Cristina Kirchner y el límite del “yo te lo dije”
La infalibilidad política, aunque no electoral, de la conductora del kirchnerismo se encontró con su límite
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No había unidad. Había unanimidad. Es decir, disciplinamiento. La derrota electoral que sufrió el kirchnerismo el domingo 12 y la interna perokirchnerista que le siguió dejan expuesto a cielo abierto algo más que la disputa de poder entre los Fernández. Quedó claro que la maquinaria política del kirchnerismo, que se quiso infalible, está astillada y muestra puntos vulnerables disimulados por una disciplina y autodisciplina partidaria férrea. El kirchnerismo confunde disciplina con lealtad, pero se parece más bien a la autocensura. La primera consecuencia de esa militancia ensimismada es el silenciamiento de diferencias internas claves, tan claves que pueden definir victorias y derrotas. Porque con el silenciamiento también se dio en paralelo una sordera en relación con las necesidades nuevas del pueblo que quiere representar. Hasta que el silencio estalla.
El gabinete de ministros que asumió ayer es una muestra de ese estallido: kirchneristas bien pensantes de nueva cepa, identificados más con el albertismo que sigue nonato, en contradicción abierta con peronistas autodefinidos católicos conservadores con años de gimnasia política y anabólicos inconfesables, cultores del tan mentado “volumen” o “músculo” político con que se los define ahora. A pesar de todos, incluyendo a Cristina Kirchner, con la debacle electoral se impuso el sinceramiento. El cimbronazo impactó en tres esferas, por lo menos, y afloraron debates antes soterrados, y también resistencias.
Primero, la infalibilidad política, aunque no electoral, de la conductora del kirchnerismo se encontró con su límite. El kirchnerismo parece haberse rendido al vigor del peronismo histórico, territorial y conservador. En esa plaza pública que hoy es Twitter, el fin de semana, parte del feminismo filokirchnerista se debatió entre su indignación y dolor por la elección de ministros vinculados con el Opus Dei o la violación de derechos humanos y su fascinación con la intuición política de la vicepresidenta. Parte de su militancia lo vive como traición: el esfuerzo por digerir el trago amargo lleva al reclamo herido, tímido y desconcertado a su conductora.
Segundo, se cuestiona ahora la hegemonía moral, o al menos la pretensión moral del kirchnerismo e incluso la del peronismo a la hora de representar los intereses de los sectores populares. En televisión, una señora de un barrio popular explicaba su voto a favor del candidato Javier Milei. En la pantalla, el videograph sintetizaba la novedad sin vueltas: “Villeros liberales”, se leía.
Tercero, salió a la luz que hay un mercado de ideas mucho más atomizado y competitivo de lo que el concepto de “grieta” y “polarización” permite entrever: no hay dos modelos de país, como simplifica el presidente Fernández con intención electoralista, sabemos, fallida.
Si es difícil conocer al votante, el kirchnerismo se pone pragmático y toma un atajo, el aparato electoral de los políticos con calle en la disputa voto a voto de los conurbanos abigarrados, la provincia de Buenos Aires o Tucumán. Intendentes del conurbano y gobernadores de feudos del interior expertos en saber cuál es el tornillo que falta para mover la máquina electoral coparon la escena hasta noviembre. No está claro si esos intendentes están cerca todavía de su gente: cómo se explica, si no, la sorpresa ante la derrota en el conurbano. O la tecnología electoral kirchnerista se oxidó y se volvió incapaz de auscultar a su electorado o los intendentes, acorralados por La Cámpora, no hicieron su parte. Ahora que la derrota es de todos, los intendentes parecen subirse al barco: el nuevo gabinete de Kicillof también suma a esa cepa peronista.
Mientras, la vicepresidenta ayer estaba en El Calafate. La palabra de Cristina Kirchner, que para el kirchnerismo ha sido “la” instancia de verdad política, ahora está en disputa. Por eso la carta de la vicepresidenta, un mensaje cuyo contenido puede sintetizarse en una oración corta y al pie: “Yo te lo dije”. No solo para despegarse de una derrota que ya se convirtió en hito en la historia del peronismo. El texto buscó sobre todo algo muy característico del perfil político de la expresidenta: querer tener razón, dejarlo en claro y que se sepa. El problema es que no siempre alcanza con tener razón.
Pero el “yo te lo dije” no es suficiente para disimular su rol en la derrota, especialmente en la provincia de Buenos Aires de su aliado Axel Kicillof. El vigor con que la vicepresidenta participó de esa campaña política la dejó expuesta: cada acto de campaña en que pronunció discursos resonantes deja en claro que no fue suficiente la recuperación de su protagonismo para torcer las tendencias y motivaciones que mueven ahora al electorado del conurbano que siempre fue suyo.
Pero en campaña Cristina Fernández salió al ruedo junto al gobernador Kicillof. La carta afirma que la vicepresidenta avisó de la posible derrota. Algunos de sus textos del año pasado indican que tenía una lectura preocupante de la realidad económica y social. Pero como si hubiera márgenes para la victoria, lo que Cristina Fernández defendió fue el territorio bonaerense con palabra y presencia contundente. Una consecuencia de un liderazgo encaramado en la autoconfianza de su vínculo único con el pueblo, según su diccionario.
La derrota minó esa certeza y expuso los límites de su palabra y su presencia a la hora de interpretar los deseos de su pueblo. Tiene competencia: si la derrota es de todos, el poder también.
Hay un dato que agrava ese cuadro. Con la decisión de llevar a las PASO bonaerenses una lista de candidatos negociada previamente en la provincia de Buenos Aires, la vicepresidenta y La Cámpora son un poco más dueños de la derrota que los intendentes, acorralados en ese desembarco de Máximo Kirchner en el conurbano. Las PASO, que inventó el peronismo después de la derrota de Néstor Kirchner en 2009 para, precisamente, meter dentro del kirchnerismo a cualquier disidencia que pudiera surgir y pudiera restar votos, desanduvo ese camino y las desaprovechó: como en 2019, su oferta única perdió diversidad y convirtió a las primarias en una primera vuelta. Noviembre ahora es una segunda vuelta con poco margen para torcer el rumbo.
Hay necesidades y deseos múltiples y superpuestos en un mismo nivel socioeconómico: los polos de la grieta o las oposiciones tradicionales como izquierda y derecha se empiezan a cruzar de manera mucho más compleja, e interesante. Las coordenadas del kirchnerismo tradicional se perdieron en ese mapa plagado de atajos y desvíos antes impensados. La complejidad de las necesidades económicas, educativas, sanitarias, de cuidado, de futuro manda por sobre las certezas heredadas con las que fustiga Cristina Kirchner o el presidente Fernández a la oposición.
Con la tendencia que mostraron los votos en las PASO, que favorecieron a “las derechas”, y las contradicciones de un kirchnerismo que excluye mujeres de su gestión, suma hombres identificados con los “pañuelos celestes” o gobernadores con deudas pandémicas en derechos humanos, como Juan Manzur, o deudas viejas en derechos sociales, también como Manzur, la policía del pensamiento progresista quedó con sus argumentos debilitados. El kirchnerismo no es la única oferta posible para una sociedad empobrecida a la que el peronismo en sus diversas versiones le ha dejado más preguntas que respuestas.
Los planes sociales para los sectores más empobrecidos que el kirchnerismo convirtió en señal de sensibilidad social durante las presidencias de Cristina Kirchner son ahora rechazados por parte del electorado empobrecido. La misma vicepresidenta aprovechó electoralmente el cambio de lectura y usó la cantidad de planes otorgados durante el gobierno de Cambiemos como muestra de su falta de efectividad: no eran planes sino empleo lo que la administración Macri debió aumentar. Es decir, con los planes, la vicepresidenta corrió a Cambiemos por derecha. Pero ese malabarismo conceptual no alcanzó para convencer a su electorado.
Por un lado, porque con el aumento de la pobreza sectores de clase media baja criados en la cultura del trabajo aceptan los planes ante la urgencia, pero añoran un regreso a su independencia laboral y económica aunque modesta. Esa pobreza no era parte de la pobreza estructural condenada a la supervivencia de los planes. Por otro lado, la democracia tiene su historia y el plan social que al principio era una ventana de esperanza, una oportunidad quizás de despegue futuro, con los años se convirtió en endémico. Hoy es una tabla de salvación llena de agujeros que apenas calma el hoy, pero empieza a ser la primera señal de un mañana sin horizonte.
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