Cristina y Kristalina extreman la tensión en el Frente de Todos
Guzmán se encontró con un panorama más complejo del que previó con el Fondo y en la coalición oficialista temen por el impacto interno de un acuerdo; los “microgobiernos” internos y el rol de Máximo
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La cena había sido convocada para que los diputados salientes del Frente de Todos recibieran a los nuevos legisladores en un marco de camaradería. Era lunes a la noche y en el Club Caledonia de Barracas había buen clima. Para matizar alguien le preguntó a Máximo Kirchner qué posición adoptarían cuando llegue al Congreso el acuerdo con el FMI. “Bueno, Alberto ya tiene asegurados los 116 votos de Juntos por el Cambio; nosotros después vemos”, respondió con el tono irónico que utiliza ante temas espinosos. Ya había hecho comentarios similares ante otros interlocutores y el dato llegó a oídos del Presidente, quien expresó su malestar por la vocación de resistencia del camporismo.
En todo el espectro de la coalición gobernante impera una sensación de inevitabilidad al hablar de un acuerdo por la deuda (con la excepción de Soberanxs, la exótica agrupación de Amado Boudou). Pero esa percepción convive con un profundo temor a que los efectos del entendimiento se conviertan en un factor de división interna. Hoy la Casa Rosada está tan atenta a los términos de la negociación en Washington como a la capacidad de asimilación en el Instituto Patria y en La Cámpora. Las consecuencias de un ajuste derivado de la renegociación podrían representar un golpe final a las aspiraciones políticas de los principales protagonistas del FDT, que ya sufrieron este año en las urnas el impacto del estancamiento económico.
“El acuerdo va a tensionar muchísimo a nuestro espacio. Hay extrema preocupación por el panorama para 2022 en términos de recuperación del salario real y el aumento inflacionario”, admite un dirigente alineado con el oficialismo. No es solo un problema de acting discursivo para la militancia, sino del impacto social más profundo que pueda provocar. Cristina Kirchner cree que será muy difícil retener el poder en 2023, y por eso se abroquela en su letanía de condicionamientos para ver si al menos resguarda su capital simbólico. Un operador de Wall Street no salía de su asombro el viernes a la noche al ver la escena de Pimpinela que montaron la vicepresidenta y Alberto en el escenario de la Plaza de Mayo para hablar del desamor con el Fondo, mientras en primera fila aplaudía sin convicción Martín Guzmán.
El ministro de Economía buscó acelerar el acuerdo, pero se encontró con una posición más dura de la que esperaba. Tres fuentes distintas al tanto de las tratativas admitieron que en las últimas semanas, cuando se pusieron las cartas reales sobre la mesa, reaparecieron con toda nitidez las exigencias técnicas que Guzmán se había ilusionado con sortear. “Martín estaba convencido de que iban a firmar algo más sencillo y están pidiendo un plan más consistente. Por eso hace unas semanas lo veía casi cerrado y ahora reconoce que va a ser más complejo”, confiesa uno de sus interlocutores habituales. Un funcionario que trabaja con Guzmán admitió que “está siendo más duro de lo previsto, pero no para romper el diálogo. No son ultramontanos, pero tampoco samaritanos. Está claro que prefieren los preceptos de Bretton-Woods a los de los evangelios”. Una pena porque, según cuentan en el Instituto Patria, Cristina atraviesa desde hace un tiempo un proceso de fuerte reafirmación religiosa.
Las dos demandas más difíciles de superar son cómo se va a financiar el déficit (rebotaron la idea de que habría aportes de organismos multilaterales que no estaban confirmados) y la política cambiaria para cerrar la brecha (ven inevitable una devaluación porque el Banco Central siguió perdiendo reservas a pesar de todos los cepos). Guzmán siguió a diario las tratativas, a partir de los reportes que le hacían sus funcionarios en Washington. Pero en los últimos días habló tanto con el secretario de Hacienda, Raúl Rigo, y con el subsecretario de Financiamiento, Ramiro Tosi, como con Cristina Kirchner. “Están teniendo un diálogo cuasi diario. Ella es una obsesiva de los números finos y lo ausculta todo el tiempo”, reconocen en frente de la Plaza de Mayo. Alberto Fernández le delegó a su vice la tinta de la lapicera cuando le sugirió a Guzmán que los detalles técnicos los siguiera con ella, un poco porque no lo atraen las aritméticas y sobre todo para ver si así se evita las impugnaciones de su vice. Tal como está planteada hoy la negociación, Guzmán es un intermediario entre Kristalina Georgieva y Cristina: de un lado recibe condicionamientos técnicos; del otro, demandas distributivas. Por eso impera en el mundo financiero la total convicción de que el acuerdo solo le servirá al Gobierno para evitar el default, pero no será suficiente para restablecer la confianza y regresar al mercado de capitales.
Mañana se reúne el board del FMI por última vez en el año. Hay expectativas en Economía de que surja allí un aval político al pronunciamiento que hizo el staff el viernes. Sería el acto final antes de las Fiestas, razón por la cual resulta difícil visualizar un acuerdo en diciembre. Mientras tanto, el promocionado “plan plurianual” que sería enviado al Congreso entró en un cono de dudas. “El mensaje de Alberto del 14 era para meter un tema, para marcar un rumbo a seguir”, minimizan hoy en el Gobierno. Guzmán está mucho más atento al presupuesto que mañana defenderá en Diputados. Según anticipan, en esencia será similar al original, más algunas actualizaciones negociadas en la reunión que mantuvo el lunes con Sergio Massa, Máximo Kirchner y Wado de Pedro. En realidad, no le preocupan los números finos, sino una aprobación rápida para exhibirla en Washington. “Después puede haber adaptaciones libres durante el año”, consolaron a los diputados, que pasaron de amenazar con introducirle al presupuesto cambios profundos a prometer una aprobación en cuatro días (quieren hacerlo ley el jueves siguiente en el Senado). La versatilidad de Guzmán es curiosa: es tan capaz de exhibirse en su rol de sólido académico como de sarasear con los números. Un particular blend entre Columbia y La Plata.
Los microgobiernos
El tema del FMI es tan dominante que ha dejado al Ejecutivo en estado de latencia, con el riesgo de una lenta descomposición. “Hay una sumatoria de microgobiernos”, resume un operador para referirse a la pasión por las descoordinación que impera en la Casa Rosada. Juan Manzur parece haberse resignado a que la articulación es imposible si no hay una línea directriz clara. Hoy dedica más tiempo a trabajar en el nucleamiento del peronismo clásico de los gobernadores, intendentes y gremialistas que en el seguimiento impetuoso de la gestión que intentó en sus primeros días. Su consolidación no es sencilla en medio de tantos recelos. Aunque no deja de sacarse fotos con Wado de Pedro, todos hablan de la “planta baja”, donde está el ministro del Interior, y del “primer piso”, donde opera el jefe de Gabinete, como dos células autónomas. Tampoco Alberto Fernández empatiza hoy del todo con sus principales funcionarios políticos.
Un pequeño episodio de esta semana refleja la percepción general dentro de la coalición. La salida del secretario de Minería, Alberto Hensel, fue producto de un pedido a Fernández del gobernador Sergio Uñac, quien lo designó ministro de Gobierno. El argumento formal es que quien ocupaba ese cargo, Fabiola Aubone, asumió como diputada. Pero también es cierto que el mandatario sanjuanino acaba de mover cinco ministros, después de haber ganado solo por un punto la última elección. Uñac está convencido de que este exiguo resultado no se condice con su imagen positiva del 70% y le atribuye la responsabilidad a su identificación con el gobierno nacional. Es decir que la salida de Hensel también fue una señal de despegue, algo que la mayoría de los gobernadores están ensayando. Su lugar en Minería quedó en manos de la catamarqueña Fernanda Ávila, por efecto rebote. Alicia Kirchner (con el auspicio de su cuñada) había reclamado el cargo para un santacruceño, pero Alberto no se lo quería entregar. El dato llegó a oídos de Raúl Jalil, gobernador de Catamarca, quien con una mínima gestión se quedó con el premio.
Pero nadie padeció más la tensión de facciones que Axel Kicillof, quien esta semana terminó de lotear su preciado gabinete del Clio, basado en el núcleo más cercano, y lo transformó en un “We Are the World” bonaerense, con la admisión sin pase sanitario de intendentes, kirchneristas y massistas. Instrumentó el relanzamiento de gestión que Alberto no quiso hacer y planteó en público lo que decía en privado: que su proyecto en la provincia es por seis años más. Un gesto para desensillar de las expectativas presidenciales. Pero en el camino debió correr a una de sus funcionarias más cercanas, Agustina Vila, muy cuestionada por los intendentes por su gestión escolar en la pandemia. Otro caso Carlos Bianco, porque la recicló en la Secretaría General. Su lugar lo ocupará Alberto Sileoni, exministro de Cristina. El resto fue para la camporista Daniela Vilar y para la referente kirchnerista en La Plata Florencia Saintout (también ingresó el massista Jorge D’Onofrio). “Máximo le copó el gabinete a Axel”, plantea sin eufemismos un intendente al tanto de los movimientos. Ya había gestionado el ingreso de Martín Insaurralde y Leonardo Nardini.
La provincia va transformándose cada vez más en el bastión de resistencia del diputado, quizás con la expectativa de sobrevivir allí a una eventual derrota nacional (incluso algunos intendentes empezaron a hablar de desdoblar elecciones). Por eso el viernes también jugó fuerte en la organización del acto en la Plaza de Mayo, una idea que originalmente había surgido de Alberto Fernández con un sentido ecuménico, y que terminó cooptado por el kirchnerismo. Con todo este instrumental, Máximo aspira a realizar el sábado próximo su último movimiento: quedarse con la conducción del PJ bonaerense. En el año de la dura derrota electoral, el hijo pródigo se transformó en el administrador de la resistencia. Sin los votos suficientes para empinar el proyecto nacional, la idea que reaparece es la de la ocupación territorial y administrativa de la gestión bonaerense. Alguien que lo conoce bien justifica en que “Máximo se siente más cómodo en el rol de opositor. Le cuesta ser oficialista”.
Un sistema en crisis
Las tensiones electorales que sufrió el FDT, sumadas al estrés que le provoca el acuerdo con el FMI, tuvieron un correlato directo en la oposición, en donde se esmeraron en hacer una pésima administración del triunfo en las urnas. Primero estalló la interna de Pro, con acusaciones de Patricia Bullrich a Horacio Rodríguez Larreta, y el inconformismo de un Mauricio Macri siempre acechante. El eje de la discusión fueron los proyectos divergentes para 2023 y el perfil que debe tener Juntos por el Cambio. Y esta semana se partió la UCR, con un duro cruce entre la dirigencia tradicional del partido, encabezada por Gerardo Morales, y la nueva ola renovadora encarnada por Martín Lousteau. Aquí emergió la pelea frontal por los cargos legislativos, pero en el fondo se está debatiendo el rol que tendrá el partido de ahora en más, según Morales, en busca de mayor federalismo; según Lousteau, como parte de un proyecto con mirada más estratégica y menos prebendaria. Curiosa manera de festejar.
Pero de fondo subyace un problema más estructural que evidencia el sistema político. En los últimos diez años, el escenario se organizó en torno de dos coaliciones mayoritarias que concentraron en todas las elecciones entre el 70 y el 85% de los votos. Esa polarización le dio al país una gran consistencia política, sobre todo en comparación con la atomización que sufrieron, por ejemplo, Perú y Chile, y actuó como un antídoto ante las crisis y los candidatos disruptivos al estilo de Castillo o Bolsonaro.
Sin embargo, esta configuración bicoalicionista empieza a sufrir un desgaste del material porque la tensión se traslada al interior de cada alianza. Por eso el FDT y JxC están sufriendo un proceso de fragmentación que por ahora lograron sobrellevar sin rupturas, pero que cada vez se hace más difícil compatibilizar. La estabilidad macro hoy se sostiene a expensas de los desequilibrios internos.
En ambos grupos defienden la heterogeneidad como un atributo positivo, pero muchas veces suena más a un argumento para digerir disputas intestinas que a una genuina convicción. La realidad parece manifestar dos déficits vertebrales. Por un lado, la indefinición de un liderazgo nítido. Aún no termina la larga transición que se inició en 2019, cuando Macri perdió, pero sin ser relevado al frente de JxC, y cuando Cristina decidió compartir el gobierno con Fernández. Por el otro, la ausencia de una tradición institucional para organizar este tipo de coaliciones, como ocurre en sistemas parlamentarios. Solo como ejemplo, Olaf Scholz acaba de formar gobierno en Alemania en una alianza entre socialdemócratas, liberales y verdes, donde se repartieron ministerios y consensuaron un plan de 177 páginas que fue aprobado por cada sector. Incomparable.
Entre tanta dispersión y endogamia, quedó flotando el testimonio crudo de Esteban Bullrich, con su apelación urgente a la dirigencia y su presencia sufriente. Un mensaje de consenso que no estuvo teñido de compromiso político como es habitual, sino de un profundo humanismo que terminó conmoviendo a todos. Difícil imaginarse que pueda generar algo más que lágrimas.
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