De Cristina a Carrió: el campo minado de la Justicia
Si las acusaciones expuestas a la intemperie se dirimen en el cuarto cerrado de la coalición opositora, Lilita, que llevó a la vicepresidenta al banquillo, habrá mellado el núcleo duro de su capital político
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Ahora más que nunca el partido de la política se juega en la cancha de la Justicia. El efecto se acentúa con el inicio de los alegatos en el juicio oral de la causa Vialidad. En ese cuadrilátero operan, de modos opuestos, Cristina Kirchner por un lado y Elisa “Lilita” Carrió por el otro: esa escena muestra, en el banquillo de los acusados, nada menos, a una vicepresidenta de la Nación en ejercicio, líder indiscutida del kirchnerismo y dos veces jefa de Estado. Y por su rol en la trastienda cronológica de ese juicio, está presente tácitamente Carrió, una de las principales denunciantes en la causa de corrupción que se dirime y que acorrala a la expresidenta. “Acusada” versus “denunciante” es una buena síntesis de los roles históricos que le caben a cada una a esta altura de la Argentina del cuarto kirchnerismo atravesado por sospechas de corrupción.
Pero esa lectura deja afuera consideraciones inquietantes sobre las consecuencias de esos dos roles contrapuestos. Respecto del juicio a Cristina Kirchner y su condición de acusada, la pregunta que se abre es si, efectivamente, la Argentina está iniciando el ingreso a un paradigma donde la corrupción política será inadmisible y el votante se planteará un nunca más de la corrupción. Respecto de Carrió, la cuestión es si con las acusaciones veladas o directas a dirigentes de Juntos por el Cambio referidas a supuestos hechos de corrupción, no está construyendo un callejón sin salida: el vacío de sentido de su política de denuncia. La pérdida de credibilidad por manipulación política de la denuncia, que se queda en los medios y no avanza hasta la Justicia cuando los denunciados son dirigentes de su mismo espacio. “Lo que causa escándalo es la verdad”, sostuvo Carrió en un tuit, en relación al contenido de sus declaraciones. La pregunta se impone: ¿por qué no habilitar la investigación judicial de esa verdad como lo hizo en 2008 con la denuncia contra Cristina Kirchner?
Del juicio a Cristina Kirchner se deriva una pregunta de política electoral. Si ese juicio representa realmente un antes y después en la historia de la corrupción en la Argentina. O, dicho de otro modo, si ese caso resulta un momento clave de la historia de la democracia: si va a quedar claro que la tolerancia de la sociedad, de los votantes, a la corrupción alcanzó su límite.
La lectura optimista ve una similitud entre el peso histórico del alegato elocuente y contundente del fiscal Diego Luciani y el que tuvo, efectivamente, el alegato del fiscal Julio César Strassera en el Juicio a las Juntas. Aquel “Señores jueces, nunca más” contribuyó a sellar, en su dimensión judicial, un cambio de régimen en la institucionalidad y en las expectativas de la sociedad a la hora de administrar la conflictividad política. En relación al “nunca más” al que apeló en su cierre, Strassera lo dijo explícitamente: “Una frase que pertenece ya a todo el pueblo argentino”. Con el fin de la dictadura, el regreso de la democracia y el Juicio a las Juntas, la sociedad abrazó otro paradigma que excluyó de forma definitiva el golpe de Estado como modalidad política.
No está claro todavía si el alegato del fiscal Luciani representa ese sentido histórico. La Argentina no es la misma que la de los años ‘80 cuando la sociedad se abroquelaba detrás de un enemigo común, el Partido Militar. En ese punto, no había grietas, aunque podían operar grupos minoritarios dentro de las Fuerzas Armadas que intentaron presionar. Los consensos que dieron el contexto a la credibilidad de ese juicio no operan hoy en la sociedad. El alegato de Strassera sintetizó un cambio de época y de mentalidad del ciudadano votante y, al mismo tiempo, contribuyó a darle forma.
En la Argentina actual sigue operando el efecto cámara de eco de los polos de la grieta. Todavía hay un núcleo duro kirchnerista que relativiza la verdad jurídica en el concepto de “lawfare”. La defensa judicial de la vicepresidenta es política y apela a esa ficción. No hay verdad ni evidencia judicial que logre licuar la legitimidad que se atribuye la desconfianza kirchnerista en la justicia. “Jueces macristas: con Cristina no se jode”, es el slogan que sintetiza esa creencia.
Las encuestas muestran históricamente que la corrupción está instalada entre las principales preocupaciones de la gente. Eso sucede también hoy: según la última Encuesta de Satisfacción Política y Opinión Pública (ESPOP) de la Universidad de San Andrés, entre los principales problemas del país primero está la inflación, que obtuvo un 55% de respuestas en un cuestionario de respuestas múltiples, donde los encuestados podían votar por más de una respuesta. La segunda es la corrupción, con 42% de las respuestas.
Sin embargo, esa persistencia de la corrupción como problema argentino no se ha derivado necesariamente en una condena electoral de los dirigentes acusados.
A los votantes argentinos no los convenció el accidente de Once y los 52 muertos de 2012, el juicio oral que finalmente concluyó con una sentencia condenatoria y esa conclusión inquietante que se instaló: “La corrupción mata”. Tampoco alcanzaron las imágenes de la Rosadita conocidas en 2013, cuando la Argentina aprendió a través de un video que los dólares, cuando son muchos, se pesan: la pedagogía estuvo entonces a cargo de Martín Báez, el hijo de Lázaro Báez, imputado en la causa Vialidad, entre otros, a quien se veía en el video. Tampoco fueron suficientes las imágenes, en 2016, de Julio López, exsecretario de Obras Públicas de los gobiernos kirchneristas y también imputado en la causa Vialidad, en un convento con un fusil y bolsos cargados con 9 millones de dólares. Una y otra vez el kirchnerismo volvió a ganar elecciones.
Si no lo hizo en 2015 fue por el desgaste económico antes que por esa sucesión de evidencia contundente. De hecho, en 2019 la economía en crisis volvió a mostrar que era capaz de funcionar a favor de una fuerza política cuestionada por hechos de corrupción sistemáticos. La economía parece, por el momento, capaz de minimizar la preocupación por la corrupción en parte del electorado: si baja la inflación, el polo kirchnerista duro podría volver a engrosarse con los votantes de mayor flexibilidad electoral, capaces de poner entre paréntesis las acusaciones, las condenas y los alegatos contundentes por corrupción. Por lo menos esa viene siendo la lección en la Argentina. Por eso todavía está por verse si la sociedad le puso el punto final definitivo a un modo de hacer política que tiene al Estado como botín. Las elecciones presidenciales de 2023 tiene la respuesta a esa pregunta: ¿será la corrupción política una opción inconcebible como resultó el golpe de Estado a partir del Juicio a las Juntas? ¿O ese optimismo que ve en el juicio oral de la causa de Vialidad es más bien un efecto de lectura de la otra cámara de eco, el polo opositor de la grieta?
En este particular marco, la coreografía que puso en marcha Lilita Carrió la semana pasada dispara problemas para su propia construcción de poder. Y también para la identidad de la coalición opositora, construida por oposición a la del kirchnerismo: lo que Carrió, y sobre todo las respuestas de Patricia Bullrich y Gerardo Morales, pusieron en duda es la transparencia con la que Juntos por el Cambio insiste en oponerse a la corrupción kirchnerista.
La misma dirigente que fue clave para el juicio que enfrenta Cristina Kirchner hoy, primero con su denuncia pública y sobre todo con su denuncia judicial, acaba de denunciar a sus compañeros de coalición. El manto de sospechas no se disipa con retórica altisonante en Twitter o en la pantalla de televisión. O con una defensa de la unidad de la coalición, que no es el tema central de la denuncia de Carrió. Al menos no lo es para la sociedad que ve la vida política desde lejos: lo que preocupa es que la corrupción sea transversal a oficialismo y oposición. Si las acusaciones expuestas a la intemperie se dirimen simplemente en el cuarto cerrado de la coalición, Carrió habrá mellado el núcleo duro de su capital político: una superioridad ética que se venía comprobando en eso de estar dispuesta a llevar sus denuncias hasta sus máximas consecuencias, es decir, denunciar ante la Justicia.
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