectores juveniles recién asomados a la cosa pública la idea de que la lucha armada era un camino excluyente para lograr una transformación.
Quizá lo más difícil de entender hoy de esa época para los hijos de la era digital no sea la alta politización o la fuerte ideologización que se incubaba entonces con surtidas preferencias marxistas, trotskistas, maoístas, tercermundistas o, especialmente, peronistas combativas, sino el dato de que la democracia no era un objetivo corriente. Más aún, la palabra democracia, a la que los grupos radicalizados y parte del peronismo engarzaban con el adjetivo liberal y despreciaban, no se usaba demasiado como no fuera en ámbitos tradicionales, entre adultos.
Es un anacronismo o una versión algo Billiken de la historia decir que hace 50 años la contradicción democracia-dictadura atravesaba la cotidianeidad de los argentinos. Entre otras cosas porque las ilusiones juveniles prevalecientes, sin ningún modelo democrático a la vista, no pasaban por hacer frente a los militares para imponer un sistema ecuánime de partidos políticos. Bajo el influjo de la Revolución Cubana, de los curas tercermundistas y de la canonización laica del Che Guevara, muerto dos años antes en Bolivia, aquellas ilusiones eran bastante más fogosas. Algo en gran medida ajustado a las radicalizaciones juveniles de afuera, que ya habían producido el Mayo Francés o la resistencia norteamericana a la Guerra de Vietnam.
Juan Carlos Onganía (1914-1995), un general nacionalista católico muy anticomunista, cuyos sobresalientes bigotes le valieron el apelativo de Morsa, había disfrutado de considerable consenso en 1966 al derrocar al médico Arturo Illia. Además de la Sociedad Rural, la UIA, la CGE y buena parte de la prensa (sobre todo las revistas Primera Plana y Confirmado, que habían socavado al gobierno radical), estuvo el apoyo de Perón al golpe, dato esquivo en la historiografía peronista. Desde Madrid, en declaraciones al periodista Tomás Eloy Martínez, Perón saludó la llegada de Onganía, lo elogió como camarada y celebró que con la caída de Illia se hubiera puesto fin a "una etapa de verdadera corrupción".
El sindicalismo peronista más enjundioso, que respondía al metalúrgico Augusto Vandor y al representante del vestido José Alonso, directamente se puso corbata y participó de la jura de Onganía. Los planes de lucha quedaron suspendidos. Merodeaba la expectativa de recrear un eje gremial-militar como en 1945. Más tarde vendría la partición de la CGT (una negociadora, otra combativa) y un hecho trágico que también le sumó a 1969 carácter de año bisagra, el asesinato de Vandor, lo cual pulverizó el ensayo más importante que haya habido de un peronismo sin Perón.
A muchos argentinos hoy indignados con los sindicalistas enriquecidos y con la desvirtuación que el formidable poder económico de determinados sindicatos causa en la vida política tal vez les resultaría impactante saber que todo eso viene de Onganía. En 1970, necesitado de entendimientos con el sindicalismo peronista, sin visión futura alguna dictó una "ley" que universalizó las obras sociales y puso a disposición de sindicatos únicos la cobertura de salud de los trabajadores. En medio siglo, ningún gobierno, del color político que fuere, pudo replantear el poder sindical sobre el sistema de salud.
Onganía se pretendía sinónimo del orden. Pero ese orden se desmoronó con el Cordobazo. El general de los bigotes poblados, rasgo caricaturesco que a Landrú le costó la clausura de Tía Vicenta, sobrevivió un año más. Lo terminó desalojando un golpe palaciego después del secuestro y asesinato del general Pedro Aramburu, la presentación de los Montoneros. En total estuvo en la Casa Rosada 1440 días, menos tiempo que Videla, pero más que todos los otros dictadores. Su idea inicial de permanencia indefinida, armónica con la inauguración de la Rural en el viejo carruaje que había usado la Infanta Isabel en 1910, hablaba de los "tres tiempos", uno económico, otro social y otro político, un caso de humor involuntario. Los tiempos se precipitaron cuando el generalato entendió que Onganía pensaba quedarse 20 años.
Último caudillo del Ejército con aspiraciones políticas, Lanusse, quien asumió la presidencia después de sacarlo a Levingston, fue artífice de un giro histórico, disruptivo, aunque acotado: el levantamiento de la proscripción al peronismo. A él mismo le tocó ponerle la banda a Héctor Cámpora, tras reconquistar el poder el peronismo con la mitad de los votos. El ineficaz modelo proscriptivo creado por la Revolución Libertadora se había derrumbado.
La vuelta de Perón al gobierno tras 17 años de exilio fue, claro, un suceso extraordinario. Al cabo, el tercer gobierno peronista, dos años y diez meses en los que gobernaron cuatro presidentes, resultaría un entretiempo entre dos dictaduras. Con la última, se sabe bien, la escala histórica se destruyó debido al carácter y la magnitud monstruosos de la represión ilegal, lo que acabó estandarizando a las cinco anteriores como mansas. El "Proceso" significó para el país un enorme atraso en todos los órdenes. La Guerra de las Malvinas, frustración mayúscula con secuelas muy traumáticas, convenció a los militares de volver a los cuarteles.
Por fin en 1983 todas las dictaduras se terminaron. Se abrió el período democrático más largo que haya habido, ahora en curso, progreso ostensible. Tantas décadas pendulares, tantas botas en vez de votos, sobreestimaron, tal vez, el remedio de la democracia continuada, que aportó grandes beneficios pero todavía no consiguió engendrar tres presidentes seguidos con mandatos ajustados al reloj constitucional, crecer en forma sostenida, erradicar el hambre en un país productor de alimentos, controlar la inflación ni bajar la pobreza. Al país cuyo PBI pasó en 50 años de 31.256 a 637.000 millones de dólares (2017, Banco Mundial) para ubicarse como la economía 21ª. del mundo, no le alcanzó con una nueva Constitución para robustecerse institucionalmente, gran deuda pendiente. Aunque sí consiguió que la democracia desalentara y casi extirpara la violencia política.
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