Dilemas y peligros de un balotaje dramático
La negación y la descalificación del adversario, la construcción del rival como amenaza y enemigo, buscan obligar a la ciudadanía a optar por uno u otro, sin matices.
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“La patria está en peligro”. Esa dramática proclama es la única coincidencia entre oficialistas y opositores extremos. Pero la patria no “sos vos” ni “es el otro”. “La patria somos nosotros. No todos”. El otro es una amenaza. Letal. Eso dicen y de eso se acusan uno y otro. En tales términos se construye el escenario para la segunda vuelta. Un balotaje puesto en clave de tragedia.
La elección en la que se enfrentarán Sergio Massa y Javier Milei es entre dos de los candidatos y dos de los modelos más antagónicos en estos 40 años de democracia. Que es lo que de verdad parece estar en riesgo.
La negación y la descalificación del adversario, la construcción del rival como amenaza y enemigo, buscan obligar a la ciudadanía a optar por uno u otro. Sin matices.
Ese es el dilema al que se enfrentan los ciudadanos. Demasiado peligroso para un país con tantos problemas irresueltos, que para el debut del próximo gobierno es más probable que hayan empeorado antes que las penurias se hayan alivianado. Solucionado, imposible.
La reciente fractura de Juntos por el Cambio resume y subraya esa opción dilemática como en pocos otros espacios. Sin embargo, son muchos los argentinos que dudan, se resisten o se niegan a elegir entre los extremos que no solo representan los candidatos sino quienes los acompañan en sus respectivas fuerzas y habitan a la sombra de las figuras.
La plasticidad sin límites conocidos de Massa y el dogmatismo sin frenos de Milei conviven con los extremismos y elasticidades de toda naturaleza que existen en sus respectivos espacios.
No es solo la ideología o la praxis política lo que los separa y los lleva a descalificar al otro. También la moral como categoría y herramienta de diferenciación (o negación) política. Nada más absoluto, nada más intransigente, nada más irreductible. Nada menos político. Buenos versus malos. Como si purezas o impurezas, honestos o indecentes, democráticos o antirrepublicanos solo hubiera de un lado y no del otro.
Así, la idea de que hay que optar por uno u otro es impuesta como un imperativo categórico porque lo que está en juego es un bien superior, trascendental, que el otro lo amenaza y uno lo preservará.
Son demostraciones de que la política ha sido ineficaz para construir acuerdos mínimos que pudieran poner freno a la larga decadencia argentina. Para peor, ahora se corre el riesgo de encaminarse a destruir las bases del diálogo y la convivencia democráticos. De una democracia que con tanto esfuerzo se estrenó hace 40 años y se ha sostenido durante cuatro décadas. Aunque abundaron los esfuerzos por socavarla.
Es cierto que hay un candidato (Massa) que ahora se ha lanzado a proponer un gobierno de unidad nacional. Pero también es cierto que él llega con su propia historia de promesas incumplidas, con una gestión en la que abundan sombras y arbitrariedades y como postulante de un espacio que hizo del antagonismo y la instalación de la lógica amigo-enemigo el pilar de la construcción de un poder hegemónico que marcó las últimas dos décadas del país. Un poder que en demasiadas ocasiones forzó, cuando no vulneró, la institucionalidad, por ejemplo, en cuanto a la independencia de la Justicia y al respeto a la libertad de expresión.
La evidente remisión de la potencia del kirchnerismo en esta etapa de la vida política nacional no implica que se hayan diluido o modificado esos modos y recursos. Tampoco el ministro ha dado muestras en su gestión de haber adoptado políticas y acciones en pos de esa unidad, de la transparencia y del bien común si estas fueran en desmedro de su competitividad electoral.
Por el contrario, como candidato ha hecho gala del uso y abuso del manejo de los recursos del Estado para ponerlos al servicio de su campaña, hasta agravar a niveles más críticos la situación económica del país. El estado de las reservas, la inflación desbocada y la más reciente crisis de los combustibles, que amenaza con dejarlo a él también sin nafta antes de tiempo, son elocuentes. Difícil argumentar pureza, republicanismo y amplitud desde ahí.
Del otro lado, el candidato libertario y su excéntrico elenco, que cuando entran en éxtasis en mucho se parecen a una de las obras magnas de El Bosco (La nave de los locos), se ha encargado de dejar en claro lo bajos que son sus umbrales de tolerancia a la crítica, de aceptación de lo diferente, de respeto a la opinión ajena, de solidaridad, de cuidado del planeta y de respeto a las instituciones y a los derechos humanos, no solo respecto del pasado sino del presente. Tampoco ha dado señales tranquilizadoras de contar con un atributo necesario para gobernar sobre todo en tiempos difíciles, como es la estabilidad emocional.
La legitimación que algunos apoyos o adhesiones de última instancia procuran aportarles a ambos, ante la antinomia o las amenazas que representan, no ofrecen garantías de que serán los más moderados, los más observadores de la ley, los más respetuosos de la transparencia, los que marcarán el rumbo y signarán la impronta de uno u otro.
Nada está terminado aún y están a tiempo los dos candidatos y sus respectivos espacios de ofrecer un compromiso serio y exigible para demostrar que no se trata de optar por el mal menor.
El dilema que se busca instalar de que el voto en blanco o nulo beneficiará a uno u otro candidato puede llegar a ser no solo un falso dilema, sino una trampa para el futuro.
Es cierto que será presidente quien obtenga la mitad más uno de los votos afirmativos y que los votos nulos o en blanco no cuentan para la definición. Pero sí pueden demostrar cuantas reservas o rechazo tienen los votantes respecto de la calidad de la antagónica oferta que reciben. También podría significar un mandato a construir una legitimidad de ejercicio que consolide la limitada legitimidad de origen.
La viabilidad de un gobierno democrático depende de muchos factores más que de la consagración de un presidente con muchos votos. Esa es una condición necesaria, pero no suficiente. El futuro del país no depende solo del presidente, sino de todos los actores políticos (incluidos legisladores y jueces), de los factores de poder y de la ciudadanía en el ejercicio de sus derechos cívicos.
Son muchos los que argumentan, por conveniencia y también de buena fe, que ante la magnitud de las dificultades que heredará el próximo gobierno la consagración de un presidente sin una robusta legitimidad de origen sería un desafío demasiado difícil de afrontar. Sería un argumento irrefutable si no fuera porque hay otras variables por considerar.
En primer lugar, el triunfo de un candidato por el mayoritario rechazo al otro antes que por la convicción en la adhesión a él ofrece un marco de debilidad relevante imposible de obviar. Los votos obtenidos no implicarían automáticamente un respaldo a sus promesas y, menos aún, a sus políticas, para sostenerlo en el tiempo, sobre todo cuando afecten intereses. Y esto último es lo que sucederá a la hora de empezar a poner en orden desequilibrios y desigualdades que dejará la actual administración fallida, del aún presidente Alberto Fernández. Aunque no lo veamos.
Por otro lado, es un hecho que ninguna fuerza contará con las mayorías parlamentarias propias para aprobar las leyes con las que el próximo gobierno necesitará contar para aplicar sus políticas públicas y hacer las reformas que ambos prometen.
En ambos casos, el que asuma lo haría con la palpable evidencia, percepción y conciencia de la relatividad de su poder, antes que con la apariencia de un supuesto apoyo mayoritario, por los votos obtenidos, que no sería tal y que ante la primera dificultad podría poner en riesgo la gobernabilidad.
Para evitarlo cabe aún la posibilidad de explorar una vía más eficiente que ofrecer un contrato de adhesión sobre la base de consignas o conceptos vagos, promesas sin profundidad y proyectos de dudosa viabilidad.
Se trataría de elaborar y presentar una propuesta de acuerdos básicos sobre políticas concretas por adoptar, e impulsar el compromiso de aprobación por las fuerzas con representación parlamentaria.
De esa manera, la ciudadanía recibiría una oferta más precisa y concreta para definir su voto, no solo por las emociones que los candidatos le despierten, los fantasmas que se agiten a su alrededor o las operaciones de campañas negativas que se podrían desplegar en las tres semanas que faltan hasta la segunda vuelta.
La descalificación de la neutralidad ante las dos opciones o la glorificación de la toma de partido con el argumento de que “el otro” pone a la patria en peligro parece así más un elemento de propaganda que un argumento sólido para convencer a los muchos ciudadanos que tienen serias dudas, reparos o, simplemente, rechazo por lo que ofrecen los dos candidatos que llegaron al balotaje.
El reciente apoyo a Milei que manifestaron los miembros del binomio presidencial de JxC derrotados el domingo pasado (sí, ayer, nomás) e impulsado desde las sombras por el expresidente Mauricio Macri, sin un acuerdo programático previo, se asemeja demasiado a la extensión de un cheque en blanco a un candidato y a una plataforma sobre los que los mismos adherentes dicen tener demasiadas diferencias de forma y de fondo. No parece ofrecer eso certezas ni garantías a los votantes de que sus valores, expectativas e intereses serán tenidos en cuenta o defendidos por el candidato.
No resultan un dato menor las evidencias que se empiezan a conocer de que Macri ya venía trabajando para lograr el apoyo al libertario y aportarle algunos cuadros técnicos y políticos desde varios días antes de que se efectuaran las elecciones. Sorprende la convicción que ya tenía entonces Macri sobre lo inexorable de la derrota de los candidatos de su partido, que no les había explicitado a ellos ni a ninguno de los principales dirigentes de la coalición que acaba de fracturar.
La elección por descarte queda clara en que el apoyo que el expresidente y Patricia Bullrich le dieron a Milei no tiene una contrapartida programática ni política por parte del candidato. El decálogo que la postulante fallida expuso es apenas una declaración de principios sobre los que Milei ni siquiera se sintió en la obligación de manifestarse.
“Massa es un Kirchner 2.0, más inteligente, que conoce mejor todos los resortes del poder y con tan pocos o menos escrúpulos que él, capaz de sobrepasar todos los límites institucionales y legales. Nos va a poner a todos en libertad condicional. Por eso, entre un rufián conocido y una incógnita enorme, que puede ser una locura, prefiero optar por la incógnita”. Ese es el argumento con el que desde el miércoles pasado Macri justifica la maniobra que fracturó a la alianza que él fundó en 2015. Elisa Carrió y Ernesto Sanz, los otros dos socios fundadores de la coalición quedaron descolocados enfrente, impulsando la neutralidad.
Los apoyos a Massa que se han ido sumando en los últimos días para ponerle límite al proyecto antidemocrático, antipopular y regresivo para los derechos individuales y sociales que representaría Milei adolecen de similares deficiencias.
Los antecedentes del candidato y del espacio que representa y la ausencia de anuncios de políticas claras y precisas por adoptar en su gobierno para revertir una crisis que él mismo agravó, así como el hermetismo sobre la conformación de su gobierno, no están siendo expuestos a ninguna demanda para definir el voto con mejores argumentos que el rechazo o el miedo a su adversario.
Tal vez, en esta instancia dramática convenga recordar a Borges. La patria no sos vos. La patria no es el otro. La patria somos nosotros y no ellos. “Nadie es la patria, pero todos lo somos”.
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