El castigo al “turista”, otro hito de la singularidad argentina
El Gobierno vuelve a buscar culpas ajenas a los problemas que le plantea la pandemia; deja miles de varados en el exterior ante la incapacidad de aplicar controles sanitarios efectivos
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El gobierno del Frente de Todos se revela durante la pandemia como una maquinaria infalible a la hora de hallar el culpable adecuado para cada una de sus falencias de gestión.
Un año atrás los runners de Palermo cargaron con el estigma de esparcir el virus por todo el país. Los que osaron criticar las negociaciones poco transparentes con los laboratorios se convierten por obra y gracia del discurso oficial en terraplanistas que entorpecieron el plan de vacunación. La segunda ola hay que achacársela al “sistema de salud que se relajó”. El desastre posterior a la Semana Santa, a los padres que en complicidad con Horacio Rodríguez Larreta decidieron mandar a sus hijos a la escuela, en abierto desafío a la voluntad protectora de Alberto Fernández y Axel Kicillof.
Los argentinos que viajaron al exterior son el nuevo blanco de sospecha frente al temor de que empiece a circular la variante Delta del coronavirus. La burocracia puso manos a la obra sin reparar en sutilezas. Como ningún otro país del mundo, se fijó un cupo máximo de 600 pasajeros al día habilitados a entrar al país. Una medida de esa magnitud, que afecta libertades esenciales, se aprobó mediante una simple decisión administrativa, sin negociar previamente con las aerolíneas ni prever una solución razonable para los 44.000 argentinos que cruzaron la frontera en el último mes y quieren volver a su casa.
El Monitor Público de Vacunación del Ministerio de Salud revela que hay 4,3 millones de dosis sin aplicar, casi la mitad de ellas en la provincia de Buenos Aires
En lugar de asistencia, los afectados recibieron del Estado una reprimenda: “Preferimos que los chicos sigan yendo a las escuelas y los que se fueron de vacaciones en pandemia demoren un poquito más en volver”, dijo Florencia Carignano, la directora de Migraciones. Al mismo tiempo, se preocupó por difundir una estadística de los motivos que declararon los viajeros cuando salieron del país como prueba de que la gran mayoría lo hizo por turismo.
El señalamiento público traduce la medida como un castigo merecido a los que “se fueron a Miami a vacunar”, una nueva categoría de opositores a ojos de un sector del kirchnerismo.
Pero detrás del discurso asoma la admisión inconfesable de la impericia del Gobierno para hacer frente a los desafíos permanentes que plantea la pandemia.
Ezeiza ya estaba cerrado para extranjeros y regía un cupo de 2000 nacionales que podían entrar al día. La disrupción actual obedece a que el propio Poder Ejecutivo asume que no puede vigilar que quienes llegan del extranjero –con un test en origen y otro al aterrizar- se aíslen durante una semana. ¿Podrá lograr con 600 lo que parecía imposible con 2000? Es un experimento cuyos resultados se verán con el tiempo: se aprobó sin siquiera determinar cómo serán los controles, que se delegaron en los gobiernos provinciales. Mientras tanto, por pasos terrestres informales entra y sale gente de la Argentina sin control alguno del Estado, tal como reveló Diego Cabot el domingo en LA NACION.
La alarma ante la variante Delta se potencia a raíz de las demoras en el plan de vacunación. Los científicos advierten que el riesgo de contagio con la nueva cepa que altera al mundo se reduce de manera notable para quienes cuentan con las dos dosis aplicadas. La Argentina tiene 4 millones de personas en esas condiciones, menos del 10% de la población, y no encuentra soluciones rápidas al problema de suministro del componente 2 de la Sputnik V.
Los inconvenientes no se limitan a los faltantes. El Monitor Público de Vacunación del Ministerio de Salud revela que hay 4,3 millones de dosis sin aplicar, casi la mitad de ellas en la provincia de Buenos Aires.
No se requería un Dunkerque a costa de las arcas públicas, sino eficiencia logística para controlar las cuarentenas
La incompetencia se corrige a fuerza de medidas drásticas. El cepo aéreo de hoy conecta con la cuarentena de ocho meses de 2020, acompañada por una campaña insuficiente de testeos y rastreos.
Viajes a Miami
Ese contexto explica el boom de viajes a Estados Unidos para aprovechar la aplicación libre y gratuita de dosis de Pfizer, Moderna y Johnson & Johnson. El formulario de Migraciones no permite poner “vacunación” como motivo del viaje, pero sin duda un importante porcentaje de quienes pusieron “turista” se subió a un avión para conseguir la protección que el Estado argentino demoraba en darles.
El Gobierno lo considera un privilegio con la misma convicción que justifica como una simple picardía el vacunatorio vip que montó Ginés González García en el Ministerio de Salud durante el verano. Y no sin antes haber incluido a los “funcionarios en misión oficial” entre los exceptuados de cumplir con la cuarentena obligatoria de siete días al regresar al país. Como si la variante Delta respetara investiduras.
“Los que salieron firmaron una declaración jurada en la que aceptaban que las condiciones podían cambiar y que el Estado no se haría cargo de la repatriación”, argumentan en el oficialismo. Pero, ¿era necesario endurecer el cierre de fronteras de manera tan brusca? ¿No había forma de aplicarlo hacia adelante, gradualmente, y mantener un cronograma de vuelos razonable que permitiera el regreso sin grandes traumas de quienes están afuera? No se requería un Dunkerque a costa de las arcas públicas, sino eficiencia logística para controlar las cuarentenas. En cualquier caso, hubiera servido una pizca de empatía con los perjudicados.
La solución que deja desamparados a miles de argentinos funciona como una constatación física de la paulatina desconexión del país con el mundo. Si se cumpliera tal como figura en la normativa, solo aterrizarán dos o tres aviones sin llenar. Cuatro, como mucho si van con la mitad de las butacas vacías. En el camino se pierden rutas aéreas y se acumulan líneas que dejan de operar en el país, con el costo económico asociado para millones que no pisan jamás un aeropuerto.
Para justificar la decisión, el Gobierno recurrió a un clásico albertista: las comparaciones con el mundo. Difundió un comunicado en el que refleja que más de 100 países mantienen abiertas sus fronteras con restricciones y muchos otros han decidido directamente cerrarlas. Menciona el caso de Australia, que acaba de decretar un confinamiento estricto en la región de Nueva Gales del Sur por un brote de la variante Delta detectado en Sídney. “Por esta decisión, se desató una fuerte polémica ya que muchos consideran que el país se está volviendo un ‘reino ermitaño’”, refleja el texto oficial. Es cierto. Como también lo es que en el aeropuerto de Sídney aterrizaron este miércoles 16 vuelos internacionales, que hay otras estaciones de entrada al país habilitadas y que en toda la pandemia murieron en Australia 910 personas (contra los 94.304 de la Argentina).
En la región, Brasil, Bolivia, Chile, México hasta Venezuela y Cuba tienen programados decenas de servicios desde el exterior. Uruguay mantiene su política fronteriza bien restrictiva, pero entre cinco y siete vuelos internacionales aterrizan a diario en Carrasco. Israel, otro país que revisó sus protocolos de ingreso al país por la nueva cepa, recibe un avión desde el exterior cada 10 minutos en las horas pico.
La fisonomía de Ezeiza con un puñado de vuelos al día va camino a trazar otro rasgo de la singularidad argentina. Del récord mundial solo nos separa Corea del Norte. La dictadura de Kim Jong-un decretó que ningún vuelo comercial despegue o aterrice en su territorio desde que estalló la pandemia en China.
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