El caso Miceli sólo es una ilusión en un mapa judicial sombrío
La condena a Felisa Miceli abre una pequeña ilusión de que la impunidad de la corrupción pueda reducirse y de que la justicia comience a ser consciente de la necesidad de perseguir también los delitos económicos y, particularmente, los delitos de poder.
Sin embargo, quienes transitamos los pasillos de los Tribunales en Comodoro Py podemos apreciar que todavía se está muy lejos de lograr más avances que los muy escasos producidos hasta ahora. Los tribunales no suelen tener ni incentivos, vocación, ni la capacidad técnica para hacer frente a este tipo de criminalidad organizada y, en consecuencia, este caso se ha convertido en una excepción.
El caso de la ex ministra de Economía tuvo un trámite diferente al del resto de las causas porque fue descubierta in fraganti , los hechos por investigar fueron más sencillos a los de las causas típicas de corrupción, las justificaciones que fue brindando en el tiempo la ex ministra se mostraron inverosímiles y no era una figura simbólicamente relevante dentro del gabinete.
Ya se han elaborado numerosos diagnósticos técnicos sobre las razones que impiden que los expedientes de corrupción avancen, por lo que la razón de que no se produzcan reformas es sólo política. Entre los motivos establecidos se destaca que la mayoría de los jueces no son independientes, los fiscales no actúan proactivamente, los defensores tienen un lazo muy estrecho con los funcionarios judiciales y son amparados por éstos cuando abusan de las potestades procesales, los juzgados no cuentan con especialistas contables dentro de sus plantas de personal, compuestas casi exclusivamente de abogados, y la sociedad civil no tiene posibilidad de participar.
Como lo demuestra la penosa posición de nuestro país en los índices que miden la situación de la corrupción, ninguna de las cabezas de los poderes del Estado está sancionando políticas adecuadas para atacar el flagelo. Entre otras cuestiones, el Poder Legislativo no reforma el Código Procesal pese a que hay consenso hace años en que debe irse a un sistema en el cual el fiscal sea el responsable de investigar y no crear una oficina autónoma anticorrupción, pese a que la Convención de las Naciones Unidas y las reglas del G-20 establecen la obligación de hacerlo.
El Consejo de la Magistratura no tiene ningún interés en sancionar a los jueces que efectúan investigaciones deficientes ni efectúa auditorías sobre las causas más antiguas que yacen en los juzgados. El Poder Ejecutivo no designa jueces permanentes, no realiza investigaciones administrativas para detectar responsabilidades políticas y ha desmantelado todos los organismos de control.
Los ciudadanos no tienen forma de separar a representantes honestos de los deshonestos y, de esa manera, se desvaloriza el valor de la política. Eso genera menos incentivos para que las personas más capaces se vuelquen a esa actividad y, en consecuencia, se producen más y más hechos de corrupción.
En algún momento, habrá que modificar ese sombrío panorama atacando la impunidad existente pero, por ahora, no están dadas las condiciones.
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