El arte de abrir nuevos conflictos sin cerrar ninguno
La Argentina se encamina a convertirse en un país donde casi todo lo previsible termina siendo inevitable. Una auténtica fatalidad (en sus dos acepciones) que puede ser trágica. Por imprevisión, impericia o desidia.
La escalada del conflicto policial bonaerense, hasta límites inaceptables en un Estado de Derecho, así como la forma elegida para resolverlo, expone la precariedad de las instituciones, la ruptura de normas básicas, la improvisación en la toma de decisiones de los funcionarios y, finalmente, una destrucción de la confianza política.
Por encima de todo eso asoman el acotado margen de maniobra y la acotada caja de herramientas de que dispone el Presidente, dadas la correlación de fuerzas dentro de la coalición gobernante y la acumulación de demandas y problemas irresueltos o agravados durante 10 meses de gestión.
Resulta evidente que Alberto Fernández abrió un nuevo conflicto antes de cerrar el que tenía sobre la mesa (o en la puerta de su residencia presidencial, para ser más precisos).
El jefe del Estado afectó seriamente el último eslabón de la relación con la oposición en su intento de satisfacer dos demandas en simultáneo: la de los policías bonaerenses amotinados y la de Cristina Kirchner, protectora de Axel Kicillof y jefa política del mayor espacio oficialista. Un triunfo para ella que lleva como moño el castigo a Horacio Rodríguez Larreta, el aliado pandémico del Presidente.
El inesperado e inadvertido golpe que le propinó Fernández al jefe de gobierno porteño inaugura una nueva etapa de conflicto en la dinámica política nacional, que ya venía afectada por un sinfín de desacuerdos y por la ruptura de bases mínimas de confianza.
La reacción de la dirigencia de Juntos por el Cambio y las expresiones de anoche del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires son apenas un adelanto, que excede la disputa en sede judicial. Consecuencias del regalo hecho a los halcones cambiemitas.
Sin embargo, el costo a pagar por el Presidente, ante la solución elegida, podría resultar demasiado alto en tanto el conflicto inicial no parece del todo resuelto. Las concesiones hechas desde la debilidad y no desde una posición de fuerza difícilmente aporten soluciones definitivas.
Como si fuera una caricatura grotesca de otros tiempos, los policías que se levantaron contra el poder político en demanda de mejoras salariales y de condiciones laborales parecieron intentar un remedo, en clave decadente, de los levantamientos carapintadas que, entre 1987 y 1990, pusieron en jaque la frágil democracia recuperada. Pero la historia solo se repite como farsa.
Por eso, si tras negociar con los militares alzados Raúl Alfonsín concluyó en el domingo de Pascua de 1987 esos días que tuvieron en vilo a todo el país con la histórica frase "la casa está en orden", Fernández bien podría parafrasearlo en clave farsesca y decir que "la caja está en orden". Por ahora. Así como aquel orden fue inestable y precario, este no parece más consistente. Por el contrario, augura nuevos problemas. Políticos y de gestión. Por de pronto, otros gremios esenciales podrían verse tentados a exigir lo suyo por la fuerza. El éxito siempre es imitable.
Previsible y evitable
El fin del motín policial a golpe de billetera ajena revela en buena medida la improvisación con la que se abordó y se resolvió, pero sobre todo expone incapacidad para prever consecuencias. Emerge como un gesto de impericia que no se hubiera evaluado, al menos, un potencial disparador de conflictos el anuncio de un aporte de 37.000 millones de pesos del gobierno nacional a la provincia de Buenos Aires para afrontar la inseguridad bonaerense sin que esa asistencia incluyera mejoras salariales para los agentes de seguridad de la provincia. Puro realismo.
Los policías bonaerenses no solo reciben sueldos muy inferiores a los de sus pares de otros distritos, como el porteño o el cordobés. También como consecuencia de la pandemia y de discutibles decisiones administrativas vieron reducidos, durante este año, sus ingresos adicionales (legales), como el valor de las horas extras o el pago por la prestación de servicios en espectáculos y eventos masivos. Al mismo tiempo, los agentes vieron incrementados su trabajo y los riesgos, incluida la exposición al contagio del Covid-19, que según algunas cifras llegaría a haber afectado a casi el diez por ciento de su enorme dotación de 90.000 agentes (el doble del Ejército Argentino).
También es un hecho (y una deuda de la democracia) que la bonaerense ha sido más parte del problema que de la solución de la inseguridad provincial. Por lo que, como señala un agudo observador de la política bonaerense, resulta muy curioso (y peligroso) que "la maldita policía haya logrado reinstaurar el Fondo del Conurbano", esa asistencia que Néstor Kirchner se encargó de licuar, congelándolo.
Al caricaturesco homenaje a Alfonsín, Fernández debe de sumarle una extraña revisión del manual de ejercicio del poder nestorista que acaba de hacer.
A gobernadores razonables, domesticables o dóciles, como Felipe Solá o Daniel Scioli, Kirchner les limitó su autonomía sometiéndolos a un arbitrario envío de fondos desde el poder central. Y muchas veces los recursos ni siquiera pasaban por La Plata para ir en forma directa a los intendentes, con los que completaba la pinza destinada a ajustar los movimientos del mandatario provincial de turno. El control del mayor distrito del país no se delegaba.
Por el contrario, al más inmanejable de los gobernadores para el poder central Fernández ya le otorgó o se comprometió a girarle, en apenas 10 meses, algo más de 100.000 millones por encima de los recursos coparticipables que le corresponden. Oxígeno para la autonomía. ¿Paradojas del poder bicéfalo, crudas escenas de hipervicepresidencialismo explícito o frutos de una insondable estrategia de acumulación de capital político por parte de Fernández? Solo el tiempo lo develará.
El credo federalista que le gusta rezar al Presidente en su reconocida condición de porteño culposo no incluye, sin embargo, una revisión de la ley de coparticipación que, entre otras cosas, les escamotea recursos a los bonaerenses en relación con lo que aportan al producto bruto nacional. Tampoco mejoró la situación de otras 21 provincias.
No obstante, las mayores incógnitas que abren las decisiones de Fernández no radican en el plano del deber ser, sino en el de la praxis política y la construcción del poder.
La reducción de la coparticipación a la ciudad de Buenos Aires pudo ser una operación quirúrgica sin daños colaterales para el Presidente. El jefe de gobierno porteño ya había dado por hecho que el presupuesto nacional para 2021, que se presentará la semana próxima en el Congreso, incluiría el recorte de los recursos nacionales para su distrito.
El Presidente terminó anunciando la quita como una concesión a la extorsión a punta de pistola de efectivos policiales que para reclamar por sus salarios habían desafiado a las autoridades constitucionales, roto la cadena de mandos y violado normas vigentes. Para hacerlo, eso sí, siguió el manual kirchnerista al rodear el anuncio de un relato épico, reparatorio de supuestas injusticias, aunque remixado con el barniz pedagógico de argumentos y "filminas" que caracterizan las exposiciones del profesor Fernández.
Más allá de la precaria resolución de la protesta de los caradespintadas policiales, no se advierte que el resultado se traduzca en una acumulación de poder para el Presidente.
La cita a los tres intendentes opositores del conurbano con el impostado argumento de la defensa de las instituciones se pareció, además, a una provocación. Nadie les advirtió que terminarían convirtiéndolos en testigos privilegiados de la ejecución político-administrativo-financiera de uno de sus principales referentes nacionales partidarios, como es Rodríguez Larreta, y en desmedro de una parte sustancial del electorado de Juntos por el Cambio, al que ellos pertenecen.
Si la relación de los alcaldes opositores (aunque no solo los opositores) con Kicillof ya era complicada, Fernández terminó por hacerla explotar y por agrietar, además, el vínculo de ellos con uno de sus pares más albertistas, como es Juan Zabaleta. El gobernador y el intendente de Hurlingham fueron los encargados de invitarlos a Olivos (o de tenderles la emboscada), ocultando el fondo del anuncio que se iba a hacer en su presencia. Pero eso no fue lo más grave: consiguió, en el mismo acto, dinamitar la confianza y el valor de la palabra presidencial.
Para concluir con las analogías imperfectas y caricaturescas, la invitación de anteayer puede encontrar otro miniparalelismo con el expresidente que Fernández dice admirar.
El 26 abril de 1985, en medio de un denunciado complot cívico-militar en curso, Alfonsín convocó a la Plaza de Mayo en defensa de la democracia. Allí, sin embargo, terminó anunciando que se venía una "economía de guerra", para desazón de sectores progresistas del peronismo y otras fuerzas, que se retiraron entre insultos. Fue un anticipo del deterioro del capital político alfonsinista, que apenas logró demorar el Plan Austral. La historia vuelve como farsa, parte dos.
La urgencia, la improvisación y el temor a contagios que se había adueñado del entorno presidencial a medida que se profundizaba el conflicto permiten comprender la forma en la que se intentó resolver el problema.
La explicación estaría incompleta si no se incorporara al análisis la influencia ejercida por Cristina Kirchner, que incluye la obligación de proteger y enjugar los problemas y deficiencias de su gran protegido, Axel Kicillof.
Al decisivo peso electoral que tiene la provincia de Buenos Aires y a la condición de bastión político del kirchnerismo que tiene el conurbano se les suma el proyecto futuro del cristinismo, encarnado por el gobernador y por Máximo Kirchner. Un fracaso allí pondría todo en riesgo.
La misión que Fernández tenía desde el comienzo de su presidencia se convirtió en mandato en el último tiempo ante la acumulación y emergencia de necesidades irresueltas en el territorio bonaerense. Un imperativo de cumplimiento irrenunciable. Aun a riesgo de abrir nuevos conflictos sin cerrar los que están en curso. Lo previsible resulta inevitable.
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