Cuando la violencia se impuso a la democracia
En las últimas horas del 23 de marzo de 1976, los concejales de Pergamino -tanto peronistas como radicales- estábamos reunidos esperando que se confirmara lo que ya estaba anunciado en todos los medios y que se concretaría pocas horas después. El golpe militar.
En esos momentos, pensaba en el aliento que desde alguna dirigencia política se les había dado a las denominadas "formaciones especiales" y en la protección que desde el gobierno se otorgaba al proceder de la Triple A. Ambas, en plena democracia, autoras de crímenes que hoy son considerados de lesa humanidad.
Un golpe militar anunciado con anticipación sin que nadie pudiera hacer algo para detenerlo ponía en evidencia la impotencia de la clase política para superar la manifiesta incapacidad del gobierno para enfrentar una crisis percibida como terminal, así como también una escalada de violencia y muerte sin precedente.
A esa incompetencia se sumaba la miopía política de las conducciones de las FF.AA., empapadas de un mesianismo demencial, que poco tiempo antes de la celebración de elecciones hacía tabla rasa con todas las instituciones de la democracia y con todas las garantías individuales. Combatir el terror con más terror.
En las cuentas del pasivo hay que incluir también la acción de una parte de la política que no supo -no supimos- construir una propuesta convocante para que la democracia y la tolerancia fueran medios atractivos para transformar la realidad. La morbosa seducción de la inmediatez de la violencia y la redención de la muerte -alentadas por otras dirigencias jóvenes y no tan jóvenes- fueron políticamente más fuertes.
En una sociedad desorientada, el pérfido silencio del autoritarismo se impuso a la bulliciosa vida democrática, y se sustituyó la responsabilidad republicana por el fanatismo de grupos que se creyeron con derecho a decidir sobre la vida y la muerte de otros compatriotas. Desapareció la justicia.
Es cierto que la represión sin control ejercida desde el Estado no es equivalente a la violencia ejercida por la guerrilla. Ningún hombre de la democracia jamás tuvo dudas al respecto. Pero esta distinción elemental no debe ser utilizada para clausurar -mucho menos recurriendo falazmente a una supuesta "teoría de los dos demonios"- una discusión necesaria para que cada uno asuma sin cortapisas la responsabilidad que le cupo en la tragedia que todos vivimos. Aquello jamás fue una epopeya revolucionaria, y los asesinatos cometidos a sangre fría nunca fueron ajusticiamientos.
El Proceso de Reorganización Nacional terminó en un fracaso, como todas las experiencias anteriores, y con una tremenda secuela de muertos y desaparecidos por los que la ciudadanía, con razón, sintió vergüenza ante el mundo y exigió rendición de cuentas y penas para los responsables.
El liderazgo de Raúl Alfonsín en los años ochenta hizo posible el juzgamiento de las juntas militares y de los cabecillas de la guerrilla, y devolvió a muchos de nuestros jóvenes el gusto por la vida y la credibilidad en la Justicia. Recuperando la dignidad perdida, pudimos volver a creer en el derecho y en la paz. La ciudadanía en pleno resolvió a vivir para siempre en democracia para ser dueña de su propio destino. Los hombres de las FF.AA. refundaron su compromiso con el orden constitucional.
A pesar de todo ese camino recorrido, quedan cuestiones pendientes por resolver de aquella época nauseabunda. Aún tenemos discusiones absurdas acerca de cuántos muertos contabilizamos, omitiendo una reflexión necesaria acerca de lo que cada uno contribuyó para que esas miles de muertes ocurrieran.
Seguir barriendo debajo de la alfombra no sirve para evitar que una historia mendaz y sesgada posibilite que otra generación de jóvenes argentinos sean otra vez utilizados como carne de cañón para una época que jamás debe repetirse.
El autor fue ministro de Defensa
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