El caso María Soledad. Un punto de inflexión en la historia del periodismo
Cuanto más lejos se esté de Buenos Aires, menor será el impacto informativo de una noticia, aún hoy que contamos con redes sociales e imágenes que pueden volar al instante desde un simple celular de un punto a otro sin importar la distancia. Cuanto más hace treinta años, sin Internet y con la telefonía celular en pañales. Y en Catamarca.
Ese aislamiento alentaba discrecionalidades que se podían tapar con bastante impunidad, a espaldas de Buenos Aires. Eso era Catamarca hasta que el crimen de una adolescente en una fiesta con hijos del poder despertó como nunca antes la avidez informativa porteña. No era que hasta entonces representantes de medios de comunicación capitalinos no viajaran a cualquier zona en caso de producirse un hecho conmocionante. Pero lo que se hacía habitualmente era ir un par de días, recolectar la información y volver.
La violenta muerte de María Soledad Morales implicó una gran novedad: no solo que con el paso de los días tras el asesinato de la chica fueron llegando a la capital provincial más y más medios nacionales y extranjeros, sino que se fueron quedando allí por largo tiempo. La calma chicha de los bares céntricos se alteró de la noche a la mañana porque a los plácidos parroquianos de siempre se sumaron legiones de periodistas, abogados, testigos y falsos influyentes que se sorprendían a sí mismos con un histrionismo desconocido en cuanto se encendía un reflector y una cámara de televisión los apuntaba.
Dos años antes, el asesinato de Alicia Muñiz en plena temporada marplatense a manos del boxeador Carlos Monzón había encandilado a todos los medios durante mucho tiempo. Pero se trataba de famosos y de un hecho ocurrido en una ciudad que todos los veranos merecía la atención del periodismo.
Lo que podría haber sido un mero hecho de la crónica policial rápidamente olvidado, escalaba social y políticamente hasta convertirse en algo del todo novedoso y de magnitud. Se trataba de un lugar remoto para Buenos Aires y con protagonistas desconocidos. Solo se parecía a aquel renombrado crimen por carecer de un nombre específico que el tiempo les daría a ambos muchos años después: femicidio.
Los primeros adelantados descubrieron muy rápido que había mucha tela para cortar y los más distraídos no tardaron en despabilarse y sumarse como huéspedes al hotel Ancasti, el mismo nombre del diario local, que triplicó con el caso su circulación, y de uno de los dos cerros que enmarcan el valle de San Fernando de Catamarca.
Ancasti quiere decir en quechua "nido de águilas", nombre ideal para el sórdido culebrón que se empezaba a tejer y que no cesaría de agregar inquietantes capítulos hasta encender el interés de los públicos más diversos. Desde la vecina Córdoba, por ejemplo, Chiche Gelblung levantó las alicaídas ventas del diario homónimo con el caso de la malograda catamarqueña mediante entregas diarias, a manera de truculento teleteatro. Fanny Mandelbaum saltó al estrellato periodístico con sus coberturas para el noticiero de Telefe desde el epicentro de la investigación del hecho.
Es que contaba con todos los condimentos para atrapar a la audiencia: una joven que en su despertar sexual encontraba su peor final en el seno de un reino feudal fundado por Vicente Saadi, el mismo que en el debate por el conflicto por el canal de Beagle con el canciller Dante Caputo, en 1984, lo había conminado a no irse por las "nubes de Úbeda". Su hijo, Ramón, gobernador de la provincia, había llenado su pileta de champagne para festejar sus 41 años, fiestón al que asistió el entonces presidente Carlos Menem, muy amigo del diputado Ángel Luque, padre de Guillermo, uno de los que finalmente sería condenado por el crimen.
Personajes nefastos
Ya lo dice el refrán: "Pueblo chico, infierno grande". Un elenco de personajes nefastos entraban y salían de escena emparentados por la sangre, los negocios, las conveniencias políticas, las sábanas o todo junto. Los resbaladizos Luis Tula (otro de los condenados) y su mujer, los distintos magistrados que jugaban sus propias internas, la llegada del comisario Luis Patti, enviado por Menem, para resolver y no terminar resolviendo nada, los que en voz baja desprestigiaban a la víctima hablando de su reputación. Y del otro lado, Martha Pelloni, la monja carmelita, del colegio donde estudiaba María Soledad, armando las muy concurridas "marchas del silencio" de cada jueves, los sufridos padres de la víctima y su locuaz abogada Lila Zafe. Remataba un santuario que pronto se levantó en donde fue encontrado el cuerpo y al que peregrinaban vecinos para pedirle milagros.
Todo esa combinación de versiones, desmentidas y escándalos tribunalicios, hallazgos sorprendentes y operaciones continuas para despistar era para la prensa una cantera inagotable de oro en polvo con la que llenaban páginas y páginas de diarios y revistas, mientras los noticieros transmitían por coaxil en directo, con alto rating, las primicias que se producían día tras día.
Atmósfera densa y autóctona, que no tenía nada que envidiarle a García Márquez, Rulfo y otros grandes de la literatura latinoamericana. Catamarca era Macondo, pero con fondo precordillerano, un parque de diversiones tétrico, con testigos que contaban lo que no habían visto y que callaban lo que sí sabían.
El crimen de María Soledad fue un punto de inflexión en la agenda mediática. Las primeras señales de cable de noticias aparecen en los años 90 no por casualidad. Junto con el caso Carrasco, en 1994, y el caso Coppola, en 1996, la tragedia catamarqueña marcó a fuego la década menemista y le legó al periodismo nuevos formatos y maneras más audaces de abordar la información. Ya nada sería igual.
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