De la plaza de los derechos humanos a la plaza de la impunidad
A casi cuatro décadas de que el justicialismo estuviera a favor de la autoamnistía que se habían firmado los dictadores militares, desde la Plaza de Mayo se reclamó el cierre de procesos judiciales por corrupción
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Los peores temores del peronismo no kirchnerista que rodea al Presidente se corporizaron por duplicado en la tarde del viernes, cuando el mandato de Alberto Fernández empezaba a transitar su última mitad. Dos hechos alteraron a quienes desde adentro y desde afuera del Gobierno apuestan a relanzar la gestión en lo político y en lo económico.
La confirmación de que el acuerdo con el FMI todavía debe transitar duras pruebas (y que no se alcanzará sin afrontar costos) fue el sombrío prolegómeno de lo ocurrido poco después sobre el escenario de la Plaza de Mayo. Para terminar reforzando la toma de conciencia de que el gobierno de Fernández ya tiene más pasado que futuro. No solo en términos estricta y formalmente cronológicos. Si el balance de la primera mitad no arroja beneficios, no hay pronósticos que permitan augurar festejos inexorables para la segunda parte.
El propósito y el sueño del peronismo de contar con una mayor autonomía de Alberto Fernández después de las elecciones y la expectativa de lograr un rápido (y aséptico) acuerdo por la deuda con el FMI ingresaron en zona de dudas profundas. Otra vez.
Las inquietudes que despertaba la realización del acto que promovió el cristicamporismo fueron confirmadas por las imágenes y las palabras pronunciadas en la tarde-noche porteña. Cristina y Alberto lo hicieron. El patrón de conducta presidencial volvió a corroborarse: a cada amago de independencia le sucede siempre un acto de renunciamiento (cuando no de sumisión), tras una embestida de la vicepresidente y/o La Cámpora.
Las tres veces que el viernes Fernández nombró a su vicepresidenta para expresar un voto de lealtad en público subrayaron su dependencia de la confianza y el respaldo de quien lo llevó a la presidencia. Aquel juramento unilateral formulado apenas fue designado como candidato, que resumió en el “nunca más me voy a pelear con Cristina”, volvió a manifestarse dos años y medio después. Esta vez con el plus de hacerlo frente a testigos calificados de la progresía regional, además de la feligresía kirchnerista más pura. “Tranquila, Cristina”, “no tengas miedo, Cristina”, “sé de tu inocencia y de tu honestidad, Cristina”. Necesitó decirlo. Por las dudas.
Con notable desazón y algo de benevolencia referentes destacados del peronismo, que con dificultad tratan de desencajar el carro albertista, coincidían y reproducían por chats un lamento mientras avanzaban los discursos encendidos: “Creen que están en 2007 y no se dan cuenta de que ya estamos terminando 2021″.
La épica anclada en el espejo retrovisor, que las ya ajadas figuras de Lula y José Mujica transmitían, cobró fulgor y entidad en las palabras de Cristina Kirchner. Lo virtuoso sigue estando en el pasado. No en el de los dos años del gobierno que encabeza Fernández, sino en los años dorados de las tres presidencias del matrimonio patagónico. El norte siempre está en el sur.
Un nuevo condicionamiento público estaba en marcha, como se presumía, pero la vicepresidenta no se limitó a la complicada negociación con el FMI. También puso sobre el escenario las causas judiciales que aún tiene abiertas, a pesar de los esfuerzos que hacen algunos jueces federales por aliviarle la carga.
La buscada coincidencia del acto con el Día de la Declaración de los Derechos Humanos y el 38° aniversario de la recuperación efectiva de la democracia lleva a trazar una parábola inevitable entre este 10 de diciembre y el de 1983. Si aquella fue la plaza de la promesa de hacer justicia, esta podría haber sido la plaza de la búsqueda de la impunidad.
Que hace casi cuatro décadas el justicialismo estuviera a favor de la autoamnistía que se habían firmado los dictadores militares y que hace tres días en nombre del pueblo y de la democracia se reclamara el cierre de procesos judiciales por corrupción no enaltece al movimiento fundado por Juan Domingo Perón, ni le lava, sino que repone, algunas vergonzosas manchas de su historia.
El anclaje en el pasado se expresó el viernes más allá de las consignas, la retórica o las probables puestas en escena para disimular la adopción de medidas amargas para la militancia como puede ser aceptar algunas de las exigencias del FMI para poder llegar a un acuerdo.
Para el kirchnerismo, la defensa de los derechos humanos sigue circunscripta, con exclusividad, a las violaciones cometidas hace cuatro décadas. Ni la falta de acceso a bienes básicos, ni la violencia policial, ni la inseguridad que se registran estos días bajo su gobierno parecen tocar su sensibilidad humanística. El discurso de Cristina Kirchner fue claro. En su narrativa hay solo dos etapas oscuras: la de 1976 a 1983 y la de 2015 a 2019. Y ahora se padecen los efectos de esa última dictadura. Fin de la historia.
La memoria de corto plazo flaquea. Por eso, Fernández prometió devolver a los chicos a las escuelas, después de haberlos dejado fuera de ellas durante casi todo un año. La interpretación de los resultados electorales sigue estando sesgada y, en algunos temas, obturada. Se cuentan por decenas los intendentes y jefes territoriales del peronismo que adjudican a la cuarentena infinita de los escolares un lugar importante en las causas de la pérdida de cinco millones de votos entre 2019 y 2021. El reciente desplazamiento de la responsable de la educación bonaerense por parte del gobernador Axel Kicillof podría haber sido un llamado de atención para el Presidente o para quienes leyeron su discurso antes de pronunciarlo.
Las noticias que llegaron de Washington antes del acto de la Plaza de Mayo y cuando todavía no había despegado de la capital estadounidense la delegación del gobierno argentino que había viajado con el mandato de avanzar con urgencia hacia un acuerdo alteraron los ánimos y los discursos. Las exigencias que el organismo multilateral confirmó públicamente para alcanzar un acuerdo llegaron en mal momento, aunque no fueran novedosas para nadie. Como tantas veces, el problema no es la verdad sino la oportunidad. O la imposibilidad de procesarla.
En los días previos, economistas, analistas y políticos, entre los que se cuentan algunos cercanos al oficialismo, habían escuchado las alertas emitidas en reserva por funcionarios del FMI sobre las diferencias que aún existían para avanzar hacia un arreglo y la distancia que mediaba del objetivo. Algunos dicen que se llegaron a plantear dudas sobre la posibilidad de llegar a un cierre antes de la fecha límite de marzo, cuando se producirán los primeros vencimientos objetivamente impagables, si no se aplicaba una aceleración casi supersónica. Para eso, no solo el Gobierno sino el oficialismo entero deberían mostrar dosis de decisión, cohesión interna y pragmatismo que hasta acá han escaseado.
A pesar de que desde la Casa Rosada tratan de minimizar los efectos de la pirotecnia verbal placera, son muchos los que coinciden en que poco ayudó. La necesidad de dar explicaciones conspira contra la velocidad exigida para alcanzar el objetivo. También contra la eficacia. Si el Gobierno se impuso la condición de contar con la adhesión de la oposición (para prorratear costos), los ataques al gobierno de Cambiemos (que no fue solo de Mauricio Macri) no parecen alinearse con ese propósito. Aunque se sustenten en el sueño del secesionismo cambiemita.
Los cruentos conflictos internos desatados en los principales partidos de Juntos por el Cambio alimentan y justificarían la apuesta a la estrategia de dividir para sumar. Sin embargo, es muy improbable que se logren sincronizar las urgencias del Gobierno con la resolución de las disputas cambiemitas. Confundir 2022 con 2023 puede ser muy peligroso para todos, pero sobre todo para la coalición gobernante.
La guerra en el seno del radicalismo, disparada por el reparto de los cargos legislativos nacionales, tiene más sustento en el futuro que en el presente. La carrera presidencial es lo que, de verdad, está en juego. Lo demás son ensayos que pueden alterarlo, pero la comprobación y las consecuencias no serán tan inmediatas como desearía el Gobierno.
De todas maneras, esas disputas, hoy inexplicables e inentendibles para la ciudadanía, tienen impacto en el presente más allá de los respectivos círculos donde se desarrollan. Atraviesan a todas las fuerzas de la coalición y activan intereses cruzados. En el centro de todas las discusiones suele estar Horacio Rodríguez Larreta, el dirigente con mejor imagen de la coalición, una figura sometida a la presión de fuerzas más centrífugas que centrípetas tanto desde Pro como desde la UCR. Los aspirantes a competir para llegar a la Casa Rosada ya lo ubicaron en la línea de largada y empezaron a rasparlo para reducir ventajas.
El alcalde porteño no quiere adelantar los tiempos y ha decidido resguardarse en su rol municipal mientras sobre su cabeza vuelan las flechas envenenadas. La duda que dispara es si el análisis que fundamenta esa decisión no confunde tácticas y estrategias. Una cosa es construir un liderazgo y otra cosa muy distinta es lanzar una candidatura presidencial. Todavía octubre de 2023 queda demasiado lejos, en tiempo y dificultades, pero los errores de diagnóstico, de diseño o de comprensión suelen tener impacto decisivo desde temprano.
Confundir la plaza de los derechos humanos con la plaza de la impunidad o tratar de demorar el futuro mirando al pasado pueden tener costos elevados al final del camino.
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