Cristina y su tótem infantil de la lapicera
Para la vicepresidenta, el caudillo es el gran ordenador en torno al cual debe organizarse el Gobierno, el Estado y, finalmente, la sociedad
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Cristina Kirchner expuso, con su habitual sinceridad, el corazón de su forma de entender la vida pública. La sociedad debe organizarse desde el Estado. Que, para ella, es el Gobierno. Que, para ella, es el caudillo. No hay dinámica alguna que no sea susceptible de ser modelada por la voluntad del que manda. El gran ordenador, el gran tótem, es la lapicera. Allí radica la única legitimidad reconocible. Los individuos deben someterse al arbitrio de la lapicera, es decir, a los decretos que redacta el líder. Ninguna esfera puede reclamar autonomía frente a esa capacidad de decisión. El individuo es un insumo. Arcilla para la construcción de una política. Por lo tanto, puede ser sacrificado en el altar de una mitología.
Además de autoritaria, esta concepción es infantil. La vicepresidenta lo está demostrando en estos días. Ayer, por ejemplo, volvió a autocelebrarse por la genialidad de haber forzado al ensamblador de electrónicos de Tierra del Fuego, Rubén Cherñajovsky, a exportar langostinos, para conseguir los dólares que compensaran la salida de divisas que él mismo provocaba importando teléfonos, tablets o equipos de aire acondicionado. Esa satisfacción se sostiene, sobre todo, en la omisión de varios datos. El más importante: que Cherñajovsky obedeció la instrucción de Guillermo Moreno de vender alguna mercadería en el exterior, comprando cupos de exportación que estaban en poder de otras empresas. Nada inusual. Es lo que hizo la gran mayoría de los importadores sometidos a aquella lapicera. Quiere decir que no aumentó el ingreso de dólares. Sólo cambió la titularidad del que los ingresaba. Un detalle que Moreno le ocultó a su jefa, que sigue creyendo que su estrategia mejoró la balanza comercial.
Cherñajovsky, por supuesto, acató la lapicera sin titubear. No tenía más remedio que allanarse porque hizo su incalculable fortuna gracias a esa misma lapicera. Él y Nicolás Caputo, el hermano de la vida de Mauricio Macri, son los principales beneficiarios de un régimen por el cual se importan electrónicos desarmados, se los transporta hasta la lejanísima Tierra del Fuego, y se los vende en el resto del país a precios exorbitantes, gracias a un festival de protecciones. No pagan aranceles, no pagan IVA, no pagan Ganancias y disfrutan de un mercado cautivo diseñado por los impuestos especiales que se aplican a sus competidores extranjeros. La justificación es crear empleo. Una verdad risueña. En Tierra del Fuego esas plantas de ensamblado de importados ofrecen trabajo a miles de norteños que se mudan al frio porque no encuentran sustento en sus provincias. Jorge Yoma ilustró bien este absurdo cuando, en 2012, contó que le llevó a Moreno el problema de una compañía en quiebra de La Rioja. El entonces secretario de Comercio le aconsejó: “Negro, cuando haya este tipo de problemas avisame, porque en Ushuaia y Río Grande hay unos tipos que tienen un curro gigantesco, y les puedo indicar que compren esas empresas con problemas”. La lapicera de la lapicera.
Como se advierte, se trata de un modo de hacer negocios con impuestos cuyo motor es la ineficiencia. Un disparate económico que no se entendería si se omite que Cherñajovsky es uno de los principales financistas de las campañas del Frente de Todos, y que Caputo ha sido el recaudador histórico del Pro. Para explicarlo de otro modo: ambos se encargan de cargar la lapicera con la que después se redactan las regulaciones. Este año consiguieron que esa misma lapicera les extienda hasta 2058 el plazo de su “curro”, palabra que también utiliza Macri para referirse a estas actividades de su antiguo socio. Cherñajovsky y Caputo son, entonces, dos admirables expertos en mercados regulados. “Te venden rifas sin números”, diría el mítico Tatino.
El ojo ve sólo lo que quiere ver. En su extensa explicación, la señora de Kirchner no incluye un fenómeno para ella inconcebible. A Cherñajovsky lo conminaron a exportar langostinos y, como era obvio que iba a suceder, encontró en ese rubro un negocio competitivo, mucho más racional que la importación y traslado hasta el fin del mundo de electrónicos desarmados. Gracias a la experiencia de su socio Miguel Glikman, hoy el importador Cherñajovsky vende a 76 países 2100 millones de dólares al año, de los cuales 1200 millones corresponden al comercio de langostinos. Encontró una actividad rentable que no sale de una lapicera. Surge del mercado. Si no la encarara él, lo haría otro empresario.
La fantasía de que utilizando el poder de la administración pública se pueden corregir todas las distorsiones, impide a la vicepresidenta tomar contacto con el drama central que enfrenta su sistema. Ese Estado corroído, desmantelado, en el que ella confía, se ha quedado sin financiamiento. Quebró. Es imposible endeudarse en dólares. Como ilustró ayer Javier Blanco en LA NACION, los seguros de los bonos superaron el nivel de riesgo que presentaban en julio de 2014, cuando el juez Thomas Griesa emplazó al país a pagar su deuda o entrar en default técnico. Ahora empieza a ser mucho más dificultoso también endeudarse en pesos. El Banco Central debió comprar títulos en el mercado secundario para que no se derrumbe el precio de esos papeles o, para mirarlo desde otro ángulo, para que no se dispare la tasa de interés. Como el Central tiene prohibido adquirir bonos en las licitaciones del Ministerio de Economía, Martín Guzmán le ha ofrecido un canje para cambiar esos papeles por otros de más largo plazo. Las operaciones del Central, destinadas a preservar el valor de los bonos, son una manera indirecta de financiación al Tesoro. Es decir, un atajo a través del cual Guzmán elude el compromiso asumido con el Fondo Monetario: el banco sólo puede financiar al fisco en no más de un punto del PBI. Frente a este panorama ya hay economistas que se preguntan si el Fondo aprobará en septiembre el desembolso de alrededor de 2800 millones de dólares que corresponde al (in)cumplimiento de las metas del segundo trimestre del programa. Para esta emergencia la lapicera está en manos, en última instancia, de Joe Biden, con quien Alberto Fernández se verá el próximo fin de semana en el castillo de Elmau, al sur de Baviera, durante la cumbre del G7. Un mes más tarde volverá a encontrarlo en la Casa Blanca.
La intervención del Banco Central en el mercado de bonos no resuelve el núcleo del problema. Lo agrava. Porque para hacer las compras dirigidas a sostener el precio de esos papeles, el banco debe emitir más pesos, lo que a la larga tiene un impacto inflacionario. Por lo tanto, aumentará la tasa de los papeles que ajustan por inflación.
Los títulos del Tesoro se derrumban por temor a que, dada esta espiralización, al final, no se paguen. Ese peligro hace que las instituciones financieras, en especial los bancos, no quieran tenerlos en sus carteras. Procuran atesorar menos bonos de Guzmán. En resguardo de sus accionistas y de sus ahorristas, que son los dueños del dinero que prestan. Por lo tanto, es probable que, cuando a fin de mes se realice una nueva licitación, el ministro no consiga que le renueven todo el monto puesto en juego. Será clave calibrar el volumen de ese rollover. Esa reticencia no podría ser más inoportuna, porque Guzmán necesita colocar más deuda que la que vencerá ese día. Por un motivo evidente: cuenta con menos financiación del Banco Central. En este contexto, cuando Guzmán se reúna con los banqueros para pedirles solidaridad, en los salones del Palacio de Hacienda retumbará la voz teatral de Cristina Kirchner declamando su consigna: “Usá la lapicera… usá la lapicera…”.
Tal vez sea inútil. Es posible que la lapicera sólo sirva esta vez para que los organismos del Estado que cargan con grandes masas de bonos del Tesoro se adapten a las necesidades del ministro. Primera en ese podio, la Anses. Es doloroso, pero sucederá como de costumbre: el que terminará pagando la ilusión de que la restricción presupuestaria es un ideologema neoliberal es el sector público y sus víctimas. En este caso, los jubilados. Del mismo modo que, como explicó el progresista Alberto Fernández este fin de semana, la que debe pagar el costo de los desequilibrios en el precio del combustible, sobre todo del gasoil, es YPF.
¿Qué está sucediendo? Lo innombrable. Un ajuste. No lo hace el Gobierno, porque es un gobierno nacional y popular. La lapicera no se mancha. Pero el juego ciego e impersonal de la economía se encarga de buscar, insensible a cualquier mortificación social, un equilibrio. La perspectiva de que los bancos, es decir, los ahorristas, no quieran seguir renovando sus bonos a Guzmán hace temer que un día pidan la plata. En consecuencia, hace temer más emisión. Es una presunción que acelera la fuga desde los pesos hacia el dólar. Por eso el contado con liquidación subió desde 208 pesos a 239 pesos entre el 7 de junio y ayer. Esa salida de dólares dibuja, en el horizonte, una posible devaluación.
Es aquí donde la economía se cruza con la política. Con una inflación de más de 80% anual, una depreciación mayor del peso, que se traslade a los precios, representa un enorme problema para los sectores más desprotegidos. La señora de Kirchner pide, también para esa encrucijada, que Alberto Fernández utilice la lapicera. Es decir, que recorte el poder de los movimientos sociales. En esta exigencia hay una preocupación general y un cálculo mezquino. El desvelo más auténtico es que la vicepresidenta, igual que Máximo Kirchner, padecen pesadillas en las que aparece una ola de descontento alentada por agentes que ellos no controlan. Miran el espejo de Chile. Imaginan un desorden a la cabeza del cual se ponga la izquierda revolucionaria, cuyas organizaciones podrían terminar arrastrando a los movimientos sociales ligados al oficialismo. Sobre todo el Evita, que controla una clientela de más de un millón de prestatarios de planes sociales.
Patagónicos, los Kirchner son también sensibles a lo que pueda pasar con la reivindicación mapuche, que quieren administrar y contener. En estos días la liturgia indigenista ha ganado a muchas escuelas en el Sur. Ocurre, además, un fenómeno todavía inadvertido de este lado de los Andes: el borrador de la nueva constitución chilena contiene dos artículos que, de ser aprobados, cobijan consecuencias importantísimas. Uno de ellos reconoce autonomía a unidades subnacionales: regiones, municipios, comunidades indígenas. El otro, otorga a los pueblos originarios la capacidad de firmar tratados internacionales de cooperación, en especial con comunidades similares. Son cláusulas con un potencial de largo alcance, no sólo para los impulsos más o menos secesionistas que anidan en algunos sectores de la comunidad mapuche. Abren también una discusión sobre la titularidad de los recursos naturales, petroleros y mineros.
Las sombrías premoniciones de la vicepresidenta hacen juego, además, con sus intereses tácticos. Los movimientos sociales amenazan su poder en dos dimensiones. Por un lado, están alineados con Alberto Fernández. Emilio Pérsico y su cerebro estratégico, Fernando “Chino” Navarro, son funcionarios del Poder Ejecutivo. Y Luis D’Elía se ha convertido en el vocero más ácido y mordaz del Presidente. Por otro lado, estas organizaciones, en su permanente expansión, ya consiguieron desarticular la anatomía tradicional del peronismo en el conurbano bonaerense. En cada municipio hay un líder social que compite, desde la oposición, con el poder del intendente. El caso más notorio es el de La Matanza, donde Pérsico postula a Patricia Cubría, su esposa, en contra de Fernando Espinoza. Pero no es el único. Signo de una degradación social que se ha venido agudizando en cámara lenta, hoy en los concejos deliberantes no hay, como sucedió hasta mediados de los años ‘80, dirigentes sindicales. Esas bancas las ocupan los organizadores de los indigentes y desocupados.
Cuando denuncia la tercerización de la acción social en manos de los antiguos piqueteros, la vicepresidenta está ofreciéndose como abogada de esos intendentes del Gran Buenos Aires, que son indispensables para el proyecto electoral de un kirchnerismo replegado sobre la provincia. La multiplicación de candidaturas locales desafía en especial a Máximo Kirchner. Como presidente del PJ, ¿está dispuesto a habilitar todas esas listas? La disputa bonaerense empieza a arder. También en la oposición. Macri salió ayer a hacer campaña por La Plata, respaldando, con María Eugenia Vidal, a Cristian Ritondo. El rival de Diego Santilli, avalado por Horacio Rodríguez Larreta. Con Macri y Vidal estaba el intendente Julio Garro. Malvados, desde la inmediaciones de Santilli bromearon: “El grupo Gestapo. La pobre señora que los abrazó salió cableada”. La interna se esta volviendo inclemente.
La lapicera de la vicepresidenta llega tarde para restaurar el viejo mapa. La inercia inflacionaria potencia a las ligas de informales, herejes que se levantan frente al establishment peronista en nombre de la justicia social. Y se envuelven en una dignidad tan arbitraria como inalcanzable: la de la fe católica. Apañados desde Roma, reemplazaron a Perón y desfilan en nombre de San Cayetano. Desde esa plataforma demandan al Estado. No piden sólo planes. Consiguen otras llaves para ir fortaleciendo ese cruel eufemismo de la “economía popular”. Su última conquista consiste en que el Enacom otorgue licencias de telefonía celular y de internet a las cooperativas que ellos controlan. Así como ya están condenados a padecer las estrecheces del hospital público y de las escuelas del Estado, los pobres tendrán sus propias telecomunicaciones. En este caso salen de la lapicera de Claudio Ambrosini, el hombre de Sergio Massa en esa entidad regulatoria.
Como los piqueteros, también Massa presiona. En marzo había amagado con dejar el Frente de Todos si, antes de fin de abril, entre el Presidente y la vice no cesaba la disputa. Después se distrajo y se quedó. Ahora vuelve a amenazar. Pide a gritos el Ministerio de Economía. Y alega que no soporta la presión de los que le exigen que rompa: Malena Galmarini; Alexis Guerrera, el ministro de Transporte; el fiscal Claudio Scapolan…
Massa está indignado con el ingreso de Daniel Scioli al gabinete. Pretendió, por lo menos, la secretaría de Industria para el metódico Guillermo Michel. Pero Ariel Schale está atornillado: expresidente de una fundación que, con deliberado error de ortografía, se llama Protejer, es el vínculo del Gobierno con un ala del negocio textil, la que lidera Teddy Karagozian. Schale ya había sido el puente de Scioli con ese sector en la provincia. Pero el presidente de la Cámara de Diputados consiguió para Michel un lugar cotizadísimo: lo designaron jefe de la Aduana. Scioli pierde una palanca valiosísima: no podrá administrar a su arbitrio los permisos de importación. Un recurso cada vez más apetecible en la medida que bajan las reservas del Central. Habrá que ver si el 15 de julio, los librepensadores del congreso del Frente Renovador lograrán, mediante un cortafierros, que Massa suelte esa lapicera.
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