El miedo aplana la curva de las tensiones oficialistas
El miedo no solo es un disciplinador de masas. También de dirigentes. La llegada del coronavirus a los barrios más vulnerables del conurbano bonaerense se ha convertido en el mejor laboratorio para constatarlo. Alineación y ordenamiento interno son las premisas que rigen ahora en el oficialismo desde que los contagios empezaron a multiplicarse más allá de la opositora ciudad de Buenos Aires. Los riesgos (no solo sanitarios) se dispararon.
El gobernador Axel Kicillof ejercita una moderación pública, desde hace unos 10 días, que ningún maestro de actuación podría haber logrado en tan poco tiempo. También el mandatario alisó los modos con los que trata a intendentes propios y ajenos. Sus funcionarios más cercanos acuerdan y respetan los acuerdos para hacer tareas hasta en distritos donde gobierna la oposición. Y sus ataques al macrismo se reducen a una retórica mediática en busca de un paraguas justificatorio y un soporte narrativo. La necesidad puede transformar al lobo feroz en un tierno osito de peluche.
Del otro lado de la mesa oficialista, los intendentes que desde la placenta albertista soñaban con un espacio propio optaron por domesticarse, después de casi un año de bravatas y amenazas de plantarse ante la topadora cristinista, conducida por Kicillof y compartida con La Cámpora. Como diría un excolaborador de Daniel Scioli, hasta "se acabaron los machos del off the record".
Hicieron su aporte aquellos leves cambios en las formas de Kicillof, pero mucho más determinantes resultaron el rotundo giro en las estadísticas epidemiológicas, la concluyente falta de esponsoreo (o capitulación) del gobierno nacional para dar pelea y su dependencia absoluta de la asistencia económico-financiera de la Nación. En esto no solo decide el presidente Alberto Fernández, sino que en muchos casos concreta el cristinismo, con su largo brazo y el aún más amplio bolsillo estatal que administra La Cámpora. Suficiente para convertirlos en los barones domados.
Los jefes comunales ya no expresan más diferencias que algunas objeciones estrictamente operativas, como las que manifiestan respecto del abordaje de la pandemia en las villas, de las que dio cuenta ayer LA NACION. Ni siquiera ya discuten, como solían hacer, el aporte de recursos a las organizaciones sociales con las que disputan los territorios. Se han convencido (o tratan de convencer) de que la flamante decisión de volver a entregarles fondos a los movimientos para que adquieran los insumos de los comedores es solo temporaria.
Hasta hace un mes, los alcaldes se jactaban de que el Ministerio de Desarrollo Social concentraba las compras y obligaba a las organizaciones a rendir cuentas sobre la administración de lo que recibían, como si fuera un logro propio. La aceptación y el silencio de hoy frente a la nueva realidad, tan distante de sus sueños, también es una forma de disimular las consecuencias de la caída de uno de los suyos, en su condición de responsable de la compra de alimentos con sobreprecios.
A esto habrá que agregar el incipiente cambio en un indicador más que sensible en la provincia de Buenos Aires, como es el de la inseguridad. Tras la tendencia decreciente que venía mostrando desde marzo, dos intendentes opositores del primer cordón del conurbano empezaron a advertir en las últimas semanas un leve, pero sostenido, incremento de los delitos. Los alcaldes conocen bien el efecto corrosivo de la "sensación" de inseguridad. Más miedos disciplinatorios.
Si la abrupta escalada de los contagios del Covid-19 en el conurbano explica que el virus de la moderación haya aplanado la curva de las internas oficialistas, también acaba de sumar su aporte la creciente expresión (y visibilización) de quienes cuestionan la extensa cuarentena que rige y, según todo parece indicar, seguirá rigiendo en el AMBA. Aunque parezca contradictorio.
El miedo a un desborde del sistema sanitario, que exponga la precariedad del Estado y agite tensiones sociales, convive con el temor a un aumento del descontento por los efectos económicos y psicológicos del aislamiento impuesto. El dilema lo resuelve el posibilismo. Nadie está en condiciones de torcer el rumbo y nada les da más protección que la que pueden recibir de la Casa Rosada. Ahí se refugian todos.
En el oficialismo nacional, provincial y municipal cierran filas convencidos de que el brote de la disidencia contra la cuarentena dura está encapsulado en quienes mayoritariamente no los votan. Creen, además, que entre los propios hay escasa población vulnerable a ese contagio. Las encuestas le dan la razón. Por ahora. En tiempos de crisis, el humor social es volátil.
El aumento de los que critican la cuarentena es un hecho, como vuelve a demostrar el último monitoreo de Poliarquía. Por segunda semana consecutiva caen la aprobación a Fernández por su manejo de la crisis sanitaria y el acuerdo con la extensión por la cuarentena, que llega a su punto más bajo desde que empezó, hace 73 días.
El deterioro tiene su origen principalmente en los votantes de Cambiemos.
Los adherentes al oficialismo mantienen su apoyo con pocas variaciones. El gran bastión kirchnerista está donde se acaban de disparar los contagios y donde se concentra gran parte de la asistencia estatal. Allí, el miedo a los riesgos sanitarios aporta argumentos demasiado cercanos, capaces de postergar otras preocupaciones. La salud y la vida, aunque precarias y frágiles, son para muchos el único capital. Así se vive en un país donde este trimestre la pobreza podría alcanzar a entre el 45,2% y el 53,1% de la población, según el estudio que acaban de presentar los investigadores Guido Zack y Federico Favata, de la Escuela de Economía y Negocios de la Universidad de San Martín.
La infectadura
Aunque pueda resultar paradójico, no modificó la visión ni el discurso dominante dentro del oficialismo el documento de un grupo de investigadores, académicos, intelectuales y periodistas difundido anteayer, que denuncia una "infectadura" y alerta sobre los riesgos para la democracia ante el avance del Poder Ejecutivo sobre los otros dos poderes del Estado. Por el contrario, ofició como un nuevo catalizador.
Las expresiones más fuertes con que sus autores procuraron hacerse escuchar frente al poderoso relato oficial fueron consideradas funcionales por el Gobierno. La convivencia en el documento de hechos objetivos, que exponen inquietantes derivas de la política oficialista, con fuertes opiniones, siempre sujetas a polémica, habilitó aquella lectura.
La dura réplica de Santiago Cafiero no fue un arresto individual. Ya lo dijo Fernández, el jefe de Gabinete debe ser el alter ego del Presidente. Su reacción tuvo un objetivo preciso: restarles entidad a las críticas reforzando la idea de que los cuestionamientos son de orden político-partidario.
Ya se sabe, la existencia de un enemigo externo es un factor de unidad interna. Ni hablar cuando aparecen dos. Ante el debilitamiento que podría empezar a tener la amenaza del virus como efecto de unidad, las (por ahora acotadas) protestas en las calles y el pronunciamiento titulado "La democracia está en peligro" reforzaron el blindaje oficial. En el beneficio también está el riesgo. Las corazas suelen afectar la sensibilidad. Y todavía hay demasiados riesgos y la satisfacción de las expectativas sociales es un horizonte demasiado lejano.
La acerba reacción del Gobierno ante la crítica exacerba a los polos. Los espacios extremos del kirchnerismo ven allí una justificación de la escalada que expresan algunos de sus elementos más marginales, pero siempre funcionales y nunca desautorizados, como Dady Brieva.
Del otro lado, los más antikirchneristas consolidan su opinión de que el Gobierno no acepta disidencias y reafirman su convicción de que se ha rendido al cristinismo. Las creencias no necesitan de pruebas. Las evidencias y presunciones alcanzan.
La grieta es la misma. Aunque hoy se exprese en la antinomia cuarentena o anticuarentena.
El oficialismo encontró otro motivo para aglutinarse y diluir (aunque no eliminar) las tensiones. Alberto Fernández sigue ganando tiempo. Triunfos a la medida de su proyecto. Todo es provisional.
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