Desplantes y contorsiones antes del fracaso
¿Quiere la vicepresidenta un pacto con el FMI o prefiere la ruptura para quedar bien con la tertulia de su café literario?
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Tal vez haya sido el mayor fracaso de la coalición política que encarnan Sergio Massa y Gerardo Morales. O la aceptación de que esos dos políticos importantes (uno peronista y presidente de la Cámara de Diputados, el otro gobernador y presidente del partido radical) son impotentes ante las decisiones políticas de Cristina Kirchner. Tan impotentes como el canciller Santiago Cafiero para explicarle a su par norteamericano, Antony Blinken, una política exterior que abraza siempre causas perdidas. Aquellos dos, Massa y Morales, venían trabajando desde hace varios días la reunión entre el ministro de Economía y los líderes del opositor Juntos por el Cambio, un encuentro que Cristina siempre rechazó. La vicepresidenta es una política que prefiere y anhela las confrontaciones; no tiene espíritu para dialogar con nadie, ni siquiera con los de su propia coalición. Tanto ella como su marido sostuvieron desde el acceso al poder de ambos que hablar con la oposición era darle a esta una tribuna para que criticara al Gobierno. En rigor, todo lo que se dijo en los días recientes fue una creación política (quizás fantasiosa) de Massa en sus diálogos con Morales, aunque debe incluirse en esa estrategia equivocada al propio Presidente, que avalaba, en parte al menos, las negociaciones del titular de la Cámara de Diputados.
También tuvo su papel gestual el ministro de Economía, Martín Guzmán, quien prefirió verla a Cristina Kirchner en el mismo momento en que se derrumbaba la supuesta reunión que nunca se hizo. El ambicioso Guzmán sintió que debía optar por Massa o por Cristina y eligió a la que le asegura una tiempo más en la principal poltrona del Palacio de Hacienda. Pero ¿es también la que le garantiza un acuerdo de la política oficialista para acordar con el Fondo Monetario? Cristina calla y, a veces, explica exóticas teorías. La carta de ayer es probatoria de su aversión al acuerdo, después de haber elegido otras formas teatrales de silencio. Es una pregunta importante, sin respuesta, que se hace la oposición: ¿quiere la vicepresidenta un pacto con el FMI o prefiere la ruptura para quedar bien con la tertulia de su café literario? ¿Es paranoico suponer que la vicepresidenta busca ser la jefa de la oposición al acuerdo si Juntos por el Cambio suscribiera un eventual arreglo con el organismo multilateral? Son preguntas solo retóricas, porque refieren a una situación improbable por el momento.
Aseguran que el propio Alberto Fernández se alejó del encuentro con sus opositores cuando advirtió que sucedería el mismo día en que se hizo la reunión del canciller Cafiero con el secretario de Estado norteamericano, Blinken. La oposición podría ser respetuosa, pero nunca saldría aplaudiendo a Guzmán. Blinken lo hubiera recibido a Cafiero en medio de duras críticas opositoras a la política económica del Gobierno.
Sin embargo, ese punto de vista exhibe una mirada muy corta sobre la relación del gobierno argentino con la administración de Joe Biden. Es cierto que Estados Unidos tiene un porcentaje de votos suficientes en el directorio del FMI como para trabar la aprobación de cualquier proyecto de acuerdo, aunque el resto de los países vote a favor. Eso se llama derecho a veto. Y es más cierto que una posición flexible de Washington influye de manera significativa en la posición de los otros países que forman parte del directorio del Fondo. Pero el problema de Cafiero no está entre sus opositores argentinos, sino en el propio Gobierno que representa. Aunque las declaraciones posteriores han sido previsiblemente diplomáticas, Blinken no es indiferente a los estrafalarios giros de la política exterior argentina.
Mientras altos funcionarios washingtonianos criticaban al régimen que gobierna Nicaragua, un representante argentino estuvo en el acto de reasunción de Daniel Ortega; ese dictador latinoamericano puso presos a todos los candidatos que competían contra él por al presidencia. Hasta el exquisito escrito nicaragüense Sergio Ramírez, exiliado del matrimonio Ortega, se sorprendió en un artículo que publicó en el diario español El País por la coexistencia en la misma tarima del embajador argentino en Managua, Daniel Capitanich, y el vicepresidente iraní, Mohsen Rezai, acusado de haber participado intelectual y financieramente del criminal atentado contra la AMIA en 1994. Ramírez se sorprendió aún más por la posterior declaración de la cancillería argentina, que lamentó la presencia de Rezai en ese acto extravagante. “Un lamento, no una protesta”, subrayó Ramírez.
Esas son también las sorpresas que abundan en el Departamento de Estado, que conduce Blinken, tan estupefacto como Ramírez por las contorsiones diplomáticas del gobierno argentino.
Mucho más improbable es que al canciller norteamericano le sea indiferente que Alberto Fernández haya elegido justo ahora viajar a Moscú para visitar al déspota ruso Vladimir Putin. ¿Para agradecerle la provisión de una vacuna que se pagó a buen precio y que los argentinos no pueden exhibir en ningún país occidental? No está aprobada ni por la Organización Mundial de la Salud ni por el ente regulador de medicamentos europeo (EMA) ni por su homólogo norteamericano (FDA). El favor se lo debe Putin a Alberto Fernández por haber confiado en una vacuna tan poco homologable.
De todos modos, la crisis actual de los principales países occidentales con Putin no pasa por la vacuna, sino por la tara del líder ruso de anexionar Ucrania a Rusia. Está haciendo monumentales maniobras militares en la frontera misma de Rusia con Ucrania, a la que ya le sacó Crimea. Biden dijo que una eventual invasión militar rusa a Ucrania sería un irreversible cruce de una línea roja por parte de Putin. Ucrania es, por razones geográficas, más un tema europeo que norteamericano. Por eso, también la preocupación abarca a los más importantes países europeos, como Alemania, Francia y Gran Bretaña. Nunca desde la Guerra Fría hubo una situación de extrema tensión entre Occidente y Moscú como la que existe ahora. Es el momento (¿oportuno?) que Alberto Fernández eligió para darse una vuelta por Moscú. La condición de “socio y amigo”, según la descripción de Blinken, está lejos de las piruetas albertianas.
El viaje a Moscú sucederá en los primeros días de febrero. Versiones oficiales indican que a fines de enero el Gobierno empezaría a “intercambiar” opiniones con los staffs técnicos del Fondo y que, si esas conversaciones avanzaran, la administración local podría escribir en febrero una carta de intención. La carta de intención deberá ser aprobada luego por la directora general del organismo, Kristalina Georgieva, y más tarde por el directorio del Fondo, donde será clave el voto de Washington. Las dudas consisten en si esas versiones son tan serias como las garantías que tanto Massa como Alberto Fernández le dieron a Gerardo Morales sobre la reunión del Gobierno con la oposición. Morales le reclamó al Presidente, en un diálogo telefónico gestionado por Massa, que esa reunión se hiciera con los gobernadores y los líderes parlamentarios de la oposición en el Congreso. El jefe del Estado le aseguró que se ocuparía personalmente de que así se hiciera, y Massa llegó a pedirle a Morales el listado completo de los jefes parlamentarios de Juntos por el Cambio. Después de que el fin de semana la vocera presidencial, Gabriela Cerruti, dijera que no había ninguna reunión agendada con la oposición, las conversaciones entre Morales y Massa se volvieron frenéticas. Massa le aseguró al gobernador jujeño que las aseveraciones de Cerruti estaban solo destinadas a despistar a los incautos. Pero luego fue el mismo Massa quien le aclaró a Morales que la reunión se haría en el Ministerio de Economía y que su titular, Guzmán, no tenía más cosas que decir que lo que ya les había dicho a los gobernadores de la oposición. Esa reunión con los mandatarios provinciales fue un fracaso por la vaciedad de la presentación de Guzmán. A todo esto, no había hasta entonces (no la hubo nunca) ninguna convocatoria formal a la oposición más allá de las promesas de días y horas que hacía Massa a través de Morales. En la tarde del domingo, los principales dirigentes opositores decidieron que no irían a ninguna reunión con el Gobierno en tales condiciones y que lo harían, si es que lo hacen, solo cuando exista redactada una carta de intención dirigida al Fondo.
El problema es que Alberto Fernández decidió innovar y, como es habitual, innovó mal. Por una ley de su creación, la carta de intención al Fondo deberá ser aprobada por el Congreso antes de que llegue al directorio del organismo. Eso es absolutamente nuevo. Desde Raúl Alfonsín hasta Mauricio Macri, pasando por el propio Néstor Kirchner, reservaron para el Poder Ejecutivo las negociaciones y los acuerdos (o los desacuerdos) con el Fondo Monetario. El actual presidente imaginó como una idea genial llevar un proyecto de acuerdo a la aprobación de ambas cámaras del Congreso. ¿Decidirán los legisladores la política monetaria, la devaluación eventual y el nivel de emisión? ¿Ellos deberán refrendar los necesarios ajustes del gasto público para bajar el déficit fiscal? Si es así finalmente, lo más probable es que no haya acuerdo con el Fondo. Lo que enviará el Gobierno al Congreso será un listado de populistas anhelos, no un catálogo de soluciones prácticas. En el imprescindible libro de Juan Carlos Torre (Diario de una temporada en el quinto piso, Editorial Edhasa) está expuesta, sin opinión y sin adjetivos, la impotencia de los políticos para comprender las razones de la economía. Ese libro es una biografía de la democracia argentina, porque los problemas de hace 38 años siguen siendo los mismos, aunque el autor publicó solo los diarios que llevó durante la gestión de Juan Sourrouille como ministro de Economía. Está la ineptitud de la política frente a la economía, la incapacidad para llegar a acuerdos básicos, la sobreestimación de los equilibrios partidarios por encima de los problemas más urgentes del país, y el privilegio de la política a los proyectos épicos cuando el país atraviesa el desierto. ¿Estamos hablando de ahora? Sí, pero también de hace más de tres décadas.
El Gobierno y la oposición se enfrentarán en las próximas semanas por otro tema: la nueva integración del Consejo de la Magistratura, que, según decisión de la Corte Suprema, debe estar vigente el 15 de abril. El Gobierno ya mandó su proyecto al Senado, donde seguramente conseguirá un par de amigos para aprobarlo. El verdadero debate se dará, como siempre, en la Cámara de Diputados, donde Mario Negri presentó otro proyecto que respeta el número de miembros del Consejo que existía antes de que la integración fuera modificada por la entonces senadora Cristina Kirchner. La integración de Cristina es la que acaba de ser declarada inconstitucional por la Corte Suprema. El proyecto de Negri prevé, entre otras cosas, un Consejo con 20 miembros sin mayoría absoluta para nadie y con la presidencia permanente del titular de la Corte Suprema. Así es como fue hasta que Cristina limpió de un plumazo esa integración. Tales ideas de la oposición explican el acto para “echar” a la Corte programado por Luís D’Elía y Hugo Moyano para el 1º de febrero. Alberto Fernández incumplió la promesa de reunirse con la oposición, tal como él se lo aseguró a Gerardo Morales. Pero contemporáneamente se conoció que lo recibió a D’Elía en Olivos el 29 de diciembre pasado. Ni la condición filonazi y antisemita de D’Elía frenó al fotógrafo antes de inmortalizar ese momento único y explícito. Massa y Gerardo Morales imaginan un país que no existe.
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