Coronavirus en la Argentina: pocos controles y circulación intensa en la línea de tren que preocupa a Axel Kicillof
Una señora con el barbijo en el cuello se levanta los lentes y se suena los mocos. Estornuda en el codo y se sube el tapaboca. Son las 8.26 de la mañana y el tren Sarmiento acaba de salir de la estación de Once. Hay bastantes asientos vacíos. La gente se sienta alejada en la manera de lo posible por los riesgos de contagio de coronavirus. Otra señora estornuda tres veces y después sigue hablando por teléfono. La mayoría tiene algo que le tapa la boca y la nariz. Un efectivo de la Policía Federal camina los pasillos con seriedad, con un tapabocas negro que le cubre casi todo el rostro.
Dentro del tren, no se ve la foto que le mostró la semana pasada Axel Kicillof a Alberto Fernández en la cabina del helicóptero mientras viajaban a Longchamps. Preocupado, compartió una imagen de un vagón repleto de gente. "Línea Sarmiento, estación Ramos Mejía", informó el gobernador. Tampoco se distingue hoy lo que circuló en redes sociales, con fotos de pasajeros parados y hacinados, sin poder respetar la distancia reglamentaria de un metro.
Efectivos de la Policía Federal, todos con barbijos, controlan la entrada y salida de los pasajeros. Solo en la estación Once piden documentos y el permiso de circulación a todas las personas. "El 90% tiene permiso hay otros que son indigentes y no tienen", dice un policía, que se excusa y pide que el suboficial Mario Romero oficie como vocero. "Ahora hay más flujo de gente. Antes había menos, pero sin autorización. Ahora la mayoría tiene permiso", dice Romero, quien no lleva barbijo. El tránsito de más gente es entre las 8 y las 10 de la mañana.
En las estaciones intermedias, aunque haya uno o dos policías o gendarmes, da la sensación que su función no es la de controlar las autorizaciones o la distancia reglamentaria, sino la de observar que no se registren inconvenientes. "Nosotros tenemos orden de revisar los permisos de 5 a 7 de la mañana, que es cuando hay más gente", dice Manuel Ayala, un joven gendarme que observa la gente subir y bajar del tren en la estación Liniers.
"Van todos sentados. Solo uno o dos parados por vagón. La gente tiene conciencia", dice el gendarme Ayala. En dirección a Once, desde Ramos Mejía, una de las estaciones intermedias donde a media mañana el control es inexistente, los vagones se van llenando. La distancia de un metro que indica el altavoz del tren como obligatoria no se puede respetar cuando se empiezan a sentar uno al lado del otro al no haber más asientos alejados libres.
Cintia Fernández tiene puesto un traje blanco y un tapabocas de tela con flores rojas y rosas. De su espalda cuelga un balde-mochila de 5 litros con amonio cuaternario. Con eso desinfecta los asientos y carteles de las estaciones que van de Villa Luro a Caballito. Es parte de la cooperativa LARA, contratada por Trenes Argentinos para la desinfección. Otros compañeros desinfectan dentro de los trenes y en los galpones.
"Recién comentábamos con el policía que bajaron como 80 personas, tuvimos que esperar a que salieran todas para poder seguir. Deben ser los que atienden en los negocios de la avenida Avellaneda", dice Cintia, un poco preocupada por la cantidad de gente, señalando detrás de la estación de Floresta. Dice que en las estaciones Flores, Floresta y Liniers son las que más gente circula.
Fernández tiene 32 años y es de Morón. Empezó a trabajar el 3 de abril en la cooperativa. Antes estaba sin trabajo. "Está bueno lo que hacemos de desinfectar, pero también es un riesgo para nosotros porque tenemos familia", cuenta Cintia, a quien la esperan sus dos hijos en casa, uno de ellos está operado y por él le da más miedo llevar el virus en la ropa o en las manos. Cada tanto se saca los guantes y se rocía con alcohol.
En la estación de Floresta los policías no controlan a la gente que tenga el permiso. Si alguien se saltea las estaciones terminales (Once y Moreno) podrá viajar sin necesidad de mostrar ningún tipo de autorización para circular.
Pocos negocios y menos vendedores ambulantes
En algunas estaciones el silencio es extraño. Casi no hay vendedores ambulantes, tampoco panchos o cafés. Durante toda la mañana solo aparecerá una mujer con barbijo y máscara de plástico transparente intentando vender pastillas refrescantes a 20 pesos. Nadie le compra.
Los puestos de las estaciones intermedias están cerrados en su mayoría, salvo uno que vende café, medialunas, hamburguesas y panchos en Liniers. Ahí trabaja Carla, una chica de 26 años que llega desde Rafael Castillo, La Matanza, todos los días en el colectivo 242. Dice que no va lleno y que tarda media hora en llegar. Abre a las 9 y cierra cerca de las 20.
Recién el martes pasado volvió a abrir. El tiempo que estuvo sin trabajar no se lo pagaron, porque estaba contratada en negro. Ahora la registraron y eso la pone contenta aunque como las ventas bajaron mucho –de 13 mil a 3 mil pesos por día– trabajos solo por el sueldo básico.
Tiene el tapabocas en el cuello porque está tomando mate, pero la separa de los clientes un plástico transparente que rodea el local. Cuando el gendarme la ve, le pide que se suba el barbijo. Tiene dos hijos, una de 8 y uno de 3, que se quedan con su mamá. Cuando llega a la casa, Carla pone la ropa a lavar y se mete a bañar. "Suerte que tengo agua caliente", dice, y sonríe. Lo que le dieron para desinfectar es una botellita de gaseosa con alcohol puro.
Hay muchos pasajeros que se sumaron esta semana sin tener autorización laboral. Una mujer de unos 30 años tuvo una urgencia odontológica y su médica atiende solo en Once. Dice que mucha gente usa mal el barbijo, y que en la calle en Liniers se ve mucho movimiento, pero no tanto en el tren. Otro chico viaja de Flores a Ramos Mejía para donar sangre a un familiar que tuvo un accidente. Se llama Manuel, tiene 26 años y es Rh+. Es la primera vez que sale en estos casi dos meses porque trabaja desde la casa, rogando todos los días que internet le funcione.
"Te recordamos mantener al menos un metro de distancia con otras personas. Cuidarte es cuidarnos", se escucha en el altavoz en una estación vacía. El mismo mensaje se repite en estaciones más llenas y dentro del tren.
Micaela tiene 26 años y es secretaria en el Ministerio de Obras Públicas. Es de Laferrere y se toma todos los días el colectivo 96 hasta Ramos Mejía para de ahí ir hasta Once. No pagó el boleto del tren, al igual que el resto de los pasajeros. Las puertas a los costados de los molinetes están abiertas en todas las estaciones.
Cuenta que una compañera tuvo que ir a trabajar un solo día y se fue en remis. A ella le parece exagerado. Lo dice mientras se levanta el tapabocas que se le cae y le descubre la nariz. "La semana pasada había menos frecuencia, por eso se llenaba más de gente. Yo misma tuve que ir parada", cuenta. En su oficina calcula que de 180 personas que son en total solo están yendo 10. Ella antes viajaba en auto con su novio, pero ahora se toma colectivo y tren porque él ya no va a trabajar.
Cerca del mediodía, cuando el tren estaciona en Once más de 300 personas se bajan de todos los vagones. Un hombre con altavoz pide que se acomoden en una fila, que los enfermeros y médicos vayan a la izquierda. La fila es larguísima y no hay ninguna señal en el piso que indique cómo respetar el metro de distancia. Algunos ya tienen preparado el papel impreso de su permiso y el DNI en mano. De nuevo, ahí sí, en la estación terminal, se controla quién puede circular y quién no.
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