El camión desinfectador baldea con cloro las persianas bajas del Banco Provincia, sigue con el McDonald's y con los otros cinco locales de la cuadra, todos cerrados, en el centro de Morón. Como si fueran parte de una coreografía, las siete personas que esperan el colectivo no dejan de mirarlo. El camión descarga una lluvia de lavandina que se encamina directo hacia ellos. "¡Por favor, crucen de vereda! Estamos desinfectando por el coronavirus", grita un empleado municipal.
Micaela Lunari, 28 años, embarazada, cruza la calle con cara de fastidio y sólo atina a preguntar: "Cómo terminará todo esto, ¿no?". En un conurbano en cuarentena esa misma pregunta atraviesa al dueño de una pyme, al encargado de un local, a empleados que no saben si este mes cobrarán su sueldo y a un cuidacoches. Todos, aunque con distintos matices, están ante la misma incertidumbre: cómo van a sobrevivir a la crisis económica que desató el coronavirus.
El futuro se refleja en esa escala de grises que imponen las persianas cerradas de Morón. Las dudas sobre cómo subsistir cambian de acuerdo con cada bolsillo: vivir el "día a día" asoma como el único camino para los que menos tienen. En cambio, la perplejidad nubla el panorama sobre lo que vendrá para quienes cuentan con un poco más de resto, dentro de esta crisis que hace tiempo dejó de ser sólo sanitaria. La ayuda del Gobierno es un respiro, pero no asegura tranquilidad, ni llega a todos.
La cabeza de Sebastián Bustamante es, en este momento, una gran calculadora: sueldos, empleados en cuarentena, cambios de turnos, manejo de stocks y una gran pregunta: ¿qué pasará con su empresa en abril? Good Food SA es una pyme de 140 empleados que produce alimentos (con la marca Abedul) en pequeños envases. Mermeladas, aderezos y edulcorantes que se consumen en shoppings, cafés, hoteles y aviones. Un consumo que hoy, en tiempos de cuarentena, ya no existe.
Parque industrial desierto
Good Food se quedó sola en el parque industrial de Morón, donde suele convivir con textiles y metalúrgicos. Ya no se escucha la llegada de los camiones, ni el griterío de los obreros durante las descargas. Puertas adentro, la planilla de ingreso a la planta lo dice todo: la última visita entró el 19 de marzo, horas antes de que el presidente Alberto Fernández dictara la cuarentena obligatoria.
En términos médicos, la fábrica de Good Food está con respirador artificial. Las cajas de cartón vacías se amontonan a los costados de las máquinas apagadas. Los obreros ya ni hablan porque están alejados para respetar la distancia obligatoria. Los repartos, que antes se cargaban en acoplados, ahora entran apretados en una camioneta utilitaria.
La empresa facturó en marzo el 10% de lo que facturaba, pero la planta sigue activa y los empleados cobraron el sueldo. Los síntomas de la cuarentena abren más dudas. "Algunos clientes grandes me empiezan a patear los pagos, también empezaron a venir cheques rechazados. Es imposible mantener una estructura así en esta situación. Mi gran problema son los sueldos de abril", advierte el empresario.
Su pyme, más mediana que pequeña, no aparece dentro de las beneficiadas por el Gobierno, que armó un plan para pagar salarios a empresas de hasta 100 empleados y hará descuentos en las cargas patronales. "Más que pagarme los sueldos, le pido al Estado que nos dé facilidades para pagar los impuestos. Nuestro futuro, como el de muchos otros, no está para nada claro", dice.
Como si fuera un tetris, las mesas de la confitería Nuevo Sol dejan un cordón que permite llegar hasta las medialunas. El resto del local son sillas dadas vuelta sobre las mesas que, a esta hora de la tarde, recibían las meriendas frente a la estación del tren Sarmiento. Para atender a los clientes alcanzaban –con esfuerzo- cinco empleados. Pero ahora sólo aparecen Fernando Ortíz (25 años) y Soledad Aguirre (32 años). ¿El resto? "Les anticiparon vacaciones", responden ante la consulta de LA NACION.
"No entra nadie al local. Antes vendíamos 25 docenas de facturas por día y hoy despachamos cinco", resume Fernando. Esos números ponen en jaque su futuro no muy lejano: el sueldo de este mes. El dueño les aseguró marzo, pero por las dudas los dos empleados se anotaron para recibir ayuda del Gobierno.
"Yo por ahora no lo necesito, pero mi hermano, que es extranjero, sí. Ni siquiera tiene DNI así que esa plata es para él", confiesa Fernando. Su hermano, llegado desde Paraguay, trabaja en negro en otra panadería de Morón. "Le aseguraron el puesto, pero el local cerró y ahora no le pagan", dice mientras barre la cocina.
Ni para un sandwich
Juan Carlos Aguirre, 61 años, cuidacoches, tiene otras preocupaciones. "¡Mirá lo que es esto! ¡Ni para un sándwich me alcanza!", grita, mientras señala los pocos autos estacionados en el centro de Morón. "A la noche nos tiran bandejas de comida acá atrás de la estación. Yo les pido que nos lleven a un lugar donde nos podamos bañar, limpiar y dormir tranquilos. Somos gente grande ya", reclama, en referencia a otras tres personas acostadas en el umbral de una galería cerrada. Juan Carlos y sus compañeros ya son parte del "grupo de riesgo", las personas mayores de 60, el blanco con el que se ensañó el coronavirus en lugares como Italia y España.
-¿Dormís en la calle?, pregunta LA NACION.
-Sí. Mirá, mirá, ¿ves esto? -dice mientras se tuerce el labio y muestra una lastimadura-. Me mordió una rata mientras dormía. Me desperté del dolor cuando me quería arrancar el pedazo.
-¿Fuiste al hospital para que te desinfectaran?
-¡Estás loco! Si hay más pestes en el hospital que acá afuera… Prefiero quedarme en la calle.
Hilda Málaga también está en ese grupo de riesgo que son los mayores. A sus 83 años hace la fila de un cajero automático en el centro de Ramos Mejía, la zona más acomodada de La Matanza, acompañada por su ahijada, con la misión de retirar dinero y, además, aprender a usar la tarjeta de débito para cuando se quede sola. Sabe que el aislamiento es la medida más efectiva para cuidarse. El resto de la fila la deja pasar para que pueda terminar su trámite y regresar pronto a casa para no volver a salir por mucho tiempo.
En la vereda de enfrente, Marcos Cabrera acomoda el yogurt gourmet en la góndola de una dietética en avenida de Mayo, en Ramos. La heladera está repleta y el piso brilla, pero él estuvo sólo casi todo el día. "No vendemos nada. Pero ‘nada’ no es una forma de decir. No vendemos nada de nada. La dueña ya me dijo que me va a pagar el sueldo, pero no sé cuánto se aguanta así. ¿Ves todos esos locales cerrados? ¿Cómo van a pagar el alquiler?", pregunta en voz alta. Y dice que le tiene más miedo a lo que pueda pasar en el bolsillo que a la propia enfermedad.
Adrián Herrera, mecánico, 29 años, ya se curó de ese miedo. Nunca se imaginó que podía estar todos los días frente al coronavirus. Cuando empezó la cuarentena no tuvo opción: le hicieron dejar las tuercas para convertirse en el fumigador oficial del 97, una línea de colectivos que arranca en el oeste del conurbano, atraviesa la Capital y termina en Constitución. "Este trabajo es mucho más tranquilo, pero también más riesgoso. Siempre que subo al colectivo pienso que está el virus. Nosotros pasamos por varios hospitales", advierte Adrián, y muestra con orgullo el mameluco de plástico amarillo con sus antiparras de protección. "¿Querés que me lo ponga para la foto?", desafía con humor.
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