El alto precio del aislamiento
Ciudades abandonadas, rutas y caminos despoblados, peatones ocasionales. De la huelga general de ayer se podrán decir muchas cosas, pero no que pasó inadvertida. Es la segunda protesta social contra el gobierno de Cristina Kirchner en apenas 12 días.
El reclamo de una mayoritaria clase media el 8-N se convirtió ayer en el reproche de importantes franjas de trabajadores. La Presidenta está pagando el precio de su aislamiento.
Ninguna crónica podría explicar mejor esa reclusión entre muy pocos que lo que pasó ayer. Cristina se rodeó sólo por dirigentes y militantes de La Cámpora en medio de un país que acató con simpatía o con silencio el paro general de los gremios opositores. Delante de ellos, les contestó a los sindicalistas en un largo y ofuscado discurso. La masiva huelga fue para ella sólo un "apriete". No merece su atención ni su interés.
La primera huelga general contra los Kirchner sucedió un año después de las mejores elecciones presidenciales que tuvo un Kirchner. En los últimos meses, la Presidenta eligió un camino distinto del que la llevó al poder: se aferró al cristinismo puro y duro y se alejó del peronismo y de aliados históricos, como Hugo Moyano. Depositó la economía en manos de jóvenes cristinistas y la economía está cada vez peor. Se niega a mirar las culpas de sus funcionarios y acusa al mundo y a los estropicios de su crisis. El mundo no es lo que era, pero aún es generoso con la Argentina. No sirve de nada: es mejor estar fuera del mundo, suele decir la Presidenta.
Sin inversiones y sin un crecimiento importante de la economía, la jefa del Estado se volvió tacaña. El ajuste lo están pagando los asalariados (con enormes cargas impositivas) y las provincias, a las que los recursos federales les llegan tarde y mal. Los gobernadores hacen actos cristinistas, pero comenzaron a preocuparse por la opinión pública. Es mejor poco que nada, señalan en alusión al dinero que Cristina autoriza o niega personalmente. Ésa es una parte de sus prioridades; la otra es el humor social. Los caceroleros abrieron las puertas de masivas protestas; ayer fueron los sindicatos. El peronismo no respeta a los que son impotentes para frenar el descontrol de la calle. En un año de renovado poder, la Presidenta ha perdido la iniciativa en el espacio público o, lo que es peor, son otros, organizados o espontáneos, los que demostraron tenerla. Ella no pudo hacer nada para frenar semejantes hemorragias.
Han vuelto los piquetes después de casi siete años. Los cortes de rutas de productores rurales, en 2008, fueron otra cosa: se dieron en el interior profundo y respondían a un sector importante, pero determinado de la sociedad. La mayor aptitud del cristinismo es unir en su contra lo que estaba dividido; es el reverso de la política de divisiones de adversarios que promovía el marido muerto. Moyano hacía contrapiquetes en 2008 contra los ruralistas. Ayer, Moyano y Eduardo Buzzi, líder de la Federación Agraria, estuvieron juntos en los piquetes contra la Presidenta. Era impensable un acto político convocado al mismo tiempo por Luis Barrionuevo y por Néstor Pitrola. Ayer también estuvieron juntos. Ellos sólo saben, como los caceroleros, lo que no quieren.
Será siempre difícil establecer cuántos trabajadores no fueron a sus trabajos porque no quisieron y cuántos no pudieron hacerlo por problemas en el transporte o por los piquetes. Pero nadie se quejó por los inconvenientes. Eso es lo importante para la política. Ya desde la tarde del lunes, las atestadas salidas de la Capital parecían propias de las vísperas de un feriado. Muchas empresas dieron libertad de conciencia a sus empleados, sobre todo, dijeron, porque no los querían tener estresados por el trámite de ir y venir de sus casas. Conclusión: no hay muchos empresarios dispuestos a morir por el cristinismo, aunque luego figuren en el elenco estable de aplaudidores de Cristina.
Los piquetes son una mala práctica porque niegan la libertad que todo ciudadano debe tener para desplazarse. No empezaron a ser malos ayer; siempre fueron malos. El conflicto estuvo, por eso, en la autoridad moral de los que los critican. Abal Medina se escandalizó por lo que llamó un "piquetazo" nacional. Desde Néstor Kirchner, que mandó a Luis D’Elía y a Osvaldo Cornides a bloquear a Shell y Esso, el kirchnerismo usó los piqueteros amigos para vengarse de los enemigos. ¿Es necesario recordar los muchos bloqueos a los talleres de los diarios, entre ellos al de LA NACION, por gremios amigos? El Gobierno se trastornó ayer por un acto vandálico, es cierto, contra el café Tortoni, pero justificó y protegió a D’Elía cuando éste tomó con violencia una comisaría. Un pecador, en fin, enfurecido ante el pecado.
La ineptitud de la gestión económica tiene su correlato en la ineficacia de la administración política del oficialismo. Moyano era, tal vez, un aliado fastidioso, pero ¿por qué lo empujaron de aliado a enemigo? Moyano fue un socio clave del kirchnerismo para controlar el conflicto social durante los primeros ocho años de los Kirchner. A Cristina nunca le gustaron su independencia y sus aires de hombre poderoso. La desconcertante gestión política del cristinismo concluyó con un Moyano que es hoy un referente decisivo de la oposición y un dirigente crucial del peronismo. Lo hicieron más grande de lo que era.
La jornada de ayer sirvió también para darles la victoria y la derrota a los sindicatos. Moyano, la CTA opositora, Barrionuevo y Buzzi corrieron el riesgo de entronizar como interlocutor gremial a la CGT oficialista de Antonio Caló. Eso habría sucedido si la huelga hubiera resultado un fracaso. Ocurrió todo lo contrario. El triunfo evidente de la medida de fuerza fue un golpe importante a la fortaleza política de la central oficialista. Un país parado no es un buen pergamino para la CGT que no convocó a la huelga, sobre todo cuando pararon muchos trabajadores de sindicatos que pertenecen a la central de Caló. El Gobierno no le dio casi nada a la CGT oficialista y eso también contribuyó al triunfo político de Moyano.
Pero el corazón del éxito de la huelga debe buscarse en las políticas que la Presidenta no quiere revisar. El desorbitado impuesto a las ganancias tuvo un devastador efecto convocante. Ya es injusto que se pague un impuesto por trabajar, salvo en salarios muy altos, pero lo es más cuando su parámetro, el mínimo no imponible, no se ha modificado en más de una década. Hasta los gremios oficialistas debieron aclarar que no tenían disidencias sobre eso. Tampoco hay muchos sindicalistas dispuestos a morir por el cristinismo.
Por estas razones y por muchas otras Cristina Kirchner dejó en un año de ser una presidenta reverenciada. Ahora tiene indignada a una mayoritaria parte de la sociedad. Su reacción inmediata de ayer consistió en anunciar que no cambiará nada. Una réplica de la respuesta a los cacerolazos. Los sindicalistas son unos extorsionadores. La gente no fue a trabajar porque no pudo. Punto. No discutirá más. Fue la Cristina previsible. Una negociación es para ella una insoportable señal de debilidad. Sólo parece interesarle el aplauso fácil de funcionarios obedientes y de jóvenes tan sumisos como fanáticos. No es mucho, pero es lo que tiene.
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