El agravio y el silencio
Ayer, la prédica descalificadora; hoy, el silencio cómplice. Uno necesitaba de la otra. Se trataba primero de decretar la inexistencia del periodismo profesional. Militante o mercenario fue entonces la opción ofrecida desde el atril, tan falsa como otras devenidas de la misma concepción maniquea.
Se trataba de demostrar que el poder de turno no necesita de mediaciones y mucho menos la del periodismo. El atril, altar supremo de ese accionar, sepultó las conferencias de prensa, una estructura de comunicación, de diálogo, entre el poder político y los periodistas. Ninguneados los posibles interlocutores, ese estilo de comunicación fue vaciado de sentido y desapareció de la escena pública.
Por eso una y otra vez brotó el agravio descalificador: ¡mercenario! Escriben lo que les manda quien les paga. Los grandes medios son empresas que defienden intereses, siempre espurios, claro.
Dicha y repetida una y otra vez, desde las más empinadas tribunas, la prédica fue habituando el oído ciudadano. No pocos se sintieron tentados por esa sibilina trampa y optaron por el atajo del agravio y la descalificación generalizados, como si ésa pudiera ser la vía de acceso a la autocrítica, al debate imprescindible -hoy más que nunca- sobre el periodismo y su ejercicio profesional.
Es el Estado de Derecho el que ha sido vulnerado por la acción directa de pequeños grupos que se arrogaron la facultad de decidir qué pueden -¿o qué deben?- leer los argentinos o dónde y cuándo pueden publicar los grandes, medianos o minúsculos anunciantes.
La libertad ha sido dañada como nunca antes en estos casi 28 años de democracia. La libertad de expresión, la de imprenta, la de trabajar y comerciar, consagradas por la Constitución. Instituciones vulneradas por la acción directa estimulada antes por la prédica y cohonestada ahora por la inacción y el silencio oficiales que le ofrecen el amparo de la impunidad, pretendiendo esconder el cerrojo, la mordaza autoritaria, bajo la forma de un conflicto gremial.
Se ha quebrantado la convivencia de una democracia que a todos pertenece y cuya defensa y fortalecimiento requieren ante todo que la dirigencia aquilate la magnitud del daño inferido, camino inexcusable para un cambio de conductas.
Más que aguzar la retórica o acuñar el adjetivo rimbombante, la gravedad de lo sucedido demanda gestos, actitudes que insinúen, por una vez, que la dirigencia argentina comienza a mostrar que no atravesó en vano la fenomenal crisis de principios de siglo.
Si se le busca explicación para minimizarlo o se lo convierte en otra pieza más de ese debate inconducente y anacrónico destinado a dilucidar en qué espaldas ajenas se cargan todas las culpas mientras se diluyen las propias, será difícil que el agravio institucional produzca gestos nuevos capaces de torcer el rumbo decadente.
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