El candidato, un problema para el ministro
Massa se plegó a la furiosa diatriba de Cristina Kirchner contra el Fondo Monetario Internacional en busca de votos extremadamente fanáticos del cristinismo que jamás lo verán con buenos ojos
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Carlos Melconian suele decir que la doble condición de Sergio Massa de ministro de Economía y candidato presidencial es “casi una irresponsabilidad”. El economista (que figura entre los principales candidatos a ocupar la cartera económica en un eventual próximo gobierno) hace esa evaluación, desde ya, para un país como la Argentina: frágil, extremadamente dependiente de favores ajenos y, encima, en medio de una encarnizada competencia por el poder. Otra cosa sería, por ejemplo, en Estados Unidos. Barack Obama cuenta en sus memorias el momento de su primera campaña electoral de 2008 cuando estalló la llamada crisis Subprime, consecuencia de la sobrevaloración de los bienes inmobiliarios. Convocado por el entonces presidente George W. Bush, Obama, candidato demócrata, debió hacerse cargo (junto con el candidato republicano John McCain) de decisiones impopulares tomadas por el mandatario saliente. Hubo un intenso debate dentro del partido Demócrata sobre la conveniencia de que Obama participara de esas decisiones de una presidente desacreditado que estaba a pocos meses de dejar la Casa Blanca. Sin embargo, fue Obama quien resolvió que él no olvidaría sus obligaciones como hombre de Estado.
Aquí, los pájaros vuelan más bajo. El debate argentino sobre Massa se abrió en los últimos días, cuando el ministro se convirtió más en candidato que en ministro. Hizo entonces una lectura rápida del manual electoral kirchnerista, que establece que los candidatos deben lanzarle, un día sí y otro también, una furiosa diatriba al Fondo Monetario Internacional. Para peor, quiere también llevarse los votos extremadamente fanáticos del cristinismo, que jamás verán con buenos ojos al ministro ni al candidato. Esos votos lo tienen como referencia, por ahora, a Juan Grabois. Cristina Kirchner, lejana de cualquier sensibilidad política o personal, lo somete a Massa a la contradicción cotidiana. El lunes, mientras Massa enviaba un equipo de funcionarios a Washington para negociar un acuerdo esencial con el Fondo, la vicepresidenta lo colocó al ministro a su lado como testigo y cómplice de sus fobias fondomonetaristas. No fue solo eso: lo sentó a Massa en un simulador de vuelo al mismo tiempo que decía que el país necesita un simulador de presidentes para usarlo antes de que lleguen a presidentes. Massa sonreía, y aceptaba a Cristina Kirchner como copiloto en ese simulador, un artefacto menor como para convocar a la expresidenta y al ministro de Economía al acto de su inauguración. Pero ella no pierde nunca ninguna oportunidad de demostrar quién es la jefa y, sobre todo, quién lo será.
El Gobierno tiene pocos días para llegar a un acuerdo con el Fondo; corre el riesgo de caer, a fin de mes, en un default de hecho con el organismo multilateral. A la burocracia del Fondo le importan muy poco los agravios políticos. Está acostumbrada a esos insultos. Otra cosa es que Massa cuente en público supuestos diálogos con funcionarios del organismo, que suelen militar en un insoportable hermetismo aún con las personas a las que convocan para requerir su opinión. Mintió, por lo tanto, cuando dijo que un funcionario del Fondo, al que nunca identificó, le contó que economistas de la oposición le habían pedido que no tuviera piedad con el país mientras gobiernen los actuales funcionarios. ¿Quién puede imaginar que un funcionario de un organismo multilateral, acostumbrado a caminar en puntas de pie entre abismos, trasladaría pobres chismes políticos a dirigentes de un país cruelmente fragmentado por una campaña presidencial? Nadie, en su sano juicio. Massa es así. No le importa lo que piensan o suponen los dirigentes del país; solo le interesa que sus mensajes, ciertos o inciertos, lleguen a vastos sectores sociales.
El problema fundamental de Massa es con el equipo técnico del Fondo y la continuidad de un cepo cambiario, que ya tiene, según la definición de un economista, “características soviéticas”. No se trata, desde ya, del mercado libre de cambios para comprar y vender la moneda norteamericana. Se refería a los dólares indispensables para mantener la economía en funcionamiento. El ministro recurrió hasta ahora a varios prestamistas. Los primeros fueron los productores de soja, a los que debió darles un precio especial del dólar. También los proveedores de insumos para la industria y el campo se convirtieron en prestamistas porque enviaron productos que no están siendo pagados. Según cálculos privados, esa deuda ya suma unos 14.000 millones de dólares. Los empresarios locales están abarrotados de pesos, pero no pueden pagar esos compromisos en dólares. El último prestamista es China porque el Gobierno está usando el swap que tiene con ese país y que le permite contar con yuanes, la moneda china, para hacer algunas compras en el gigante asiático y, eventualmente, pagarle al Fondo. Massa sacude esta posibilidad como una amenaza, pero, en rigor, al organismo no le preocupan pagos eventuales con moneda china, porque esa moneda es una de la cinco reconocidas por el Fondo. Las otras cuatro monedas son el dólar, el euro, el yen japonés y la libra esterlina. Parece una rebeldía, pero ya sabemos que parecer no es lo mismo que ser.
La principal pregunta es cómo se sale del cepo tal como existe actualmente. Todos hablan, desde ya, de una salida parcial, y muchos recuerdan que el primer cepo de los Kirchner fijo un monto máximo mensual de acceso a la moneda norteamericana de dos millones de dólares. También el gobierno de Mauricio Macri fijó ese tope cuando salió del cepo en 2015. Cualquier salida impondría, desde ya, la necesidad de una devaluación del peso, aunque muchos economistas estiman que el precio del dólar no debería alcanzar necesariamente el valor que tiene ahora el dólar paralelo. Algunos estiman que tal precio podría estabilizarse en alrededor de 400 pesos por dólar. Una devaluación del peso es, a la vez, una de las dos condiciones que pone el Fondo (la otra es un ajuste en las cuentas públicas) para firmar un nuevo acuerdo con el gobierno argentino, que no cumplió ninguna de las últimas promesas que le hizo al organismo. La contracara de ese requisito consiste en que la carencia de dólares es absoluta y aterradora, a tal punto que el Banco Central está usando dólares de los encajes (que son propiedad de los que ahorran en dólares) para las operaciones más esenciales. También existe la certeza comprobable de que quienes administran los dólares pertenecen a un gobierno que sobrelleva la desconfianza de todos los actores económicos y sociales. El desafío es imposible. El Fondo reclama una devaluación y el fin parcial del cepo, pero el Gobierno no tiene dólares propios ni la confianza pública. Una devaluación apresurada podría desencadenar, al mismo tiempo, otro sobresalto inflacionario en medio de una campaña electoral para elegir al próximo presidente.
Con todo, es improbable que el Fondo le suelte la mano al Gobierno del país que es su principal deudor en el mundo. La burocracia siempre encuentra un camino hasta donde parece imposible. Cristina Kirchner tiene razón cuando dice que existe casi un PBI argentino en dólares en manos privadas. Así es. No obstante, la lectura de esa realidad podría ser diferente de la dura crítica que la vicepresidenta les hace a los tenedores de dólares. El país tiene dólares, pero estos están felizmente en manos privadas. La salida de dólares del sistema financiero argentino (parte de los cuales se tomaría como reservas del Banco Central) es permanente desde la crisis de 2001/2002. ¿Por qué los argentinos deberían confiar en lo que hacen sus gobiernos después de semejante confiscación? Solo durante los años de Roberto Lavagna en el Ministerio de Economía (si hablamos de los años kirchneristas) se respetaron el equilibrio fiscal y el superávit de la balanza comercial. En cambio, cuando existió el predominio sobre la economía del matrimonio más poderoso de la política argentina, los dólares se usaron para el despilfarro de los recursos públicos y, por lo tanto, de los dólares que atesoraba el Banco Central. Los Kirchner espantaron a los tenedores de dólares. Esa es la conclusión de una lectura objetiva de la historia.
Massa profundizó su kirchnerización luego de las elecciones en Santa Fe, donde el Gobierno recibió una memorable paliza. Todas las vertientes peronistas no alcanzaron el 30 por ciento de los votos, mientras que la oposición de Juntos por el Cambio superó, si se suman los votos de todos sus candidatos, el 63 por ciento de los sufragios. Son porcentajes sobre el padrón total de Santa Fe. La Cámpora, erigida como cuna de vestales para cuidar la pureza ideológica del kirchnerismo, hizo otra vez una pésima elección. Sacó el 15,39 por ciento de los votos dentro de la interna peronista. Varios intendentes del conurbano aseguran que, si se dieran los resultados que miden hoy las encuestas en la provincia de Buenos Aires, el gobierno (y su candidato, Axel Kicillof) perdería el principal distrito electoral en las elecciones generales de octubre. El único intendente peronista que decidió un combate cuerpo a cuerpo con La Cámpora es el de Hurlingham, Juan Zabaleta, quien fue ministro de Desarrollo Social de Alberto Fernández. Zabaleta renunció al ministerio nacional cuando entrevió que los camporistas se preparaban para desalojarlo del poder territorial. Los resultados de Hurlingham tendrán un especial interés político, porque es el laboratorio donde se expondrán al escrutinio público, por separado, La Cámpora y el peronismo.
De todos modos, las elecciones de Santa Fe tienen también un claro ganador en el precandidato presidencial Horacio Rodríguez Larreta, que jugó frontalmente al lado del candidato a gobernador que venció con notable amplitud, el radical Maximiliano Pullaro. Aunque sería arriesgado transpolar al escenario nacional los hechos que se componen sobre todo de elementos locales, es cierto que se manifestó claramente en Santa Fe la voluntad del votante opositor de vencer al peronismo más que de descifrar las diferencias internas de la oposición. La carismática senadora Carolina Losada enfocó su campaña en duras acusaciones contra Pullaro, pero este eligió un bajo perfil y su discurso se encerró en cuestionar el mal gobierno del peronista Omar Perotti. Pullaro fue ministro de Seguridad del gobierno de la coalición radical-socialista santafesina. Algo debió hacer bien para que los santafesinos lo voten a él en medio de acusaciones sobre supuestas vinculaciones de Pullaro con policías cómplices del narcotráfico. Nadie conoce mejor a Pullaro que los santafesinos que lo votaron masivamente. Esas acusaciones deberían tener más consistencia por la gravedad explícita que revisten. “La sociedad quiere derrotar al peronismo. Punto”, se lo escuchó decir ayer al intendente de Rosario, Pablo Javkin, que ganó la candidatura a la reelección por Juntos por el Cambio, cuando evaluó los resultados electorales. La frase del alcalde rosarino cayó en la Capital cuando otra guerra se desataba aquí entre las tropas de Patricia Bullrich y de Rodríguez Larreta. Nadie oyó los ruidos de Santa Fe.
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