Cristina Kirchner, un problema sin solución para el peronismo
El país está atravesando uno de los momentos más difíciles de las últimas décadas. Se combinan y retroalimentan cuatro crisis en simultáneo: una sanitaria, una social, una crisis económica y otra política. El coronavirus, las cuarentenas y las medidas restrictivas trajeron angustia, sufrimiento, el fallecimiento de miles de argentinos y el daño en la salud física y mental de millones más. A su vez, la pandemia profundizó los problemas sociales y económicos que ya enfrentaba el país: la pobreza está subiendo a niveles récord, aumenta el desempleo y empeoran las condiciones de vida. La decisión de no abrir las escuelas (sin duda una de las más polémicas y cuestionables de las que tomó el gobierno nacional) creará cientos de miles de nuevos NI-NIs: adolescentes que no regresarán a las aulas y que tampoco tendrán trabajo. La economía argentina va caer este año a una tasa de dos dígitos, acumulando el tercer año consecutivo de recesión con alta inflación.
Bajo este cuadro de situación, no es sorprendente que las investigaciones que realizamos en Poliarquía Consultores reflejen un contexto social en donde prevalece un alto nivel de preocupación y cansancio. Estamos frente a una sociedad exhausta, pesimista y desconfiada de las instituciones y los liderazgos políticos. No es solo consecuencia del coronavirus. La pandemia y la cuarentena profundizaron una tendencia que las encuestas mostraban hace tiempo y que se relaciona con la falta de crecimiento económico, de acceso al consumo, la pérdida de poder adquisitivo y la falta de progreso personal. El Índice de Optimismo Ciudadano, elaborado por la consultora, muestra que durante los últimos ocho años, salvo algunos pocos períodos excepcionales, siempre ha predominado el pesimismo en la sociedad. Por otra parte, la gente está manifestando bajos niveles de apoyo hacia la clase política en general y bajísimos niveles de confianza en las instituciones. Hoy en día, se cuentan con los dedos de la mano el número de dirigentes que tienen una imagen positiva mayor a su negativa y la mayoría de las instituciones presentan niveles de confianza muy bajos: el gobierno nacional (34%), el Congreso (27%), los sindicatos, los partidos políticos (ambos con el 13%) y finalmente la Justicia, con apenas el 7%. Estos valores evidencian la incapacidad de estas instituciones de satisfacer las demandas ciudadanas.
La Cristina actual es una versión desdibujada de la de hace una década atrás. Aun así la expresidenta conserva una imagen positiva en la sociedad mayor al 30% y un núcleo duro de apoyo social del 25%
La crisis política que enfrenta el país se manifiesta en el hecho que, tal vez, la persona más influyente y poderosa de la argentina no sea el presidente de la Nación sino la vicepresidenta, y que la relación entre ambos sea más que distante. El Gobierno enfrenta un problema de credibilidad. Gran parte de los inversores, empresarios, tomadores de decisiones y un sector muy amplio de la sociedad argentina no creen o confían en esta administración. Para estos actores, no está claro cómo es el proceso de toma de decisiones ni quién tiene la última palabra sobre los temas. No perciben un plan ni un camino por el cual la economía argentina puede salir del atolladero en el que se encuentra. Estamos frente a un gobierno que no tiene o no comunica una visión, un plan, un relato. No hay una promesa, no se cuenta una historia creíble de cómo y cuándo las cosas van a mejorar. Esta ausencia potencia la desconfianza y la desorientación.
La raíz de esta situación, que es el problema fundacional de este gobierno, está en el hecho de que Cristina Kirchner tiene una dosis de poder simbólico y formal mayor al de cualquier otro dirigente dentro o fuera del peronismo. Los distintos sectores del peronismo (gobernadores, intendentes, sindicalistas, dirigentes sociales) que durante años trataron de dar una vuelta de página al ciclo kirchnerista fracasaron en su intento. Aun así, la vicepresidenta está lejos de contar con el poder que tenía cuando proclamó su famoso "vamos por todo" en el año 2011. En ese entonces había sido reelegida por casi 30 puntos de ventaja, contaba con claras mayorías en el Congreso, la oposición estaba debilitada y fragmentada, y tenía 70% de aprobación. Cristina Kirchner metía miedo. Intentó ir por todo y fracasó. La Cristina actual es una versión desdibujada de la de hace una década atrás. Tuvo que ceder la presidencia con el fin de unificar al peronismo y vencer a Juntos por el Cambio, su popularidad se dañó profundamente, el Congreso dejo de ser su escribanía y en vez de infringir temor en los principales actores políticos y sociales, se queja mansamente en cartas abiertas sobre los problemas que ve en la economía, el acuerdo con el FMI o los fallos de la Corte. Así y todo, es un error no considerar abarcativamente el rol y el poder que mantiene. La expresidenta conserva una imagen positiva en la sociedad mayor al 30% y un núcleo duro de apoyo social del 25%. Ningún otro dirigente del país cuenta con un piso electoral propio como el de ella. Además de controlar el Senado y gran parte de lo que ocurre en la Cámara de Diputados, la vicepresidenta ha logrado que una generación entera de jóvenes dirigentes se referencia en ella a través de La Cámpora, posiblemente la estructura política más fuerte del país.
La organización fundada por Máximo Kirchner cuenta con estructura nacional organizada y activa, con militancia, con liderazgo, posee recursos y manejo de caja, y controla varias de las principales agencias del Estado como el PAMI o la Anses. Los dirigentes de La Cámpora han empezado a ganar elecciones y ya gobiernan varios municipios o provincias, cuenta con un elevado número de senadores y diputados nacionales y provinciales y avanzan por más. Pero por sobre todo las cosas, el kirchnerismo y La Cámpora poseen un relato, una ideología, una identidad que es a su vez apoyada por un sector amplio de la sociedad. El peronismo no kirchnerista carece en gran medida de estos atributos y sin una identidad, un mensaje o relato le va a seguir resultando difícil ser competitivo electoralmente a nivel nacional.
Cristina Kirchner se para sobre estos activos. Desde allí condiciona al resto del peronismo y a la política argentina. Su fuerza no es suficiente para imponer su voluntad, pero tampoco se puede imponer otra sin contar con su visto bueno. El kirchnerismo no puede materializar su visión, sus objetivos ni sus ideas, pero tampoco abre la posibilidad para generar consensos, encarar reformas o sentarse con la oposición en una mesa de diálogo. En este marco, la política permanece trabada y, por consiguiente, lo mismo ocurre con la economía.
El presidente Alberto Fernández enfrenta un contexto sumamente desafiante y se encuentra a su vez condicionado por este cuadro de situación política. Pareciera ser que mantener la unidad de la coalición gobernante y evitar la confrontación pública con su vicepresidenta son una prioridad. Posiblemente sea la decisión correcta, un quiebre del peronismo en este contexto económico y social abriría las puertas a una crisis de gobernabilidad que hasta el momento el Gobierno logró evitar. Sin embargo, preservar la coalición a cualquier precio implica un riesgo: evidencia una ausencia de liderazgo claro y resalta la ausencia de dirección y rumbo de su gobierno.
Resulta difícil advertir de qué manera el sistema político argentino podrá salir del cerrojo en el que se encuentra. Cuál será el hecho que produzca un cambio en esta dinámica. El sistema está trabado en un mal equilibrio, ningún sector tiene capacidad de imponerse hegemónicamente sobre los otros, pero tampoco hay incentivos o condiciones para generar acuerdos y consensos. Mientras tanto, la economía sigue cayendo, la sociedad se empobrece, los chicos abandonan las escuelas, la desigualdad aumenta, la inversión cae y el rol del país en la política y comercio internacional se vuelve intrascendente.
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