El centro de estudiantes del gobernador Kicillof
Un fantasma recorre la Argentina. Tiene la forma de la baja participación electoral y esa es un cuestión crítica sobre todo para el kirchnerismo, que ve agotarse su histórica caja de herramientas de seducción de votantes, cada vez más envejecida e ineficiente después de casi dos décadas en el centro de la política y ahora oxidada por la pandemia: el engranaje de incentivos al consumo, la máquina de construcción de épica y el cosito de fabricar enemigos.
En ese punto, todo parece indicar que para estas elecciones el kirchnerismo se equivocó de enemigo. Mientras el oficialismo intentó hacer de los antivacunas la némesis perfecta que por contraste iluminaría mejor la supuesta superioridad moral-sanitaria del cuarto kirchnerismo, el verdadero peligro electoral pasó inadvertido durante meses: no eran los antivacunas; era la antipolítica, y particularmente, la antipolítica joven. El jardín de los riesgos, se sabe, se bifurca en dos posibilidades: un voto joven libertario antisistema, que se escurre de los partidos tradicionales o, directamente, la fiaca electoral, esa apatía adolescente y juvenil acentuada por la crisis de vitalidad y entusiasmo que acarrea la pandemia y que puede impactar en las PASO del domingo 12 o en la elección definitiva de noviembre.
La antipolítica joven es un mal pronóstico para el kirchnerismo en ese sentido. El número de adolescentes empadronados puede mover el péndulo de los resultados, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, donde se da la mayor cantidad de adolescentes de 16 y 17 años habilitados para votar por primera vez. De los 861.149 adolescentes que constan en el padrón nacional, 333.342 están en el territorio del gobernador Axel Kicillof.
Pero los adolescentes y jóvenes no son los únicos en riesgo de apatía electoral. Además de los votantes que faltarán a las urnas por la coyuntura sanitaria, muchos aislados y con Covid, hay otros votos en riesgo. Por miedo al coronavirus o por desmotivación ante la recurrencia de las crisis políticas, también podría haber riesgos de baja asistencia de votantes adultos mayores. Es decir, la baja participación no solo podría afectar al 20% del padrón electoral que corresponde a los chicos y chicas de entre 16 y 24 años, golpeados por la desmotivación de una cotidianeidad sin escuela, sin trabajo, sin ánimo, sino también a los mayores de 70 años, que representan el 11,7% del padrón electoral nacional. Se trata de algo más de 4 millones de personas.
Las cuatro elecciones llevadas a cabo hasta el momento, Misiones, Jujuy, Salta y Corrientes, ya mostraron una baja consistente en la participación electoral. El piso histórico fueron las PASO de 2017, donde la participación se detuvo en el 74% del padrón. Para este año, hay encuestadores que especulan con un número menor de votantes. En 2011, el año inaugural de las PASO fue el techo histórico, con una participación del 78,6% a nivel nacional. Las últimas PASO, las de 2019, tuvieron una participación del 76.4%. Un espejo de la otra gran crisis contemporánea, el 2001, tampoco es alentadora: el ausentismo electoral llegó al 26%. Este punto dispara una alerta más estructural y de más largo plazo. La pérdida de confianza creciente en el sentido del acto electoral y el traslado a la calle de las necesidades insatisfechas. Es decir, el riesgo de una “chilenización” del escenario político social argentino.
¿Quién ha visto un joven?
Los rumbos que tome la corriente antipolítica cada vez más robusta preocupan a la política en general pero especialmente, al partido del poder, el perokirchnerismo. Perder el poder es siempre un peligro mayor que no lograr recuperarlo. El oficialismo, entonces, tiene mucho más para inquietarse.
Hay un dato clave para la estrategia electoral del oficialismo: el distrito gobernado por Kicillof encabeza el ranking de provincias con mayor cantidad de votantes adolescentes. Las chicas y los chicos de entre 16 y 17 años representan casi el 3% de los 12.704.518 de bonaerenses habilitados para votar en estas elecciones. Al ritmo de “Un poco de amor francés”, el gobernador Axel Kicillof se subió al escenario del gimnasio del Club Atlético Estudiantes en Olavarría. El gobernador llegó a esa ciudad bonaerense con su campaña política. La polémica que disparó su visita es un indicio de los esfuerzos fallidos por intervenir y controlar esa tendencia antipolítica joven y llegar a adolescentes y jóvenes que hoy son verdaderos marcianos para varias generaciones de políticos.
Hubo acusaciones de parte de la oposición, padres y directores de escuela de Olavarría que denunciaron el uso político del ámbito escolar: los centros de estudiantes de escuelas secundarias habrían sido convocados para participar del acto proselitista encabezado por el gobernador y el precandidato a diputado por PBA Daniel Gollán. El hecho fue descripto en una nota por Francisco Olivera.
El kirchnerismo no encuentra el camino para llegar hasta ese voto joven o jovencísimo que puede resultar esquivo. Nada menos joven que la institucionalización de la rebeldía adolescente desde un escenario habilitado por el poder. En ese mundo joven que escucha a L-Gante o a El Dipy, tampoco parece haber lugar para que resuene la apelación a la lucha contra “el neoliberalismo”, como planteó Kicillof en Olavarría, o contra las “oligarquías” o los enemigos “de doble apellido”, “familias patricias”, como señalan con insistencia otras voces del círculo de confianza de Kicillof, como Andrés Larroque, el ministro de Desarrollo de la Comunidad bonaerense.
Si no es la “Operación Goce” que siguen al pie de la letra Victoria Tolosa Paz y Leandro Santoro, es la interpelación a los jóvenes en el formato “centro de estudiantes del Nacional Buenos Aires”. El gobernador Kicillof y buena parte del kirchnerismo conciben a los adolescentes y jóvenes como militantes disciplinados de los centros de estudiantes de su época de alumnos secundarios cruzados con la matriz de la radicalización de la década kirchnerista: inflexibles en lo ideológico y progresistas en esa inflexibilidad, un oxímoron. En PBA, ese discurso está presente en Kicillof y algunos de sus hombres de mayor confianza, compañeros de secundaria en el Buenos Aires como Larroque o Augusto Costa, ministro de Producción de PBA.
En los años fundacionales del kirchnerismo y hasta 2015, esa matriz dio su fruto en buena parte de la adolescencia, sobre todo la más activa políticamente. El cambio de época que implicó la derrota de 2015 empezó a desandar generacionalmente ese camino. La pandemia terminó de confundir el rastro.
La Argentina: ¿en camino a la “chilenización”?
El fenómeno antipolítica y su síntoma electoral, la baja concurrencia a las urnas, tienen un alcance mayor y más estructural para la Argentina: el riesgo creciente de que la gente deje de encontrar en las urnas la forma de expresar sus necesidades y expectativas y traslade los conflictos a la calle. No es sólo un problema para el oficialismo y la clase política. Es un problema para Argentina.
El espejo es Chile, su histórica baja participación electoral y sus daños colaterales: una brecha creciente entre el juego de poder de la política, de un lado, y, en la vereda de enfrente, las necesidades de la gente. El riesgo, el estallido social cocido subterráneamente a lo largo de los años. Se daría entonces una suerte de chilenización del escenario político-social argentino. Cuando no hay escucha, el riesgo es que la crisis irrumpa y el estallido social se convierta en la vía directa hacia la crisis.
El 21 de noviembre habrá elecciones en Chile. En julio se realizaron las primarias para definir a los candidatos a presidente. Los analistas chilenos consideraron que la participación electoral ese 18 de julio fue un hito en la historia de las primarias chilenas: la participación llegó al 21,39% del padrón. Se trató de un techo nunca alcanzado antes en elecciones primarias. Así de desapegada está la población del proceso electoral. “¿Por qué el 80% de los chilenos no acude a votar?”, planteaba El País de Madrid en junio, sorprendido por una participación de apenas un 19,6% en la elección de gobernadores, que se realizaba por primera vez en la historia de Chile. Ni en ese contexto se acercaron los chilenos a las urnas, y ni siquiera en medio de un proceso en marcha de reforma constitucional que busca, precisamente, garantizar mayor participación y poder ciudadano.
Y en mayo, la participación a la elección para los constituyentes que tienen la responsabilidad de la reforma de la Constitución que intentará canalizar los reclamos del estallido social de 2019, nada menos, la participación electoral apenas llegó al 43%. Menos de 6,5 millones de chilenos influyeron en decisiones en las que debieron intervenir 15 millones habilitados para votar y una de las elecciones más importantes en 31 años de historia democrática.
La Argentina está lejos de ese panorama desolado, pero el momento es único. Un kirchnerismo desgastado después de veinte años de centralidad política. Una oposición que sobrevivió a una derrota, pero que no termina de encontrar un rumbo. Una pandemia que transforma el ánimo de los argentinos de manera insospechada e influye también en la apatía electoral. Y una historia democrática con más deudas que soluciones. La Argentina vive su tormenta perfecta. El resultado está abierto, y también, las tendencias que puedan consolidarse.
En medio de una política absorta en el juego de la polarización, se trata de intentar interpretar el mediano y largo plazo. El objetivo es detectar si llegó la hora de una grieta que ya no separa facciones políticas sino a las élites políticas de las necesidades de la gente. El mayor riesgo es que la ciudadanía empiece a percibir que el voto es una ficción de la república liberal que empieza a generar más insatisfacción que sensación de futuro.
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