Cristina y Alberto se tiran con plazas
A la “Plaza de Alberto” le llegó la “Plaza de Cristina”; el debilitamiento del kirchnerismo relaja también la consistencia de la oposición, que deberá volver a redactar su contrato interno
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Más allá de los esfuerzos publicitarios del oficialismo para disimularlo, las elecciones de este año han sido catastróficas para el Frente de Todos. En dos años perdió 5.200.000 votos. El 40% de la cosecha de 2019. Es cierto que se trata de dos comicios distintos. Pero es la referencia más aproximada para calibrar la suerte que corre el Gobierno frente a la ciudadanía. Esta retracción dispara varias consecuencias. Una de ellas es que resulta imposible caracterizar al kirchnerismo de esta etapa como un monstruo hegemónico. Entre otras cosas porque la gravitación de Cristina Kirchner, que es la líder y constructora de esta fuerza política, quedó en una situación menguante. Se trata de un cambio con proyecciones sobre todo el juego del poder. La inclinación hacia el despotismo fue la razón más poderosa de la polarización que se ha verificado en la esfera pública desde hace más de una década. Atenuado ese riesgo, también se modifica esa organización de la escena en dos bloques homogéneos y enfrentados. El bando oficial pierde cohesión. Las fisuras son cada día más visibles. En la oposición sucede algo parecido. El principal factor aglutinante de Juntos por el Cambio fue el temor a un desborde autoritario. La unidad de esa coalición fue, por sobre cualquier otra condición, una unidad anti-kirchnerista. El debilitamiento del kirchnerismo relaja la consistencia del otro bando. Es lo que sucede en estos días. Las dos organizaciones dominantes del sistema están dando señales de una dispersión.
La marcha del viernes hacia la Plaza de Mayo para celebrar la continuidad democrática se inscribe en este cuadro general. Antes que nada, es una concentración para exaltar a los Kirchner, sobre todo a la vicepresidenta. El primero en convocarla fue su hijo, Máximo, quien llamó a “reventar la plaza en serio”. Como si lo del 17 de noviembre, cuando él y su Cámpora llegaron tarde, hubiera sido en broma. Ayer la señora de Kirchner formuló una invitación personal con un video y un mensaje en off. Avisó que va a haber música, por si los líderes que subirán al escenario no entusiasman demasiado. A la “Plaza de Alberto” le llegó la “Plaza de Cristina”. La lucha es incruenta. Se tiran con plazas.
La ocurrencia de realizar una movilización surgió cuando los Kirchner se enteraron de que el gremialista Víctor Santa María y el exministro de Educación Nicolás Trotta habían invitado a Lula da Silva a pasar unos días en Buenos Aires. Lula es un símbolo para la señora de Kirchner. En primer lugar, porque encarna con menos imperfecciones su coartada del lawfare: el juez que lo condenó, Sergio Moro, terminó siendo ministro de Jair Bolsonaro, que llegó a la presidencia de Brasil con la ventaja de que su principal rival estaba preso. La vicepresidenta se miró siempre en ese espejo. A tal punto que, cuando se reconcilió con Alberto Fernández, lo primero que le pidió fue que inicie una campaña internacional a favor de la liberación del líder del PT. A estas afinidades se le suma otra atracción: Lula podría regresar al poder, una chance muy estimulante para quien acaba de ser derrotada.
La euforia de Cristina Kirchner por este reencuentro con Lula es tan intensa que le impidió registrar que, también invitado por Santa María, estará en Buenos Aires el uruguayo José “Pepe” Mujica, quien con ese tono de Viejo Vizcacha inofensivo suele referirse a ella como “la Vieja”. En la invitación de ayer ni lo mencionó. Es comprensible. Mujica no tiene abiertas causas judiciales y nadie lo ha acusado de haber tocado una moneda. Es decir, se salvó del lawfare. No sirve para nada. Por suerte el Presidente lanzó su propio video, con su propia invitación, e incluyó al expresidente del Frente Amplio.
Es posible que Lula y Mujica se alojen en uno de los coquetos hoteles del sindicato de Santa María, que regentea la hija de Silvia Majdalani. Alguien debería advertirles a los dos turistas que se abstengan de comentar intimidades: las Majdalani tienen una pasión desordenada por el uso de micrófonos.
La “plaza de Cristina” será distinta de “la plaza de Alberto”. En principio, pasado mañana habrá pañuelos blancos. En la celebración del Presidente las Madres y las Abuelas estuvieron ausentes. Habrá otras diferencias. La CGT, que es hoy el apoyo más sólido con que cuenta Fernández, tendrá una presencia apenas testimonial. Los movimientos sociales, en especial el Evita, llevarán gente a reglamento. Están más comprometidos que los gremialistas porque casi todos sus líderes son funcionarios del Gobierno. Por las dudas de que la plaza no reviente, uno de los lugartenientes de Máximo Kirchner, Andrés “Cuervo” Larroque, adelantó en una entrevista con Daniel Tognetti que tal vez no puedan llevar a todo el público que desearían porque la iniciativa surgió de un momento para otro.
Quedan dos incógnitas flotando. La primera: qué compromiso tendrán los intendentes del conurbano bonaerense. Es un interrogante significativo porque la concentración frente a la Casa Rosada se está convirtiendo en un indicador de la adhesiones o disensos que cosechan los Kirchner, madre e hijo, en el seno del Frente de Todos. Los jefes municipales están hoy interesados en evadir la ley que les impide más de una reelección. Esa ley, promovida por Sergio Massa en combinación con María Eugenia Vidal, facilitaba el objetivo de La Cámpora de colonizar el conurbano. Ahora el juego empieza a darse vuelta. Muchos alcaldes fantasean con que una ley provincial habilite el adelantamiento de las elecciones locales en 2023, para que se realicen separadas de la nacional. Si Cristina Kirchner quisiera, como muchos pronostican, postularse como senadora, se encontraría con un molesto inconveniente. Otro pormenor a observar: todavía no tiene fecha la asunción de Máximo como presidente del PJ provincial. El otro enigma es cuánta gente llevarán este viernes Massa y su Frente Renovador, que podrían sorprender con pancartas en defensa del fiscal Claudio Scapolán, acusado de regentear una banda de narcos en la zona norte. Malena Galmarini habría conseguido, ayudada por el gestor judicial Javier Fernández, que la Cámara de San Martín desplace del caso a Sandra Arroyo, que procesó a Scapolán. De esto no se hablará en la “plaza de Cristina”. El lawfare no llega a tanto.
No debería llamar la atención que el poder de movilización del oficialismo comience a reflejar el nivel de su conflicto interno. Nadie se anima a hacer una apuesta firme, pero en el entorno de Alberto Fernández gana espacio la fantasía de que ha resuelto pararse sobre su eje y privilegiar el rumbo de su administración por encima de la armonía entre facciones. Fue el efecto, dicen, del piquete de ministros que le organizó la vicepresidenta el 15 de septiembre, después de las malhadadas primarias. Esta decisión se expresa en la formación de una alianza con los actores que montaron el festejo de la derrota el 17 de noviembre: sindicatos, movimientos sociales y, en un plano más difuso, algunos gobernadores.
La formación de esta masa crítica responde, además, a la urgencia por definir una orientación a partir de la encrucijada que plantean los vencimientos con el FMI. Fernández debe resolver si sostiene sin vacilar una política de ajustes: aumentos de tarifas, devaluación del dólar oficial, recortes en la obra pública. El programa va más allá de lo económico. Se trata de una negociación con potencias, no con agentes financieros. Por lo tanto, implica un alineamiento geopolítico. La señal inicial de esta determinación ya se produjo: Fernández va a participar de la cumbre por la democracia convocada por Joe Biden. Es un encuentro contra la corrupción, el autoritarismo y en favor de los derechos humanos que, con arreglo a esas consignas, deja afuera a China, Rusia, Irán, Cuba, Nicaragua y Bolivia. Venezuela va a estar presente, pero en la figura de Juan Guaidó, a quien el Gobierno dejó de reconocer como presidente, en beneficio de Nicolás Maduro. Los chinos estarán representados por Taiwán, al que Pekín no reconoce como Estado.
El alineamiento de Fernández con la Casa Blanca es un triunfo de Gustavo Beliz y de Jorge Argüello. Juan Manzur integra la misma escuadra, inspirado por el controvertido Gustavo Cinosi, su asesor de todas las horas. Cinosi, odiado por Cristina Kirchner, es la mano derecha de Luis Almagro, el secretario general de la OEA. Manzur no ha logrado todavía que Fernández se reconcilie con ese uruguayo. Más decisivo es Argüello, el embajador en Washington. Está en Yacarta, en una reunión del G20. Allí negoció los últimos detalles de la participación del Presidente en la reunión de Biden, con el segundo del Consejo Nacional de Seguridad, Daleep Singh. Detalle significativo: Singh es el responsable del área económica de esa oficina. El Gobierno espera que sea la palanca que flexibilice en favor de la Argentina la intransigencia ortodoxa del Departamento del Tesoro, que es el responsable de fijar la posición de los Estados Unidos en el FMI.
En toda esta trama jugó un papel el ministro de Trabajo, Claudio Moroni. Él ya intervino en un encuentro preparatorio de la cumbre de Biden, junto con su colega norteamericano Martin Walsh. El tercer panelista fue Guy Ryder, titular de la OIT. El tejedor de esta reunión fue el secretario general de la UOCRA, Gerardo Martínez, que se desempeña desde hace años como “canciller” de la CGT en Ginebra y Washington. La proximidad de Martínez con Walsh es fácil de explicar: el secretario de Trabajo de Biden también proviene del gremio de la construcción, desde donde se proyectó a la política hasta ser alcalde de Boston.
Como se puede advertir, se multiplican las acciones que pretenden llevar a Alberto Fernández en una dirección. Y, en consecuencia, se multiplican las reacciones: la más reciente fue del “Cuervo” Larroque en la misma entrevista con Tognetti, en la que declaró que la política de precios de Matías Kulfas había fracasado. Kulfas integra, con Moroni, el dúo de mayor confianza del Presidente.
La dispersión oficialista es un signo de debilidad que relaja también el tejido opositor. Juntos por el Cambio deberá volver a redactar su contrato interno. Además de una tarea más incierta: sobreponerse a la irrefrenable propensión facciosa del radicalismo. Un gen suicida que acaso provenga de su fundador. Estos desafíos son importantes en la medida en que en esa fuerza no existe un liderazgo claro.
La inauguración de este nuevo orden de problemas apareció en el bloque de diputados radicales. Allí se manifestó una novedad: la UCR vuelve a tener dos líneas internas. Una de ellas, encabezada por los porteños Martín Lousteau y Emiliano Yacobitti y por el cordobés Rodrigo De Loredo, se dio a conocer de manera estridente, armando una bancada aparte en la Cámara baja.
El casus belli de la ruptura es cordobés. De Loredo, que viene de vencer a Mario Negri en las internas de la provincia, se negó, con bastante lógica, a aceptar su jefatura dentro del bloque. Aquí aparecen los dos misterios de esta crisis. Primero: por qué el grupo mayoritario no postuló a otro diputado en reemplazo de Negri. Segundo: por qué Yacobitti y De Loredo, que tenían pensado armar su propio grupo hace por lo menos dos meses, se sometieron a una votación y después no aceptaron el resultado.
Sería una ingenuidad suponer que esta tormenta tiene que ver con el control del bloque de diputados. Detrás de ella está la disputa por la conducción del partido, que se decide el próximo 17. Es casi inevitable que el jujeño Gerardo Morales se haga cargo de la presidencia del Comité Nacional. Acaba de dar la última puntada, un acuerdo con el gravitante mendocino Alfredo Cornejo, que se encumbrará como jefe de un interbloque en el Senado. Este pacto Cornejo-Morales aisló más a Lousteau en esa cámara.
Morales lidera, hasta ahora, al grupo que en Diputados atornilló a Negri en el sillón. Este bloque esgrime en contra de Lousteau y Yacobitti tres argumentos. 1) No respetaron la unidad partidaria. 2) Benefician al Pro, en la figura de Horacio Rodríguez Larreta, aliado del radicalismo porteño. 3) Favorecen al Gobierno. Desde el otro bando contestan con precisión simétrica: 1) Morales quebró en 2001 el bloque de senadores levantándose nada menos que contra Raúl Alfonsín. 2) El gobernador es un aliado explícito de Patricia Bullrich, con quien ya lanzó una fórmula presidencial. 3) Morales es el más activo socio del Gobierno y, sobre todo, de Sergio Massa. Lo demostró cuando sus diputados votaron a favor el Consenso Fiscal, el impuesto a las grandes fortunas y la ley de biocombustibles; y cuando favorecieron, ausentándose, leyes como la quita de fondos a la ciudad de Buenos Aires, que gobierna Juntos por el Cambio.
Como se puede advertir, se trata de una disputa sin argumentos, sin agenda. Es natural. Las dos facciones no piensan distinto, sino que quieren lo mismo. ¿Qué buscan? La candidatura presidencial del 2023. Un grupo tiene, por ahora, a Morales. El otro carece de postulante. Pero, en la fractura del bloque, demostró contar con dos distritos clave: Córdoba y Capital Federal. Ahora deberán desmentir el diagnóstico del politólogo Andrés Malamud sobre esta resurrección de la UCR: “Los radicales olfatean el poder y huyen en sentido contrario”.
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