El abuso del juicio político
El autor sostiene que el intento de remoción del presidente de la Corte es una desembozada presión contra un poder independiente y advierte sobre el uso de un instrumento pensado para casos absolutamente excepcionales
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El presidente de la Nación empezó el 2023 con una carta dirigida al pueblo argentino. Allí avisó que continuaría con su embestida al Poder Judicial a través de una convocatoria a ciertos gobernadores para impulsar, en conjunto, un juicio político contra el presidente de la Corte Suprema. También advirtió que iba a requerir que se investigue la conducta del resto de los integrantes de nuestro máximo tribunal.
Las causas de ese juicio político que anuncia el Presidente serían, básicamente, dos. Por un lado, el supuesto “avance inadmisible del Poder Judicial de la Nación sobre los otros poderes” que se habría reflejado en la sentencia dictada en el caso “Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires” de fines de 2021, y en la medida cautelar dispuesta hace unos días a pedido de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en un conflicto relacionado con la coparticipación. Por el otro, la revelación de supuestos “diálogos entre funcionarios judiciales y políticos de la oposición en los que se anticipan decisiones y recomiendan fundamentos políticos para ser usados a la hora de decidir judicialmente casos con trascendencia institucional indudable”.
Dicho en otras palabras, el Presidente de la Nación anunció que impulsaría un juicio político contra el presidente de la Corte Suprema sobre la base de (i) el contenido de una sentencia de hace más de un año que, correctamente, declaró inconstitucional la ley que regula el Consejo de la Magistratura, (ii) el dictado de una mera medida cautelar en un expediente judicial en trámite que, además, fue recurrida judicialmente por instrucciones del propio Presidente, y (iii) los supuestos diálogos filtrados de un teléfono “pinchado” en una operación de inteligencia, que no parecen involucrar de forma directa y personal al juez al que se pretende remover, sino a un empleado de su confianza y pese a que esos “diálogos” fueron desmentidos expresamente por uno de los supuestos participantes que, además, denunció que habían sido manipulados.
Las mayorías especiales que exige la Constitución pretenden impedir que, como ahora, las pasiones políticas momentáneas intenten imponerse de forma abusiva a la hora de poner en marcha el juicio político
Al igual que ocurre con otras muchas disposiciones de nuestra Constitución, en lo que hace al juicio político, el modelo principal de inspiración de nuestros constituyentes fue la Constitución de los Estados Unidos. En 1888, James Bryce describió al impeachment norteamericano como “la pieza de artillería más pesada en el arsenal del Congreso” y advirtió que “no sirve para un uso ordinario. Es como un cañón de cien toneladas que necesita una compleja maquinaria para ser puesto en posición, una enorme cantidad de pólvora para dispararlo y un gran blanco al que apuntar”. También lo describió como una medicina heroica y un remedio extremo, aplicable solamente contra un funcionario culpable de haber cometido lo que denominó como “crímenes políticos”.
Con algunas pocas diferencias, el procedimiento de remoción de funcionarios que prevé la Constitución Nacional es análogo al impeachment norteamericano. Se trata de un mecanismo de control legislativo para la acusación y eventual remoción de funcionarios del gobierno federal que abusen claramente de sus cargos, sin perjuicio de su eventual condena posterior en sede judicial. Así, el juicio político forma parte del sistema separación de poderes con frenos y contrapesos que, en determinadas circunstancias, permite al Congreso controlar a los miembros de los demás poderes, incluidos los jueces de la Corte Suprema.
Las causales que motivan el juicio político en nuestro país son: (i) mal desempeño del cargo; (ii) delito en el ejercicio de sus funciones; y (iii) crímenes comunes. De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 53 de nuestra Constitución, la Cámara de Diputados de la Nación puede acusar a determinados funcionarios, incluidos los jueces de la Corte Suprema, después de decidir la formación de un juicio político por el voto de las dos terceras partes de sus miembros presentes. Los cargos que se imputan al funcionario público acusado son presentados ante el Senado para que este, en juicio público, juzgue su conducta y, eventualmente, decida su culpabilidad y remoción. Para ello, el artículo 59 de nuestra Constitución requiere también una mayoría especial: el voto de las dos terceras partes de los senadores presentes.
Son actitudes que parecen propias de señores feudales del medioevo monárquico y no de representantes del pueblo en una República moderna como la nuestra
El anunciado juicio político al presidente de la Corte Suprema no se basa en ninguna de las causales que exige nuestra Constitución. Por el contrario, se trata de un claro intento de abusar de ese mecanismo de remoción constitucional para presionar no a uno, sino a todos los jueces de la Corte Suprema. De hecho, los cargos que se esgrimen no habilitan una remoción de acuerdo con la Constitución Nacional. En un caso, debido a que, como norma, los jueces no pueden ser perseguidos ni molestados por el contenido de sus sentencias. En el otro, dado que los supuestos diálogos que surgen de una operación de inteligencia no solo no están siquiera probados todavía en sede judicial, sino que tampoco parecen involucrar directa y personalmente al juez al que se pretende remover por la eventual falta de uno de sus colaboradores.
El gobierno tampoco tiene las mayorías que requiere la Constitución para acusar y remover a ninguno de los jueces de la Corte a través de un juicio político. Debemos a la sabiduría de nuestros constituyentes originarios, que hace 170 años se imaginaron posibles abusos por parte de los gobernantes de turno, la exigencia de una mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso para llevar adelante un juicio político. Esas mayorías pretenden impedir que, como ahora, las pasiones políticas momentáneas intenten imponerse de forma abusiva a la hora de poner en marcha este peculiar mecanismo de acusación y remoción.
Sin embargo, eso no quita que este nuevo intento de asalto a la Corte Suprema tenga que pasar desapercibido. Se trata de una arremetida del presidente de la Nación, aparentemente apoyada nada menos que por un importante número de gobernadores de provincia, que desnuda una concepción autoritaria del poder y un desprecio liso y llano por la Constitución. Es una muestra del rechazo que parte de nuestra dirigencia política tiene contra la exigencia de un poder judicial independiente que, en muchos casos, está obligado a controlar y limitar sus decisiones. Son actitudes que parecen propias de señores feudales del medioevo monárquico y no de representantes del pueblo en una República moderna como la nuestra.
A pesar de que no puede prosperar, esta maniobra es una forma clara y desembozada de presión contra un poder independiente que tiene que resolver causas judiciales que interesan al gobierno actual. Es un abuso y, como tal, debe ser denunciado. El presidente de la Nación tiene que dar el ejemplo y, en lugar de comportarse como el rábula de una facción política, debe respetar escrupulosamente la Constitución Nacional como, seguramente, haría el profesor de derecho que pregona ser.
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El autor es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral
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