Cristina Kirchner, una diva sin público
La vicepresidenta argentina nunca ha estado tan alejada del sentir nacional. Con unas cifras económicas dramáticas y una pérdida de relevancia interior y exterior, apela ahora a la teoría persecutoria
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Nunca estuvo Cristina Kirchner más alejada del sentir nacional. Le son ajenos tanto el drama (la inflación anual del 94%, la pobreza), como el éxtasis y la euforia. Al punto que parece ser la única argentina a la que el Mundial le jugó en contra. Cristina, que supo hacer de la escena política argentina una ópera centrada en sus gestos y silencios, se encuentra desde hace tiempo perdida en un laberinto personal, al que intenta disfrazar sin éxito de épica nacional.
A principios de diciembre, en el marco de la causa Vialidad, Cristina fue condenada a seis años de prisión por malversación de fondos públicos; de permanecer firme, la sentencia la inhabilitaría a ejercer cargos políticos. Desencajada y furiosa, Cristina se defendió por televisión con la que viene siendo su única estrategia hasta ahora: atacar a los jueces, sindicándolos como “una mafia, un Estado paralelo” al servicio de los enemigos del pueblo, que buscan destruirla y castigarla por su gran labor al comando de los últimos veinte años en Argentina, desde 2003 hasta la actualidad (con un intervalo de Mauricio Macri en 2015-2019). Declaró ardiente que su partido no contaría con ella para los comicios que se celebran este año, en lo que buscó sonar como un renunciamiento espectacular. Sin embargo, su emoción se desplomó en el vacío: los argentinos estaban demasiado ocupados estudiando a los rivales que enfrentaría Argentina en el Mundial de Qatar. Fueron poquísimos a protestar a la puerta del juzgado, y los que fueron, reclamaron ante las cámaras que les pagaran lo debido, su óbolo por marchar en defensa a Cristina.
Cuando Argentina obtuvo la anhelada Copa del Mundo, la selección se negó de plano a encontrarse con ningún representante del Gobierno. Los campeones se rehusaron a completar el ritual de la selección en la Casa Rosada, como había ocurrido en 1978, con la Junta Militar, y en 1986, con Raúl Alfonsín. Con tal de no acercar el tótem dorado al beso de los labios presidenciales, los jugadores prefirieron pasarse ocho horas al sol en un bus oscilante hacia el Obelisco. Por su parte, Alberto Fernández debió contentarse con fotografiarse con algunos periodistas deportivos que viajaron a relatar los partidos. Era lo más cerca que estuvo de la gesta de Qatar.
Algunos osados fueron a recibirlos igual: Wado de Pedro, delfín posible de Cristina, extendió su abrazo cariñoso hacia Messi y Scaloni, que lo eludieron olímpicamente. El video parece una comedia de Buster Keaton, con los futbolistas caminando con la mirada fija al frente, para evitar rozar siquiera con los ojos a la corte peronista. Cristina acusó el desprecio: sin nombrarlo, agradeció al capitán en un tweet, “que con ese maradoniano ‘andá pa allá bobo’ se ganó definitivamente el corazón de los argentinos”. No reconocía a Messi por su esfuerzo y singularidad, sino por su conexión con alguien del pasado, como si dijera “te quiero porque me recuerdas a otro”. Messi ha cargado siempre con el yunque del personalismo exuberante de Diego Maradona, al punto que su carrera en la selección argentina ha consistido en buena parte en desprenderse de la gravitación del divo; es quizás lo único que Messi tiene en común con el peronismo, que intenta desprenderse a su vez del peso de Cristina. Todavía no lo logra, pero ella no se rinde nunca. Una semana después de la victoria, a despecho de la Messimanía que sacudía el país y el planeta, Cristina se trasladó a Avellaneda a inaugurar el polideportivo de fútbol “Diego Maradona”.
Ahora Cristina busca elevar su atolladero personal a nuevas cimas. Entre 2003 y 2015, cuando ejercieron el poder ejecutivo, los Kirchner otorgaron partidas presupuestarias colosales a varios socios comerciales como Lázaro Báez, en un esquema que luego reconducía el dinero público hacia la pareja. Este esquema de corrupción en la primera línea del Estado tiene múltiples ramificaciones que se dirimen en varias causas penales, y es lo que tiene a Cristina complicada en los tribunales. No puede argumentar que el sistema recaudatorio no existió, ni que no se benefició de él: por ese motivo su maniobra consiste en recusar tout court a los jueces, impugnar el sistema entero. Un masivo ad hominem contra el poder Judicial. Obediente a los deseos de su vice, Alberto lleva la defensa de Cristina al paroxismo: solicitó el juicio político a la Corte Suprema. En un año electoral, elevó la defensa judicial de Cristina a campaña política.
El ataque del poder ejecutivo a la Corte Suprema cosecha críticas en la ONU, en Alemania y en el Gobierno de Biden, y no deja de ser un galimatías palaciego en un país con una inflación de tres dígitos y un 50% de pobres. El kirchnerismo sabe que es un show vacuo, una balsa hecha para naufragar. No cuenta con los números parlamentarios para que prospere. Si Massa, actual ministro de Economía, instruye a sus tres diputados, podrían conseguir los votos en el Congreso, pero saben que la cruzada morirá finalmente en el Senado, donde el peronismo no tiene mayoría. Sergio Massa enfrenta un dilema: ¿por qué querría el próximo presidente sumarse a la embestida contra la Corte Suprema, que permanecerá impertérrita en su lugar una vez que Cristina y sus líos judiciales se vayan?
Hábil y ambicioso, la falta de escrúpulos de Massa tiende a ser percibida como una forma de audacia. Massa sabe que, para ganar, necesita a la iglesia kirchnerista, ese 25% que controla Cristina. Su solución es aplicar peronismo clásico: decirle a cada uno lo que quiere escuchar. Se complementa bien con Alberto Fernández: aunque su imagen roza los zócalos, Alberto hace un buen trabajo escenificando los gestos “de izquierda” que impiden a los lobos más jóvenes, como De Pedro y Juan Grabois, crecer y tomar la escena. Un presidente mobiliario, experto en las artes de ocupar espacio. Si en un principio Alberto encarnó la fantasía de “la derecha” peronista que pactaba con el sistema capitalista, ahora le lega ese papel a Massa, que ejerce un feroz ajuste con comodidad. Massa tiene a las fuerzas de choque de su lado: hace poco, la guardia pretoriana de los camioneros de Hugo Moyano se dedicó a “controlar precios” vestidos con casacas negras, en un guiño al fascismo italiano que retrotrae a los orígenes fundacionales del partido de Perón. Son un trío eficaz: Cristina retiene la base, desde donde vapulea al sistema político entero. Después de todo, a pesar de ejercer el poder por más de veinte años, Cristina siempre vendió un rol utópico, revolucionario, de Che Guevara femenina con un rosario en el cuello, como si ella no fuera parte esencial del establishment (ni de su propio Gobierno).
Ahora Cristina dice que está proscrita. Es la última joya que le queda al peronismo: el antiperonismo. La idea de que la enjuician motivados por el odio y la persecución acérrima, y no por la prueba abrumadora, es la fiesta donde Cristina se victimiza. Su estrategia apunta ahora al estrellato del ridículo internacional: hace unas semanas, el Gobierno argentino declaró en Ginebra que sus derechos humanos son violados. En general son las personas las que sufren violaciones a sus derechos humanos, no los gobiernos (mucho menos los que están en el poder), pero es otra muestra de la excepcionalidad argentina. Es interesante que, aún con sus derechos humanos violados, el Gobierno argentino no se privó de invitar a Nicolás Maduro a Buenos Aires, a participar de la CELAC. Cristina debe tener mucho en común con los opositores venezolanos encarcelados por su régimen. Investigado por la DEA por sus vínculos con el narcotráfico, y en La Haya por crímenes de lesa humanidad, Maduro suspendió su viaje a Buenos Aires.
La proscripción le da, sin embargo, una buena excusa: según las encuestas, la popularidad de Cristina se ha desplomado incluso en sus bastiones bienamados. El problema es que su defensa va asociada a una teoría conspirativa que no prospera. Invitado a Buenos Aires, Lula da Silva eludió el encuentro con la vicepresidente. Tampoco consigue esa foto. Lula es central para dar el reborde épico e internacional a sus problemas domésticos, que condensa su teoría del lawfare: que Lula haya ido preso, y luego regresado al poder, es la confirmación de una conspiración a nivel regional de la derecha imperialista contra la izquierda latinoamericana. Cristina debió contentarse con una foto con el colombiano Petro. Ella, que siempre fue una líder capaz de enlazar sus arias de coloratura populista con la mística de las multitudes, se encuentra prisionera de su propio stand-up ruinoso, ante una audiencia cada vez más desierta.
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Este artículo fue publicado originalmente en EL PAÍS, de España
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