Cristina Kirchner, Mauricio Macri y la política de la felicidad
¿Cómo hace la política para capturar la felicidad en un momento dado? ¿Cómo hace la política para crear felicidad? ¿Cuán capaz es de concebir la felicidad como un objetivo político? Y en ese caso, ¿qué concepción de la felicidad maneja la política? El Mundial y el estado de felicidad colectiva que vive la Argentina disparan preguntas. También el modelo de celebración del triunfo de la Selección nacional que eligieron los políticos. De Cristina Kirchner a Mauricio Macri, dos formas de concepción política de la felicidad que, en principio, se presentan como opuestas. De un lado, el kirchnerismo y su insistencia en la adrenalina de la confrontación eterna, la politización de cualquier forma de felicidad apolítica, como la futbolera, y la colectivización de los logros individuales y ajenos. Del otro, el Macri futbolero, su exaltación del fútbol como juego sin política y su concepción de la conquista del campeonato como un triunfo de un grupo de individuos con efectos colectivos. Y sin embargo, también en Macri, un momento inesperado, casi de kirchnerismo explícito, aunque de sentido contrario: el salto de la pasión del fanático del fútbol a la bajada de línea politizada con el “acá no hay gremios” y el elogio a la autocracia de Qatar como modelo de desarrollo y ejemplo educativo. Una perspectiva cuestionable y de cortísimo alcance que deja de lado argumentos clave que la refutan y que los datos no refrendan.
El primer interrogante, cómo hace la política para cazar en el aire la felicidad de la gente en una coyuntura apolítica como el Mundial, es quizás el menos potente. Remite a una voluntad de manipulación trivial que suele dejar en ridículo a la política. El domingo, el presidente francés Emmanuel Macron se convirtió en el arquetipo de eso: su despliegue ampuloso de gestos de consternación y consuelo se vio forzado e impuesto a jugadores más tristes por perder un juego que por traicionar a la patria. Para Macron, ni la derrota frenó su afán de figuración. “Estoy orgulloso de ustedes. Viva la República, viva Francia”, fue el cierre de un discurso desconcertante en medio del vestuario y frente a jugadores en medias y ojotas.
Por el momento, el presidente Alberto Fernández hace lo que mejor le sale: retirarse del terreno a esperar hasta que las fichas se acomoden solas. La indefinición como política. La decisión de no viajar a Qatar por la Final va en el mismo sentido: la excusa de la cábala, quedase en la Argentina viendo el partido como se dio a lo largo de los triunfos, le permitió ahorrarse la decisión. En la cábala, el presidente encontró el argumento que le permitió conectar con el ciudadano común y al mismo tiempo, evitar la política.
El escenario de la celebración quedó librado a la decisión de los jugadores. El feriado nacional es la forma política que encontró el oficialismo. El kirchnerismo, que todo lo estatiza, esta vez dejó la movilización popular más espontánea y festiva desde hace 36 años en manos privadas: la voluntad de Lionel Messi y su equipo. El gobierno se limita a preparar la cancha con el feriado y el altar de la Casa Rosada en caso de que el novio se digne a presentarse a la cita. A diferencia de Macron, el presidente Fernández prefiere esta vez no adentrarse en el coto de la felicidad ajena, la de los jugadores y la de la gente. Paradójicamente, con el feriado cercenó la libertad de millones que verán impactadas sus rutinas personales. La imposición de una libertad colectiva de festejo por sobre las libertades individuales.
Hay lecturas diversas sobre los motivos. Por un lado, el horno no está para bollos: el gobierno es consciente de que carece de la base de sustentación popular que necesitaría para imponer su formato al festejo. Los jugadores mandan: lo que da valor es su acercamiento a ellos, no al presidente. El desgaste de la autoridad presidencial queda claro en el desinterés del Seleccionado por un festejo en el balcón presidencial. Más de 30 años de democracia y sus dilemas quedan tramados en ese gesto, décadas en las que, al contrario, los valores intangibles que se concentran en torno a los ídolos futbolísticos no paran de consolidarse. Ni qué hablar de Messi.
La personalidad del equipo de Lionel Scaloni en medio de una Argentina polarizada es otro factor que hace difícil la apropiación política. La relación entre estos jugadores y algunas políticas del kirchnerismo ha sido sutilmente tensa en ocasiones. Está el caso de los respiradores donados por Messi en medio de la pandemia, detenidos en la aduana por meses a la espera de la autorización del gobierno. O los cuestionamientos del Kun Agüero al impuesto al patrimonio en una sesión de streaming que terminó viralizada. La reacción interpretativa del kirchnerismo que vio en el Kun un acreedor de un Estado presente que lo acompañó desde chico también sumó a la tensión.
La cuestión de cómo concebir la felicidad en la esfera de la política y, yendo más lejos, de cómo crearla van de la mano. Un punto es cuánto consenso demanda la felicidad o, por el contrario, cuánto de confrontación. Otro punto es el peso de lo individual o de lo colectivo, es decir, qué teoría sostiene cada matriz conceptual en torno a la felicidad: una teoría del individuo o una teoría del Estado. Para el kirchnerismo, la felicidad es, primero, el resultado de una puja y una confrontación. Y segundo, toda felicidad es tributaria de un Estado que la garantiza. Un Estado dador de felicidad a un pueblo a quien protege.
En el tuit celebratorio de Cristina Kirchner, la política de la felicidad insistió ayer con la lógica de la confrontación. Para la vicepresidenta, Messi alcanzó la cima del cariño de la gente cuando se convirtió en Maradona: “Un saludo especial después de su maradoniano “andá pa’allá bobo”, con el que se ganó definitivamente el corazón de los y las argentinas”, tuiteó Cristina Fernández. En una oración, redujo a Messi a un simple discípulo del Maradona confrontativo: para la vicepresidenta, desconociendo una pasión popular ganada por los propios méritos de Messi, que lleva años, recién en ese momento “maradoniano” es que Messi consiguió la comunión con la gente.
Eligió, además, una interpretación del “bobo” en sentido maradoniano que pierde de vista la especificidad de Messi: un ídolo popular de tonos discretos que, aún en la pasión del enojo en medio de un partido, toma la decisión de transitar la ofuscación con lenguaje de chico, casi en desuso, de una infancia provinciana. Una irritación autocontenida en su despliegue que queda como excepción antes que como modus operandi. En las antípodas de Maradona y su estilo.
Si no es esa lógica de la felicidad en la confrontación, el oficialismo optó por la ideologización del triunfo y la colectivización del derrotero individual de un equipo. El que fue más lejos en la politización de la felicidad apolítica fue el subsecretario de Obras Públicas de la Nación, Edgardo de Petri, que tuiteó: “Vienen los campeones y traen la Copa. Viajan por nuestra línea de bandera, esa que Macri quiere entregar para que sus socios y amigos hagan negocios. Aerolíneas Argentinas, orgullo nacional que no se privatiza”.
Felicidad y simplificación
Lo de Macri despuntó distinto. Viajó a Qatar en un mix de modo hincha futbolero y dirigente de la FIFA por su cargo en la Fundación FIFA. Su celebración subrayó el carácter futbolístico del logro de la Selección nacional, sin deslizamientos a interpretaciones políticas forzadas. “Una exhibición de fútbol. Nos infartamos, volvimos a vivir, volvimos a morir y finalmente lloramos como niños de emoción. Gracias muchachos, gracias cuerpo técnico, esto es MARAVILLOSO! Vamos ARGENTINA, vamos Sudamérica!!!!!”, tuiteó Macri. El orgullo nacional o sudamericano, por la calidad de su fútbol, como máxima libertad interpretativa.
Desde los bailecitos y los globos de la etapa pre presidencial, Pro apostó a una política que recuperara el derecho humano a la vida apolítica. La felicidad individual con una legitimidad en pie de igualdad con la legitimidad de la felicidad colectiva que, al contrario, ha sido central en el relato kirchnerista y en la visión moral de la felicidad construida en torno al binomio “pueblo y Estado peronista”. En parte, Macri funcionó en Qatar como un ciudadano común capaz de gozar de las pequeñas cosas de la vida.
El problema de Macri en el Mundial es que el ejercicio de la felicidad rozó la simplificación. Macri y Pro construyeron su identidad en torno a su visión de la política de la felicidad libre de las determinaciones de la política y del Estado como garante. Su felicidad futbolera, sin embargo, mostró límites a ese aporte. Una política de la felicidad que pierde de vista capas de sentido corre el riesgo de resultar una cáscara vacía.
Macri, como el kirchnerismo, también se alejó de la esfera de la felicidad futbolera para ideologizar el momento. Elogiar a Qatar como modelo de desarrollo sin sindicatos no es un puerto al que llegar: es el fruto de una autocracia centrada en una familia que ocupa las posiciones de decisión en el Estado, en donde no hay poder distribuido a partir de elecciones libres, en donde las mujeres, las minorías de género y los migrantes pobres no gozan de la plenitud de sus derechos y sufren castigos impensados para un mundo desarrollado y deseable.
En un país con esos desafíos, en un contexto geopolítico en el que un jugador de fútbol iraní ha sido sentenciado a muerte por defender los derechos de las mujeres iraníes, en medio de nuevas denuncias de corrupción global que involucran a Qatar y con el antecedente de corrupción que atraviesan a la organización del Mundial, la política de la felicidad le exigen mayor profundidad y desarrollo a una figura política de la talla de Macri. Caso contrario, se corre el riesgo de contribuir al “sportswashing” que buscó Qatar en este Mundial.
El abrazo entre el expresidente Macri y el emir de Qatar Tamim bi Hamad Al Thani es inquietante en ese sentido: la imagen viralizada en la que se ve cómo el emir busca ansiosamente a Macri para felicitarlo luego del triunfo es celebrada por los seguidores del líder de PRO como muestra del reconocimiento internacional del que goza Macri. Pero también es un momento político crítico: la prueba del desafío que enfrenta un dirigente político a la hora de preservar un delicado equilibrio geopolítico. Construir lazos que puedan beneficiar comercialmente a la Argentina, por ejemplo, manejando al mismo tiempo los dilemas de las relaciones con las autocracias. Una política de la felicidad en escala humana, en este caso futbolera, demanda a un político esas capas de sutileza para calibrar con inteligencia política la dialéctica cercanía - distancia en pos de un beneficio pragmático para la Argentina. El espejo que preocupa es el del vínculo entre Alberto Fernández y Putin.
Macri, Pro y Juntos por el Cambio enfrentan un desafío: reponer una cadena de sentido que devuelva centralidad política y social a nociones como libertad, individuo, mérito y felicidad individual sin caer en simplificaciones que se parecen demasiado, en su lógica aunque no en su contenido, a las de su adversario político.
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